Y, sin más, condujo al chambelán hasta una de las salidas laterales del palacio.
Cuando el chambelán le contó lo ocurrido a su señor, el duque de Pesaro se apresuró a solicitar el permiso del Santo Padre para no acudir a las vísperas, pues deseaba confesarse en la iglesia de San Onofre, situada a las afueras de Roma.
El papa Alejandro no paso ningún impedimento, pues era de todos sabido que, en esta época, un pecador podía esperar especial indulgencia en San Onofre. Además, dado el destino que tenía reservado para Giovanni, se sentía en la obligación de ofrecerle esa última oportunidad para hacer las paces con el Señor.
Pero, al llegar a San Onofre, Giovanni montó en el semental turco que le proporcionó el capitán de sus tropas y, en su compañía, cabalgó sin descanso hasta llegar a Pesaro. Exhausto por el esfuerzo, el caballo se desplomó, muerto, a las puertas de la ciudad.
Giovanni Sforza, que apreciaba más a los animales que a los hombres, ordenó que su caballo fuera enterrado con gran ceremonial y, en señal de luto, ayunó durante varios días. En Pesaro nadie sabía qué le afligía más, si la muerte de su caballo o la pérdida de su joven esposa.
Lucrecia estaba enojada con su padre por haberle ocultado sus intenciones. Al descubrir que el papa había enviado un emisario a Pesaro exigiendo la anulación del matrimonio basándose en una supuesta impotencia del duque, Lucrecia tomó una decisión que, sin duda, desagradaría al Santo Padre. Sabía que si, finalmente, Giovanni se veía obligado a reconocer algo que resultaba al mismo tiempo humillante y falso, sin duda contraatacaría haciendo públicas las sospechas que albergaba sobre la relación incestuosa de su esposa con su hermano César.
Lucrecia no tenía otra opción. Había sido ella quien, tras la primera noche, se había negado a compartir el lecho de Giovanni y apenas había cumplido con sus deberes de esposa en contadas ocasiones.
Aunque reconocer una falsa impotencia resultaba menos peligroso que el veneno o el frío acero de una daga, no dejaba de ser un golpe mortal para alguien de la arrogancia del duque de Pesaro. Giovanni haría públicas sus sospechas y, con sus palabras, pondría en peligro a toda la familia Borgia.
A la mañana siguiente, Lucrecia se despertó al alba y se hizo acompañar por varias damas de compañía hasta el convento de San Sixto; el único refugio posible para una mujer que ansiaba escapar tanto de su esposo como de su padre. Era una decisión sencilla que le permitiría conservar intacta su virtud, una decisión de la que tanto Julia como Adriana habían intentado disuadirla.
—El Santo Padre no tendrá un solo momento de descanso mientras permanezcas en el convento —había dicho Adriana—. No se resignará a perder así a su única hija.
—Ni siquiera mi padre puede impedir que siga los dictados de mi conciencia —había dicho Lucrecia con determinación.
—Al menos dale a tu padre la oportunidad de explicarte en persona por qué ha actuado como lo ha hecho —le había rogado Julia—. Sabes lo infeliz que es cuando no te tiene cerca.
—¡Está decidido! ¡No cambiaré de opinión! —había exclamado Lucrecia con enojo—. Estoy segura de que tú sabrás calmar el dolor de mi padre, Julia. Yo ya no deseo complacerlo, pues ha tomado su decisión sin tener en cuenta ni mis deseos ni la voluntad de Dios.
—¿Cuántas veces te has quejado de tu infelicidad, Lucrecia? Y, ahora, cuando tu padre intenta liberarte de tu compromiso con el hombre que es la causa de esa desdicha, tú le das la espalda —había insistido Adriana, intentando hacerla entrar en razón—. No tiene sentido, Lucrecia. No entiendo tu comportamiento.
Pero Lucrecia se había mantenido firme en su decisión,— pues de ello dependía el futuro de aquellos a quienes más amaba.
—No le digáis nada al Santo Padre hasta que hayan transcurrido doce horas desde mi marcha —había dicho finalmente—. Si pregunta por mí, decidle que estoy en mi capilla y que no deseo que nadie interrumpa mis oraciones.
Y, sin más, se había despedido de Adriana y de Julia con sendos abrazos. Después le había entregado una carta lacrada a una de sus damas de compañía y le había dicho:
—Llévasela a mi hermano, el cardenal. Entrégasela a él personalmente; a nadie más.
El papa Alejandro siempre se había mostrado razonable en cuestiones de Estado o de la Iglesia. Pero no se podía decir lo mismo cuando se trataba de cuestiones familiares. Cuando tuvo noticias de la marcha de Lucrecia y de su intención de recluirse tras los muros del convento de San Sixto, no pudo contener su ira y su pesar.
¿Qué valor tenía ser papa si ni siquiera conseguía hacerse obedecer por su propia hija? ¿Cómo era posible que la dulce Lucrecia desobedeciera de esa forma los deseos de su padre?.
Alejandro mandó llamar de inmediato a César, a Duarte Brandao y a don Michelotto.
—Decidme, ¿qué he hecho para merecer que mi propia hija me trate de esta manera?.
César agachó la cabeza en silencio.
—Puede que Lucrecia sienta una vocación sincera —arriesgó el consejero del papa.
—Por favor, Duarte —dijo el papa Alejandro—, no me trates como si fuera tonto... Debe de haber ocurrido algo, algo que escapa a mi conocimiento.
—No pretendía tomaros por tonto —dijo Duarte—. Tan sólo intentaba evitar que os culpaseis de la decisión de Lucrecia. Lo cierto es que la hija de Su Santidad ya no es una niña. Sólo existen dos posibilidades: o corre hacia una promesa o huye de una amenaza.
—¿Qué amenaza podría hacer que Lucrecia tomara una decisión así? —le preguntó Alejandro a su hijo César.
Padre e hijo se miraron fijamente, sosteniéndose la mirada hasta que el fuego de los ojos del sumo pontífice quemó las pupilas de su hijo. En todos esos años, nunca habían hablado de aquello que más querido era para César, pues el hijo temía que la llama de ese amor prohibido ardiese con tanta intensidad en el corazón de su padre como en el suyo propio y sabía que nunca podría vencer a su padre si ambos se enfrentaban por el amor de Lucrecia. El sumo pontífice exigía que la lealtad hacia su persona estuviera por encima de cualquier otro sentimiento terrenal, y confesarle la verdad de su relación con Lucrecia sólo conduciría a César a vivir un infierno en vida.
César nunca le había confesado a nadie su amor por Lucrecia, ni siquiera borracho en el lecho de alguna cortesana, y sabía que aquellos de sus criados que conocían la relación que mantenía con su hermana nunca se atreverían a mencionarla; apreciaban demasiado sus cabezas. Pero ¿acaso no podía un padre, el Santo Padre, leer el alma de su hijo? César se preguntó hasta qué punto su padre llegaría a sospechar la realidad.
De repente, la expresión de Alejandro se suavizó.
—Don Michelotto, amigo mío —dijo con una sonrisa—. Necesito que busques a un hombre de confianza que pueda viajar a diario al convento. Debe ser un joven apuesto y de trato amable. Estoy seguro de que Lucrecia acabará por entrar en razón.
Siguiendo las órdenes del papa, don Michelotto eligió como mensajero al joven español conocido como Perotto. Perotto era un joven músico y poeta que servía al papa a cambio de su manutención y la salvación de su alma. Había viajado desde España esperando encontrar en Roma un remanso de paz y belleza, y poseía una educación muy superior a la de la mayoría de los miembros de la corte pontificia. Pero, por encima de todo, era un hombre honesto que servía con devoción al Santo Padre.
La confianza de Alejandro en el joven Perotto llegaba hasta tal punto que, cuando le entregó la primera carta para Lucrecia, lo hizo con la certeza de que sólo la muerte del joven mensajero impediría que aquella misiva llegara a manos de su hija.
Pero cuando Perotto se presentó ante Lucrecia en el jardín del convento, la hija del papa rechazó la carta de su padre.
—No deseo entablar ningún tipo de correspondencia con Su Santidad —dijo escuetamente.
—Comprendo perfectamente sus sentimientos, duquesa —dijo el joven poeta con una sonrisa en los labios. Llevaba el cabello, largo y rubio, recogido en una coleta, y sus ojos brillaban con sincera emoción—.
Aun así, creo que es mi deber insistir, pues, sin duda, la carta que os traigo debe de tratar cuestiones de gran importancia.
Lucrecia lo observó durante unos instantes. Después negó con la cabeza, se dio la vuelta y caminó lentamente hasta el banco de piedra que había al otro extremo del jardín.
En vez de darse por vencido, Perotto fue en busca de su guitarra y le pidió permiso a Lucrecia para dedicarle una melodía. La expresión del poeta era tan dulce y la vida en el convento resultaba tan aburrida que Lucrecia finalmente consintió.
Cuando Perotto acabó de cantar, Lucrecia, contagiada por el buen ánimo del joven, le pidió que le entregara la carta de su padre.
Estaba escrita en un tono formal. El papa Alejandro le comunicaba que las negociaciones para la anulación de su matrimonio progresaban a buen ritmo, pues Giovanni parecía dispuesto a considerar los beneficios y las compensaciones que le había ofrecido. También le decía que, si deseaba hacerlo, podía transmitirle sus pensamientos por escrito, pues Perotto volvería al convento al día siguiente con nuevas noticias de Alejandro.
De regreso en su celda, Lucrecia escribió una carta de respuesta escueta y formal. Le decía a su padre que esperaba que se encontrase bien y que agradecía lo que intentaba hacer por ella. Pero firmó la carta como "Lucrecia Borgia", por lo que, al leerla, Alejandro supo que su hija seguía enojada con él.
Al día siguiente, el papa se levantó dispuesto a solucionar de una vez por todas la anulación del matrimonio de Lucrecia. Las cuestiones de estado marchaban razonablemente bien y, una vez concluidas sus oraciones matutinas, el Santo Padre disponía de todo el día para dedicarse a los asuntos familiares.
César también había amanecido con buen ánimo.
—Creo que deberíamos organizar un gran festejo, padre —dijo al reunirse con Alejandro—. Los ciudadanos empiezan a mostrarse inquietos. Necesitan algo que los haga olvidarse de sus miserias. Si no, no tardarán en empezar a matarse entre ellos.
—Así es —le dio la razón Alejandro—. A mí tampoco me vendría mal relajarme, pues los asuntos de Estado me están agriando el carácter.
Precisamente en ese momento, Plandini, el secretario del papa, anunció la llegada de Ludovico Sforza y de su sobrino Giovanni.
Los cuatro se sentaron alrededor de una pequeña mesa de mármol sobre la que se habían dispuesto unas fuentes de queso y fruta y una jarra de vino.
—Ludovico, no podemos seguir dando vueltas en círculos —dijo el papa con semblante adusto tras intercambiar los cumplidos de rigor—. Os he invitado a venir para resolver esta situación de una vez por todas.
—Su Santidad, no creo que sea necesario mostrarse tan drástico —dijo el Moro.
Giovanni asintió en silencio.
El sumo pontífice se levantó de su asiento y empezó a caminar de un extremo a otro de la sala.
—Por supuesto que es necesario, Ludovico. Ya hace varios meses que Giovanni abandonó a mi hija en Roma.
Ludovico se incorporó; Giovanni imitó a su tío.
—Mi sobrino abandonó Roma a causa de las amenazas de vuestro hijo, Santidad —intercedió Ludovico en defensa de Giovanni.
César vació el contenido de su copa sin inmutarse.
—¿Es eso cierto, hijo mío? —preguntó el papa Alejandro—. ¿Amenazaste a tu cuñado?.
—Yo nunca he amenazado a nadie —dijo César sin perder la compostura—. Cuando un hombre me agrava, lo reto a duelo, no lo amenazo. —Guardó silencio durante unos instantes.— No recuerdo haberos retado a duelo, Giovanni. ¿o acaso lo he olvidado? —preguntó, mirando a su cuñado con frialdad.
La mutua antipatía entre ambos jóvenes era evidente.
—Desde luego, nunca fuisteis precisamente cortés —dijo Giovanni con arrogancia.
—Su Santidad —dijo el Moro dirigiéndose al Santo Padre con evidente nerviosismo—, Giovanni ha regresado a Roma por propia voluntad. Él y Lucrecia podrían haber tenido una vida dichosa en Pesaro, pero ella nunca puso nada de su parte. Vuestra hija sólo pensaba en volver a Roma, Santidad.
Alejandro condujo a sus huéspedes hasta su estudio y los invitó a tomar asiento.
—Ludovico, amigo mío —dijo—. Podríamos estar discutiendo todo el día, pero estoy seguro de que los dos tenemos otros asuntos que requieren de nuestra atención. Sólo hay una posible solución. Compartimos vuestra preocupación y entendemos vuestros sentimientos, pero por el bien de la Iglesia, es necesario que anulemos los esponsales entre Giovanni y Lucrecia.
—¿Por el bien de la Iglesia? —exclamó el Moro, perplejo. Ambos se habían levantado y caminaban sin rumbo por el estudio del papa.
—Su Santidad —dijo finalmente el Moro—. Estoy seguro de que mi sobrino daría su consentimiento a la nulidad si ésta se basara en la no culminación del matrimonio.
Alejandro apoyó la mano sobre el hombro de Ludovico. —Ludovico, amigo mío —dijo—. Ya hace tiempo que deberíamos haber resuelto este desagradable asunto... Mucho me temo que ningún tribunal eclesiástico concedería la anulación con una conjetura tan descabellada como único argumento.
—Siempre podríais redactar una bula —sugirió el Moro, apenas en.
un susurro.
Alejandro asintió. —Así es —dijo—. Podría hacerlo... Si Lucrecia no fuera mi propia hija. —El papa miró fijamente a el Moro—. El único argumento posible es la impotencia.
Lucrecia está dispuesta a atestiguarlo.
Giovanni, indignado, se levantó bruscamente de su asiento. La cólera encendía su rostro.
—Miente —exclamó—. No soy impotente y nunca admitiré lo contrario.
Ludovico se volvió hacia su sobrino.
—Siéntate, Giovanni —le ordenó con severidad—. Estamos aquí para encontrar el modo de complacer al Santo Padre.
El Moro necesitaba el apoyo de Alejandro, pues Milán podía ser invadida en cualquier momento por las tropas del rey de Francia y, para evitarlo, necesitaba la ayuda de los ejércitos del papa y sus aliados españoles.
—Creo que tengo una posible solución —intervino César—. Ya que Lucrecia sostiene una cosa y Giovanni otra, propongo que se realice una prueba para ver quién dice la verdad. Podríamos reunir a los miembros de ambas familias en una amplia sala. En el centro colocaríamos una cama con una bella cortesana; una mujer sana y entusiasta, por supuesto. Si realmente no es impotente, Giovanni podrá demostrar fácilmente su hombría.