Giovanni no podía creer lo que oía. —¡Delante de las dos familias! ¡Nunca! jamás me rebajaré a hacer algo tan degradante.
—Entonces, la cuestión queda zanjada —dijo Alejandro, acercándose a Ludovico—. Giovanni ha rechazado la oportunidad de probar su hombría. Debemos, pues, concluir, como lo haría cualquier tribunal, que la versión de Lucrecia es la verdadera. Por supuesto, trataremos a Giovarnni con generosidad.
Cuando Giovanni protestó, su tío lo cogió del brazo y lo llevó a un extremo del estudio.
—La familia te repudiará si no das tu consentimiento —lo amenazó—. Perderías tu título y tus tierras. Si aceptas, aunque pierdas la dote de Lucrecia, al menos conservarás tu ducado.
Sentado frente a su escritorio, César leyó la carta que su hermana le había enviado el día anterior. Su apuesto rostro reflejaba el pesar que sentía, pues estar lejos de Lucrecia lo sumía en una profunda melancolía. Pero eso no era lo único que le preocupaba. Leyó la carta una y otra vez.
Y una y otra vez se detuvo en la misma frase, que parecía destacar por encima de todas las demás: "Mi situación no me permite discutir aquello que es más importante para ambos."
Era la formalidad de las palabras de su hermana, su insistencia en no proporcionarle ninguna información sobre la razón que la había llevado a recluirse en el convento, lo que más preocupaba a César. Lo que le preocupaba era todo aquello que Lucrecia no decía, pues conocía a su hermana lo suficientemente bien como para saber que el secreto que guardaba tenía que ser de una naturaleza terrible.
Los invitados de Vanozza Catanei disfrutaban de la hermosa puesta de sol que teñía de rojo las ruinas del foro romano. Vanozza había invitado a sus hijos y a varios amigos a su villa de las afueras de Roma para despedir a César, que debía partir hacia Nápoles como delegado pontificio.
El viñedo de Vanozza, como lo llamaban cariñosamente sus hijos, estaba situado en la colina de Esquilino, al este de la ciudad.
Por una vez, César, Juan y Jofre, sentados a la misma mesa, parecían disfrutar de su mutua compañía. Al observar cómo su madre conversaba con aparente intimidad con un joven guardia suizo, César pensó que Vanozza todavía era una mujer hermosa. Alta, pero de delicado porte, tenía la piel morena y el cabello de color caoba. Esa noche estaba espléndida con su vestido largo de seda negra, adornado con un solitario collar de perlas de tres vueltas; un obsequio personal del papa Alejandro.
César adoraba a su madre y se enorgullecía tanto de su belleza como de su inteligencia, pues Vanozza regentaba sus posadas con tanto o más éxito que cualquier hombre. Volvió a fijarse en el joven guardia y deseó que su madre tuviera fortuna con su conquista.
Se sirvió ganso salteado con pasas y rodajas de manzana, langostas frescas hervidas a fuego lento con crema de tomate y albahaca y tiernos filetes de ternera con trufas y aceitunas verdes.
Los cardenales más jóvenes, entre los que se encontraba Gio Médicis, aclamaban con entusiasmo la llegada de cada nuevo plato. El cardenal Ascanio Sforza, aun sin demostrar de manera tan patente su entusiasmo, dio buena cuenta de más de una ración de cada plato, al igual que el cardenal Monreal, el primo del papa Alejandro.
Se sirvieron abundantes jarras de vino de las viñas de Vanozza, de las que Juan vació una copa tras otra. Antes de comenzar el baile, un joven alto y delgado con un antifaz negro se acercó a Juan y le susurró algo al oído.
Durante el último mes, César había visto en varias ocasiones al joven enmascarado acompañando a su hermano, pero cuando había preguntado por él, nadie había sabido decirle de quién se trataba.
Y cuando se lo había preguntado a Juan, éste había soltado una carcajada y le había dado la espalda sin contestarle. Finalmente, César pudo saber que se trataba de un artista excéntrico de uno de los humildes barrios de Roma a los que Juan acudía a despilfarrar el dinero en alcohol y mujeres.
Notablemente bebido, despeinado y sudoroso, Juan se incorporó con la capa medio caída e intentó proponer un brindis. Levantó su copa y la mantuvo en alto, cada vez más inclinada, hasta que el vino empezó a derramarse. Jofre se levantó para ayudarlo, pero Juan lo apartó con un brusco empujón.
—Brindo por la huida de mi hermano del campamento francés —dijo, arrastrando las palabras al tiempo que se volvía hacia César—. Brindo por su capacidad para eludir el peligro, dondequiera que éste pueda surgir. Ya sea vistiendo los hábitos de un cardenal o huyendo de las tropas del rey de Francia. Algunos lo llaman valor... Yo lo llamo cobardía —concluyó con una sonora carcajada.
Incapaz de contener su ira, César se incorporó de un salto y llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Gio y Jofre lo sujetaron y Vanozza le imploró que cesara en su actitud.
—Lo sabe perfectamente, madre —exclamó César sin apartar la mirada de su hermano—. Si no estuviéramos en tu casa, te aseguro que el insolente bastardo de mi hermano ya estaría muerto.
Entre Gio y Jofre obligaron a César a sentarse mientras el resto de los invitados observaban la escena en silencio.
Entonces, el joven del antifaz volvió a acercarse a Juan y le susurró algo al oído. Juan, a quien la escena parecía haber despejado, anunció que debía ausentarse para atender un asunto personal. Y, sin más dilación, se puso la capa de terciopelo azul marino que le trajo su paje y abandonó la villa de su madre acompañado por uno de sus escuderos y el joven del antifaz.
El resto de los invitados no tardaron en seguir su ejemplo. Entre ellos, César, acompañado de Jofre, de Gio y de Ascanio Sforza. Los cuatro montaron en sus caballos y, tras despedirse de Vanozza, a la que seguía acompañando el joven guardia, cabalgaron de vuelta a Roma.
Una vez dentro de las murallas de la ciudad, frente al palacio Borgia, César detuvo su caballo e hizo saber a sus compañeros que no estaba dispuesto a seguir tolerando la arrogancia de su hermano Juan. Hablaría personalmente con él para hacerle comprender la importancia del incidente que había protagonizado delante de su madre y de sus invitados. Y, si era necesario, si Juan no entraba en razón, lo retaría a duelo para acabar con su actitud de una vez por todas. Pues, sabiendo Juan que César lo vencería, se vería obligado a excusarse por su conducta, y no sólo ante César, sino ante todos aquellos a los que había ofendido. Pues el verdadero cobarde era su hermano, y no él, por mucho que Juan hubiera osado dudar de su valor en presencia de su propia madre.
Aprovechando el ánimo inflamado de César, el cardenal Ascanio Sforza le hizo saber que, tan sólo algunas noches antes, Juan, de nuevo ebrio, había dado muerte a su chambelán sin que mediara la menor provocación por parte de éste. Ascanio, indignado, juró que él mismo lo habría retado a un duelo si no hubiera sido el hijo del sumo pontífice.
Jofre, que tan sólo contaba dieciséis años, permaneció en silencio, aunque sus sentimientos hacia Juan eran conocidos por todos, siempre se le había tenido por un niño de escasa inteligencia, pero, después de la transformación que había observado en él aquella noche con Fernández de Córdoba y su joven acompañante, César ya nunca volvería a verlo de la misma manera.
—Creo que iré a pasar un rato agradable con alguna mujer complaciente —dijo Jofre tras despedirse ambos hermanos de Gio y de Aseanio.
César sonrió.
—Desde luego, no seré yo quien te reprenda por ello —dijo—. Disfruta de los placeres de la vida, hermano.
Mientras observaba alejarse a Jofre, César advirtió cómo tres jinetes, que habían permanecido ocultos entre las sombras, seguían a su hermano. Uno de ellos, una figura alta y delgada, montaba un semental blanco.
Esperó unos instantes para que los tres jinetes no se percataran de su presencia y cabalgó hasta la plaza tras la que se abría el barrio popular del Trastevere. No tardó en ver llegar a cuatro jinetes, entre los que reconoció la figura de Jofre. Al ver que conversaban alegremente, dio la vuelta y regresó al Vaticano, convencido de que Jofre no se encontraba en peligro.
Una pesadilla despertó a César en plena noche. ¿Había oído el ruido de unos jinetes cabalgando? Sacudió la cabeza, intentando liberarse del sueño. La lámpara de su mesilla de noche se había consumido, dejando la cámara en la más absoluta oscuridad.
César intentó tranquilizarse. Estaba sudando y el corazón le latía con fuerza. Nada parecía poder aliviar el pánico que sentía. Se levantó y palpó a tientas la mesilla, buscando unos fósforos para encender la lámpara. Las manos le temblaban y su mente estaba poblada por todo tipo de temores irracionales. Llamó a su ayuda de cámara, pero no obtuvo respuesta.
De repente, y sin explicación aparente, la lámpara se encendió e iluminó la cámara. César se recostó, intentando recuperar la calma. Pero las paredes se llenaron de largas sombras que lo acechaban. Tiritando trato de controlar el temblor de su cuerpo. Y entonces oyó la voz de Noní: "La muerte ronda a tu familia... "
Intentó deshacerse de ese pensamiento. Intentó acallar la voz de Noní, pero nada podía liberarlo del terror que sentía. ¿Correría peligro Lucrecia? No, no podía tratarse de ella, se dijo a sí mismo. El convento era un lugar seguro. Además, su padre había ordenado que varios hombres lo vigilaran día y noche. Después pensó en Jofre, pero se tranquilizó al recordar el sonido animoso de su voz, riendo con sus tres compañeros en la plaza del Trastevere.
¿Se trataría de Juan? Aunque, si existía alguna justicia en este mundo, lo que pudiera ocurrirle a Juan nunca le provocaría una pesadilla. Pero ¿y su padre?.
César se vistió y corrió a los aposentos del Santo Padre. Dos soldados hacían guardia ante las pesadas puertas de hierro.
—¿Duerme el Santo Padre? —preguntó César, luchando por mantener la compostura.
Fue Jacomino, el criado favorito del papa, quien contestó desde la antesala.
—Hace apenas un minuto que he estado en su cámara —dijo con voz tranquilizadora—. Su Santidad duerme apaciblemente.
César regresó a sus aposentos, pero, incapaz de recuperar la tranquilidad, finalmente decidió salir a cabalgar, como lo hacía siempre que algo angustiaba su corazón. En los establos, un mozo de cuadra cepillaba el caballo de Jofre. El bello animal tenía las patas manchadas con el barro rojizo del río.
—Veo que mi hermano Jofre ha regresado ya.
—Así es, cardenal —dijo el mozo de cuadra.
—¿Ha vuelto también mi hermano Juan?
—No, cardenal —contestó el joven—. El capitán general todavía no ha regresado.
César salió del Vaticano a lomos de su montura. Tenía un mal presentimiento. Galopó por la ribera del Tíber. A su alrededor, el paisaje de Roma parecía salido de un sueño.
Más tranquilo, César buscó señales de lucha en la ribera del río. Una hora después, llegó a la zona del río donde la orilla se cubría de arcilla roja. Frente a uno de los grandes muelles de pesca se alzaba el palacio del conde de Mirandella. Todo parecía tranquilo.
César desmontó, buscando a alguien que pudiera haber visto a su hermano, pero no vio a nadie y lo único que se oía era el chapoteo de los peces rompiendo la superficie acristalada del Tíber.
Caminó hasta el final del muelle y observó el avance de la corriente. Había varias barcas fondeadas en el río, pero sus tripulantes o bien estaban dormidos o bien estaban bebiendo en alguna taberna. César se preguntó cómo sería la vida de un pescador, cómo sería la vida de esos hombres que día tras día arrojaban sus redes al río y se sentaban a esperar el botín que les ofrecían las turbias aguas del Tíber. La idea lo hizo sonreír.
Estaba a punto de irse cuando advirtió la presencia de una pequeña barca amarrada a una de las estacas que había junto al muelle. Dentro había un hombre dormido.
Al oír su voz, el hombre se incorporó y miró a César con desconfianza.
—Soy el cardenal Borgia —se presentó César—. Estoy buscando a mi hermano, el capitán general. ¿Has visto algo que debería saber? —preguntó mientras hacía girar un ducado de oro entre sus dedos.
Al ver la moneda, el pescador subió al muelle, dispuesto a ayudar al hijo del papa.
Una hora después, César dejó caer en su mano la moneda de oro.
—Nadie debe saber lo que me has dicho —le advirtió—. Tú y yo nunca nos hemos visto.
—Así será —se apresuró a decir el pescador—. Puede estar tranquilo, eminencia.
César regresó al Vaticano, pero, al llegar, no le dijo a nadie lo que había averiguado.
El papa Alejandro se despertó con una sensación de desasosiego. Esa mañana iba a reunirse con Duarte y con sus hijos pero, al llegar, sólo encontró a Duarte.
—¿Y mis hijos, Duarte? Ya deberían estar aquí. Duarte tragó saliva, buscando las mejores palabras para darle la noticia al Santo Padre.
Esa mañana, uno de los criados de Juan lo había despertado antes del amanecer. El capitán general aún no había regresado a palacio. Tampoco había regresado el escudero que lo había acompañado a la cena en la villa de Vanozza. Incapaz de volver a conciliar el sueño, finalmente Duarte se había vestido y había salido a buscar a Juan Borgia por las calles de Roma, pero nadie había visto al hijo del papa.
Al regresar al Vaticano, había despertado a César y le había preguntado cuándo había visto a su hermano por última vez.
—Abandonó la cena con su escudero y el hombre del antifaz —le había dicho César—. Su escudero había recibido órdenes concretas de llevarlo de regreso al Vaticano, pues Juan había bebido más de la cuenta.
—No han vuelto a palacio —le había explicado Duarte a César—. Ni Juan ni su escudero. Yo mismo he estado buscando al capitán general por toda Roma.
—Avisadme si hay nuevas noticias —había dicho César dando la conversación por concluida.
Al retirarse, Duarte había advertido las manchas de arcilla roja que había en las botas de César.
La angustia del sumo pontífice aumentaba a medida que pasaban las horas sin que hubiera noticias de Juan. incapaz de permanecer quieto, deambulaba sin rumbo por sus aposentos, aferrado a su rosario de oro.
—Realmente, este hijo mío no tiene remedio —le dijo a Duarte—. Espero, por su propio bien, que tenga una buena justificación para su ausencia.
Duarte intentó tranquilizar al sumo pontífice.
—Juan todavía es joven, Su Santidad, y la ciudad está llena de mujeres hermosas. Lo más probable es que ahora mismo esté dormido en alguna alcoba del Trastevere tras una larga noche de pasión.