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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (44 page)

BOOK: Los Borgia
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El sumo pontífice se volvió hacia Ercole d'Este, y le pidió disculpas por tan bochornoso espectáculo.

El duque de Ferrara se limitó a negar con la cabeza mientras se decía a sí mismo que, si no fuera porque ya se habían celebrado, cancelaría inmediatamente los esponsales y renunciaría a los doscientos mil ducados. Incluso estaría dispuesto a enfrentarse a los ejércitos de Francia y de Roma. Desgraciadamente, su hijo ya había desposado a Lucrecia y él ya había invertido el dinero de la dote, por lo que se limitó a abandonar el salón mientras les susurraba a sus sobrinos:

—Los Borgia no son mejores que unos simples campesinos. Esa misma noche, César recibió una noticia todavía más preocupante. El cuerpo de Astorre Manfredi había sido encontrado flotando en el Tiber. Dado que César le había ofrecido un salvoconducto después de la toma de Faenza, su muerte podría hacer pensar que el hijo del papa Alejandro había roto su palabra. Una vez más, César se convertiría en sospechoso de haber cometido un asesinato. Desde luego, podría haber matado a Astorre si hubiera deseado hacerlo, pero ése no era el caso. Ahora debía averiguar quién lo había hecho y por qué

Dos días después, Alejandro se despidió de su hija en el salón del Vaticano que se conocía como la sala del Papagayo. A Lucrecia le apenaba tener que volver a separarse de su padre. El sumo pontífice intentaba mostrarse jovial, ocultando sus verdaderos sentimientos, pues sabía cuánto iba a añorar la presencia de su amada hija.

—Si alguna vez estás triste, envíame un mensaje —le dijo—. Me valdré de toda mi influencia para arreglar la situación. No te preocupes por los niños. Adriana cuidará de ellos.

—Estoy asustada, padre —dijo ella—.

—En cuanto te conozcan, aprenderán a amarte como te amamos nosotros —la tranquilizó Alejandro—. Si me necesitas, sólo tienes que pensar en mí. Yo sabré que lo estás haciendo, igual que lo sabrás tú cada vez que yo piense en ti. Y, ahora, vete, porque resultaría indecoroso que el sumo pontífice derramara lágrimas ante la marcha de su hija —concluyó diciendo tras besarla en la frente.

Alejandro observó cómo su hija salía del palacio desde el balcón.

—No permitas que tu ánimo decaiga —gritó al tiempo que agitaba una mano en señal de despedida—. Recuerda que cualquier deseo que tengas ya te ha sido concedido.

Montando un caballo español con la silla y las bridas tachonadas en oro, Lucrecia partió hacia Ferrara acompañada por un séquito de más de mil personas. Los miembros de la nobleza, suntuosamente ataviados, viajaban a caballo o en elegantes carruajes, mientras que los criados, los músicos, los juglares, los bufones y el resto del séquito lo hacían en rústicos carros, a lomos de burros o incluso a pie.

La comitiva se detuvo en cada una de las plazas que César había conquistado en la Romaña, donde Lucrecia era recibida por niños que corrían a su encuentro vestidos de púrpura y amarillo: los colores de César. Y, en cada plaza, Lucrecia tenía la oportunidad de bañarse y lavarse el cabello antes de acudir a los bailes y los banquetes que se celebraban en su honor.

Así transcurrió un mes antes de que la lujosa comitiva llegara a Ferrara tras dejar vacías las arcas de más de un anfitrión.

Ercole d'Este, el duque de Ferrara, era célebre por su avaricia. Así, a nadie le sorprendió que, a los pocos días de la llegada de su nuera, mandara de vuelta a Roma a su numeroso séquito; Lucrecia incluso se vio obligada a luchar por conservar a su lado a los criados que consideraba más indispensables.

Por si eso fuera poco, cuando el séquito se disponía a abandonar la ciudad, Ercole le ofreció a Lucrecia una contundente demostración de cómo se hacían las cosas en Ferrara.

Le mostró una mancha marrón que había en el suelo.

—Uno de mis antecesores decapitó aquí a su esposa y a su hijastro al descubrir que eran amantes —dijo con una desagradable risotada—. Ésta es la mancha de su sangre.

Lucrecia sintió un escalofrío.

Lucrecia se quedó encinta a los pocos meses de llegar a Ferrara. En el castillo, la noticia fue acogida con júbilo, pues el ducado pronto tendría un nuevo heredero. Desgraciadamente, el verano fue muy húmedo y con los abundantes mosquitos también llegó el paludismo. Lucrecia cayó enferma.

Alfonso d'Este envió un mensajero al sumo pontífice comunicándole que su esposa tenía fiebre y sufría temblores y sudores fríos. También le decía que Lucrecia había caído en un grave delirio y que lo comprendería si el Santo Padre estimaba conveniente enviar a su médico personal para atenderla.

Alejandro y César ni tan siquiera eran capaces de concebir que pudiera ocurrirle algo a Lucrecia. La idea de que pudieran haberla envenenado los horrorizaba. De ahí que Alejandro enviara instrucciones escritas de su puño y letra indicando que su hija tan sólo debía ser tratada por el médico que él enviaba.

Disfrazado de moro, con la tez oscurecida y una chilaba, César partió inmediatamente hacia Ferrara junto al médico de su padre.

Cuando llegaron al castillo, tanto Ercole como Alfonso permanecieron en sus aposentos mientras un lacayo conducía a los recién llegados hasta la cámara de Lucrecia.

Lucrecia estaba pálida y la fiebre había agrietado sus labios. Además, sufría dolores de vientre, pues, al parecer, llevaba dos semanas vomitando prácticamente a diario. Al reconocer a su hermano, intentó saludarlo, pero su voz era tan ronca, tan débil, que César no pudo comprender lo que decía.

Cuando el lacayo abandonó la cámara, César se inclinó para besar a su hermana.

Estás un poco pálida esta noche. ¿Acaso te es esquivo el amor? Lucrecia sonrió pero, aunque intentó acariciar el rostro de su hermano, ni siquiera tenía fuerzas para levantar el brazo.

Tras examinarla, el médico le dijo a César que su estado era crítico. César se acercó al lavamanos, se despojó de la chilaba y se lavó la cara. Después llamó al lacayo y le ordenó que fuera en busca del duque.

Ercole d'Este no tardó en llegar. Parecía alarmado.

—¡César Borgia! —exclamó apenas sin aliento—. ¿Qué hacéis vos en Ferrara?.

—He venido a visitar a mi hermana —contestó César escuetamente—. Pero, por lo que veo, mi visita no es de vuestro agrado. ¿Acaso hay algo que no deseáis que sepa?.

—No, por supuesto que no —se apresuró a decir Ercole—, Simplemente... me ha sorprendido veros.

—No debéis preocuparos, mi querido duque —dijo César—. No permaneceré mucho tiempo en Ferrara; tan sólo el necesario para entregaros un mensaje y cuidar de mi hermana.

—Os escucho —dijo el duque, entrecerrando los ojos, en un gesto que reflejaba más temor que desconfianza.

César se acercó a Ercole y apoyó la mano en la empuñadura de su espada en un ademán que daba a entender que estaba dispuesto a luchar con quien osara enfrentarse a él. Pero cuando habló, su voz sólo transmitía frialdad.

—No hay nada que el sumo pontífice y yo deseemos más que una pronta recuperación de Lucrecia, pero debéis saber que, si mi hermana muere, os haremos responsables de ello. ¿Me he expresado con suficiente claridad?.

—¿Acaso me estáis amenazando? —se defendió Ercole.

—Llamadlo como queráis —dijo César con mayor serenidad de la que sentía realmente—, pero rezad para que mi hermana no muera, pues os aseguro que, si eso sucede, no morirá sola.

César permaneció varios días en Ferrara. El médico personal de su padre había decidido que Lucrecia debía ser sangrada, pero ella se oponía.

—No quiero que me sangre —protestaba, sacudiendo la cabeza con las escasas energías que le quedaban.

César se sentó junto a ella y la abrazó, intentando tranquilizarla, convenciéndola de que fuera valiente.

—Debes vivir por mí —le dijo—, pues tú eres la única razón por la que vivo yo.

Finalmente, Lucrecia apretó el rostro contra el pecho de César para no ver lo que le iban a hacer. El médico le practicó varios cortes, primero en el tobillo y después en el empeine, hasta que estuvo satisfecho con la cantidad de sangre que manaba de las heridas.

Antes de marcharse, César le prometió a su hermana que regresaría pronto a verla, pues iba a establecerse en Cesena, a tan sólo unas horas de Ferrara.

Lentamente, Lucrecia fue recuperándose. La fiebre había remitido y ella cada vez permanecía despierta más tiempo. Aunque había perdido al hijo que llevaba en las entrañas, poco a poco iba recuperando la salud y la vitalidad.

Sólo lloraba al hijo que había perdido cuando estaba sola en su alcoba, en el silencio de la noche, pues la vida le había enseñado que el tiempo dedicado a llorar la pérdida de un ser querido era un tiempo baldío, y ya había habido demasiado dolor en su vida. Para sacarle el mayor partido a aquello que tenía, para hacer todo el bien que estuviera en sus manos, debía centrarse en aquello que todavía podía hacer, no en aquello que ya nunca podría cambiar.

Al cumplirse un año de su llegada a Ferrara, Lucrecia ya había empezado a ganarse el cariño y el respeto de sus súbditos y de esa extraña y poderosa familia con la que vivía: los D'Este.

El viejo duque Ercole había sido el primero en apreciar su inteligencia, como demostraba el hecho de que, a medida que fueron pasando los meses, empezó a valorar sus consejos incluso más que los de sus propios hijos. Y así fue como Lucrecia empezó a tomar importantes decisiones y a encargarse de tareas relacionadas con el gobierno de sus súbditos.

CAPÍTULO 27

Jofre y Sancha yacían profundamente dormidos en sus aposentos del Vaticano cuando, de repente y sin dar ningún tipo de explicación, unos soldados de la guardia pontificia entraron en su alcoba y se llevaron a Sancha. Ella se resistía, enfurecida.

—¿Qué significa esto? —gritó Jofre—. ¿Sabe mi padre lo que está ocurriendo?.

—Cumplimos órdenes del sumo pontífice —dijo un joven teniente. Jofre se apresuró a acudir a los aposentos privados de su padre, donde encontró a Alejandro sentado frente a su escritorio.

—¿Qué significa esto, padre? —preguntó.

Alejandro levantó los ojos y contestó a su hijo con patente mal humor:

—Podría decirte que la causa es la moral relajada de tu esposa, pues con esa mujer cerca nadie puede estar a salvo, o que lo he hecho por tu incapacidad para dominar su genio —dijo—. Pero la verdad es que la razón es otra muy distinta. Por mucho que lo he intentado, no consigo hacer entrar en razón al rey Federico, que además cuenta con el apoyo del rey Fernando de España. Nápoles es vital para los intereses de la monarquía francesa y el rey Luis ha solicitado mi intervención.

—¿Qué tiene que ver Sancha con todo eso? —preguntó Jofre—. No es más que una muchacha inocente.

—¡Por favor, Jofre! No te comportes como un eunuco sin cabeza —exclamó el Santo Padre con impaciencia—. Lo que está en juego es el futuro de tu hermano. Para sobrevivir, debemos cuidar nuestras alianzas. Y, en este momento, el rey de Francia es nuestro principal aliado.

—Padre —dijo Jofre con la mirada encendida—, no puedo permitir que mi esposa sea ultrajada, pues Sancha nunca podría amar a un hombre que permitiera que la encierren en una mazmorra.

—Espero que tu querida esposa le haga llegar un mensaje a su tío, el rey Federico, pidiéndole su auxilio —dijo Alejandro.

Jofre tuvo que bajar la mirada para que su padre no viera el odio que reflejaba su rostro.

—Padre —dijo finalmente—, sólo voy a pediros esto una vez, como hijo vuestro que soy. Dejad en libertad a Sancha, pues, si no lo hacéis, será el final de mi matrimonio. Y eso es algo que no estoy dispuesto a permitir.

Alejandro miró, sorprendido, a su hijo. ¿Cómo osaba hablarle así? Su esposa sólo había causado problemas desde el primer día y Jofre nunca había sido capaz de controlar su comportamiento. ¿Y ahora se atrevía a decirle a su padre, al Santo Padre, cómo debía gobernar la Iglesia de Roma? Alejandro nunca hubiera creído capaz a Jofre de semejante insolencia.

Pero la voz del sumo pontífice no dejó traslucir ninguna emoción cuando volvió a dirigirse a su hijo.

—Te perdono tu insolencia porque eres mi hijo —dijo—. Pero si alguna vez vuelves a hablarme así, sea cual sea la razón, te juro que haré clavar tu cabeza en una pica por hereje. ¿Lo has entendido?.

Jofre respiró profundamente.

—¿Cuánto tiempo tendréis encerrada a mi esposa? —preguntó.

—Pregúntaselo al rey de Nápoles —contestó Alejandro con impaciencia—. Todo depende de él. Tu esposa será liberada en el momento que su tío acepte que es Luis quien debe llevar la corona de Nápoles sobre su cabeza.

Jofre se dio la vuelta para marcharse.

—Desde hoy serás custodiado día y noche —añadió el sumo pontífice cuando su hijo estaba a punto de abandonar la estancia—. Así te evitaré cualquier posible tentación.

—¿Podré verla?.

—Me sorprende que me hagas esa pregunta —dijo Alejandro al cabo de unos segundos—. ¿Qué clase de padre sería si impidiese que mi hijo viera a su esposa? ¿Acaso piensas que soy un monstruo?.

Al volver a sus aposentos, Jofre no pudo contener las lágrimas, pues esa noche no sólo había perdido a su esposa, sino también a su padre.

Llevaron a Sancha al castillo de Sant'Angelo y la encerraron en las mazmorras. Desde su celda, la joven napolitana podía oír los llantos, los gemidos, los gritos desesperados y los obscenos insultos de quienes compartían su triste destino.

Quienes la reconocieron se burlaron de ella y aquellos que no sabían quién era se preguntaron cómo una joven distinguida podría haber llegado a una situación así

Sancha estaba furiosa. Esta vez, Alejandro había ido demasiado lejos. Al dar la orden de encerrarla, el sumo pontífice había sellado su destino, pues ella misma se aseguraría de que fuera privado del solio pontificio. Así, Sancha juró que si era necesario daría la vida para conseguir su objetivo.

Cuando Jofre llegó a las mazmorras de Sant'Angelo, Sancha había volcado el catre, esparciendo la paja por el suelo de la celda. Además, había arrojado el agua, el vino y la comida que le habían llevado contra la pequeña puerta de madera.

Pero al ver a su esposo, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.

—Tienes que ayudarme —le rogó—. Si me amas, ayúdame a hacerle llegar un mensaje a mi tío. Tiene que saber lo que ha ocurrido.

—Te ayudaré —dijo Jofre, sorprendido por el recibimiento que le había dispensado Sancha. La abrazó con ternura y pasó los dedos entre su largo cabello—. Haré algo más que eso. Y, mientras tanto, estaré contigo en esta celda todo el tiempo que lo desees.

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