Cuando todavía no era más que un bebé, su padre solía sentarla sobre su regazo y contarle maravillosas leyendas sobre los dioses y los titanes del Olimpo. Y entonces ella pensaba que su padre era como Zeus, el más grande de todos los dioses. ¿Acaso no era su voz el trueno? ¿Acaso no eran sus lágrimas la lluvia? ¿Acaso no era su sonrisa el sol que brillaba en su cara? ¿Acaso no era ella entonces Atenea, la hija de Zeus, o Venus, la diosa del amor? Y cuando su padre le leía la historia de la creación con gestos elocuentes de las manos y palabras llenas de luz, entonces, ella era Eva, tentada por la serpiente, y también era la Virgen María, la madre del hijo de Dios.
En los brazos de su padre Lucrecia se había sentido libre de todo peligro, se había sentido fuera del alcance del diablo. Y por eso nunca había temido la muerte. Porque estaba segura de que estaría a salvo en los brazos del Padre Celestial, igual que lo estaba entonces en los brazos de su padre. Pues ¿acaso no eran lo mismo?.
Y había hecho falta que portara el velo negro de una viuda para que el velo de la ilusión dejara de ocultar la realidad a sus ojos.
Pues al besar los labios fríos de su esposo había sentido por primera vez el vacío de la muerte y había comprendido que la vida era sufrimiento y que ella también moriría. Ella y su padre y César; todos compartirían el mismo final. Hasta ese momento, en su corazón, todos sus seres queridos habían sido inmortales y ahora lloraba por todos ellos.
Eran muchas las noches durante las que no conciliaba el sueño. De día, pasaba las horas vagando sin rumbo por sus aposentos, incapaz de encontrar un solo momento de paz. Las sombras del miedo y la duda parecían haberla seducido e, igual que cuestionaba todo aquello en lo que había creído, Lucrecia no tardó en cuestionar su fe.
—¿Qué me está pasando? —le preguntó, asustada, a Sancha un día, cuando el dolor y la desesperación ya ni siquiera le permitieron levantarse del lecho.
Sentada al borde de la cama, Sancha mesó el cabello de Lucrecia y se inclinó para besarle la frente.
—Te estás dando cuenta de que no eres más que un peón que tu padre mueve a su antojo —le dijo a su cuñada—. De que eres como esos feudos que tu hermano conquista para la mayor gloria de los Borgia. Y ésa es una verdad difícil de aceptar, querida Lucrecia.
—Eso no es cierto —protestó Lucrecia—. Mi padre siempre se ha preocupado por mi felicidad.
—¿Siempre? —preguntó Sancha—. Sinceramente, yo nunca lo he visto. Pero da igual. Ahora, lo importante es que te recuperes. Debes ser fuerte, pues tus hijos te necesitan.
—Dime, Sancha —dijo Lucrecia—. ¿Es bondadoso contigo tu padre? ¿Te trata como mereces?.
—No es ni bondadoso ni cruel —dijo ella tras un largo silencio—, pues has de saber que mi padre perdió la razón cuando los franceses invadieron Nápoles. Y, aun así, puede que ahora sea más piadoso que antes. Vive en una torre del palacio. Todos intentamos cuidarlo. Hay noches en que sus gritos dementes resuenan por todo el palacio. "Oigo a Francia —grita—. Los árboles y las rocas llaman a Francia."
—
Y, a pesar de su demencia, es más bondadoso que el sumo pontífice. Pues, incluso antes de enfermar, yo ya no compartía su mundo ni él era todo lo que había en el mío. Tan sólo era mi padre, y mi amor por él no me hacía más débil.
Lucrecia rompió a llorar de nuevo, pues sabía que Sancha decía la verdad. Aferrada a las sábanas, intentaba recordar cuándo había cambiado su padre.
Su padre siempre hablaba de un Dios misericordioso y alegre, pero, como sumo pontífice, servía a un Dios vengativo, a un Dios despiadado. Lucrecia no podía entender cómo ese Dios permitía que hubiera tanto dolor en el mundo.
Y fue entonces cuando empezó a dudar de la sabiduría de su padre. ¿De verdad eran ciertas sus enseñanzas? ¿De verdad era la palabra de Dios aquello por lo que luchaba su padre? ¿De verdad era su padre el vicario de Cristo en la tierra? ¿De verdad eran todos sus deseos los deseos de Dios? Pues el Dios bondadoso que vivía en el corazón de Lucrecia no se parecía al Dios vengativo cuya voz oía su padre.
No había pasado un mes aún desde la muerte de Alfonso, cuando el sumo pontífice empezó la búsqueda de un nuevo esposo para Lucrecia. Aunque a ella pudiera parecerle una decisión cruel, Alejandro debía asegurarle una posición, pues no deseaba que, cuando él muriera, su hija se viera obligada a mendigar comida en platos de barro.
Ese día, Alejandro mandó llamar a Duarte para estudiar a los posibles pretendientes.
—¿Qué te parece Luis de Ligny? —le preguntó el Santo Padre a su consejero—. Después de todo, se trata de un primo del rey de Francia.
—No creo que Lucrecia lo encuentre aceptable, Santidad —contestó Duarte con sinceridad.
Alejandro le envió una carta a su hija a Nepi. Lucrecia no tardó en responderle. "No viviré en Francia", decía la escueta misiva.
El siguiente candidato era Francisco Orsini, el duque de Gravina. "No deseo desposarme con ningún hombre", decía la segunda misiva de Lucrecia.
Cuando Alejandro le envió otra carta preguntando por sus razones, la respuesta de Lucrecia fue igual de rotunda: "Todos mis esposos son desafortunados. No deseo que la desdicha de otro hombre pese sobre mi conciencia."
El papa volvió a llamar a Duarte.
—No sé qué hacer, amigo mío —le dijo a su consejero—. No consigo hacer entrar en razón a mi hija. No se da cuenta de que yo no viviré para siempre. Y, cuando yo muera, sólo quedará César para cuidarla.
—Lucrecia parece confiar en Jofre y en su esposa Sancha, Su Santidad —intervino Duarte—. Puede que sólo necesite algo más de tiempo para recuperarse de su dolor. Decidle que vuelva a Roma. Así podréis explicarle vuestros sentimientos cara a cara. Todavía hace muy poco tiempo que el joven Alfonso pasó a mejor vida. Además, Nepi está demasiado lejos de Roma.
Las semanas transcurrían lentamente mientras Lucrecia intentaba recuperarse de su dolor y encontrar una razón por la que seguir viviendo. Una noche, Jofre entró en su cámara y se sentó junto a su hermana. Aunque era tarde, ella leía, incapaz de conciliar el sueño.
Jofre llevaba el cabello rubio oculto bajo un sombrero de terciopelo verde. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Esa noche, después de la cena, se había retirado pronto a descansar, por lo que a Lucrecia le sorprendió verlo de esa manera, como sí estuviera a punto de salir. Pero su hermano empezó a hablar antes de que ella pudiera preguntarle por su atuendo.
—He cometido un terrible pecado, hermana mía —empezó a decir Jofre, luchando por pronunciar cada palabra—. Sólo yo lo conozco. Sé que ningún Dios me perdonaría por lo que he hecho. Sé que nuestro padre jamás me perdonaría y, aun así, yo nunca lo he juzgado a él por sus pecados.
Lucrecia se incorporó en el lecho. Tenía los ojos hinchados por el llanto.
¿Perdonarte? De los cuatro hermanos tú siempre fuiste el que menos cariño recibió y, aun así, eres el más dulce de todos nosotros.
Al mirarlo a los ojos, Lucrecia vio la lucha interna en la que se debatía su hermano.
¡Jofre llevaba tantos años deseando compartir su culpa! Y, de todas las personas que lo rodeaban, Lucrecia era en quien mas confiaba.
—No puedo seguir cargando con esta culpa —dijo finalmente él—. Lleva demasiados años conmigo.
Lucrecia cogió la mano de su hermano y, por un momento, el dolor que se reflejaba en la mirada de Jofre hizo que incluso olvidara su propia desdicha.
—Dime, hermano mío, ¿qué es lo que tanto te aflige?
—Me odiarás si te lo digo. Si se lo dijera a cualquiera que no fueras tú, no me cabe duda de que pronto acabarían con mi vida. Pero si no lo comparto con alguien temo volverme loco y, lo que es peor, temo por la salvación de mi alma.
—¿Qué pecado puede ser tan terrible como para hacerte pronunciar esas palabras, hermano mío? —preguntó ella sin ocultar su confusión—. Sabes que puedes confiar en mí. Te juro que tu secreto estará a salvo conmigo, pues nunca saldrá de mis labios.
—No fue César quien mató a nuestro hermano Juan —dijo por fin Jofre con voz entrecortada.
Lucrecia se apresuró a apoyar los dedos de una mano sobre los labios de su hermano.
—No digas más —le suplicó—. No pronuncies las palabras que oigo en mi corazón, pues te conozco desde que eras un bebé. Pero ¿qué podría ser tan querido para ti como para llevarte a cometer un acto tan desesperado? —preguntó tras un largo silencio.
Jofre apoyó la cabeza en el pecho de su hermana.
—Sancha —suspiró mientras Lucrecia lo abrazaba—. Mi alma está unida a la de mi esposa de maneras que a veces ni siquiera yo comprendo. Sin ella, no soy capaz de respirar.
Al pensar en su amor por Alfonso, Lucrecia comprendió lo que quería decir Jofre. Entonces pensó en César. Cuánto debía de haber sufrido. Sintió compasión por todos aquellos cuyo amor no era comprendido.
César tenía que ver a su hermana antes de partir hacia la Romaña. Debía hacerle entender la razón de sus actos, debía pedir su perdón, debía recuperar su amor.
Cuando llegó a Nepi, Sancha intentó impedirle el paso, pero él la apartó de su camino y entró en los aposentos privados de su hermana.
Lucrecia estaba sentada, interpretando una triste melodía en un laúd. Al ver a César, sus dedos se congelaron en las cuerdas del instrumento y las notas de su canción se detuvieron en el aire.
César se arrodilló delante de ella y apoyó las manos en sus rodillas.
—Maldigo el día en que nací por haber sido la causa de tu desdicha —exclamó—. Maldigo el día en que supe que te amaba más que a mi propia vida. Necesitaba verte antes de acudir al campo de batalla, pues sin tu amor no existe guerra que merezca ser librada.
Lucrecia apoyó una mano sobre la cabeza de su hermano y le alisó el cabello hasta que él reunió el valor necesario para mirarla.
—¿Podrás llegar a perdonarme algún día? —preguntó César.
—¿Cómo no iba a perdonarte? —contestó ella con dulzura. Los ojos de César se humedecieron.
—Entonces, ¿no he perdido tu amor? ¿Me sigues amando más que a nadie en este mundo?.
Lucrecia suspiró.
—Te quiero, hermano mío, pues tú también eres un peón en manos del destino —dijo finalmente—. Y por eso me compadezco de los dos.
César se levantó, confuso por las palabras de Lucrecia. Y, aun así, agradeció su perdón.
—Ahora que he vuelto a verte, he recuperado la paz necesaria para acudir a la lucha y conquistar nuevos territorios para la gloria de Roma.
—Ve con cuidado, César —le dijo su hermana—, pues no podría soportar la pérdida de otro ser querido.
Cuando César la abrazó, a pesar de todo lo que había ocurrido, ella se sintió en paz entre los brazos de su hermano.
Yahlo he prometido —dijo él. Lucrecia sonrió.
—Con la ayuda de Dios, pronto volveremos a reunirnos en Roma —dijo.
Lucrecia pasó los meses siguientes dedicada a sus hijos y a la lectura.
Leyó las vidas de santos, de héroes y heroínas y estudió a los grandes filósofos. Llenó su mente de sabiduría hasta que, finalmente, comprendió que todo se reducía a una pregunta.
¿Viviría la vida o se la quitaría? Pero si vivía, ¿encontraría algún día la paz que ansiaba? Se había jurado que, por muchas veces que su padre la desposara, nunca volvería a amar a otro hombre como había amado a Alfonso.
Para encontrar la paz, antes debía perdonar a todos aquellos que habían sido injustos con ella, pues si no lo hacía, la cólera de su corazón le robaría su libertad.
Habían pasado tres meses desde su llegada a Nepi cuando volvió a abrir las puertas del palacio para escuchar los ruegos y las quejas de sus súbditos, intentando servir con justicia tanto a los pobres como a aquellos que portaban monedas de oro en sus bolsas. Pues Lucrecia había decidido dedicar su vida a los desamparados, a aquellos que, como ella, sabían lo que era el sufrimiento, a aquellos cuyo destino estaba en manos de otros hombres más poderosos.
Si aprovechaba el poder de su padre y se servía de él en el nombre del bien, igual que su hermano lo empleaba para la guerra, todavía podría encontrar una razón para vivir. Como los santos que entregaban sus vidas a Dios, ella entregaría la suya a los demás, y lo haría con tal devoción que, cuando llegara el día de su muerte, el Padre Celestial la acogería a su lado a pesar de sus muchos pecados.
Y fue entonces cuando el sumo pontífice insistió en que Lucrecia regresara a Roma.
En Roma, las tropas de César estaban listas para emprender la nueva campaña. En esta ocasión, la mayoría de los hombres procedían de Italia y de España. Los soldados de infantería llevaban cascos de metal y jubones púrpura y dorados sobre los que había sido bordado el escudo de armas de César. Al frente de la infantería cabalgaban capitanes españoles de contrastado valor y veteranos condotieros, entre los que estaban Gian Baglioni y Paolo Orsini. César había nombrado comandante en jefe a Vito Vitelli, quien aportaba veintiún poderosos cañones al ejército pontificio. En total, César contaba con dos mil doscientos soldados a caballo y cuatro mil trescientos soldados de infantería. Además, Dion Naldi, el antiguo capitán de Caterina Sforza, se había unido al ejército de César con un poderoso contingente de hombres.
El primer objetivo era la ciudad de Pesaro, que aún gobernaba el primer esposo de Lucrecia, Giovanni Sforza, a quien Alejandro había excomulgado al descubrir que estaba negociando con los turcos para defenderse de las tropas pontificias.
Al igual que en Imola y en Forli, los súbditos de Giovanni Sforza no parecían dispuestos a sacrificar sus vidas y sus posesiones para defender a su señor. Al saber que las— tropas pontificias— se acercaban, algunos de los hombres más distinguidos de Pesaro secuestraron a Galli, el hermano de Giovanni. Temeroso de enfrentarse con su antiguo cuñado, Giovanni huyó a Venecia.
César entró en Pesaro seguido de ciento cincuenta hombres con uniformes rojos y amarillos. Bajo la lluvia, fue aclamado por los ciudadanos, que se apresuraron a hacerle entrega de las llaves de la plaza. César era el nuevo señor de Pesaro.
Y fue así como César ocupó sin lucha la fortaleza de los Sforza y se instaló en los mismos aposentos donde había vivido Lucrecia. Durante dos noches durmió en su lecho, soñando con su amada hermana. El tercer día, antes de continuar su marcha, confiscó los setenta cañones con los que contaba el arsenal de Pesaro, y los incorporó a la poderosa artillería de Vitelli.