Alejandro contempló a su hijo con admiración.
—¿Por qué sonreís, padre? —preguntó César—. ¿Os parece gracioso? ¿Acaso no lo creéis posible? Los ojos del sumo pontífice brillaban, divertidos.
—Desde luego, resulta gracioso, y también es posible —dijo—. Sonrío porque también se ajustaría a la imagen que el pueblo tiene de mí. Sonrío porque acabo de firmar una bula en la que me refiero al niño como "infans romanus" y declaro mi paternidad, aunque, por supuesto, tampoco deseo revelar el nombre de la madre.
Alejandro y César se abrazaron y rieron con sonoras carcajadas. Dado que la bula todavía no se había hecho pública, se decidió que la paternidad de César era la solución más adecuada. El mismo día del nacimiento del niño, el sumo pontífice firmaría una nueva bula en la que se haría saber que César era el padre del "infans romanus". En cuanto a la bula original, permanecería oculta en algún cajón olvidado del Vaticano.
Lucrecia dio a luz un niño varón sano que fue apartado inmediatamente de su lado. Se había dispuesto que, cuando hubiera pasado suficiente tiempo, ella lo reclamaría en su calidad de tía y el niño pasaría a vivir con su verdadera madre. Pero aún quedaba un detalle por resolver.
En sus aposentos privados una hora antes de la medianoche, el papa lo abrazó, como si de un hermano se tratara, antes de explicarle lo que requería de él.
—Es un joven español de noble comportamiento —dijo finalmente Alejandro—. Y, aun así...
—No es necesario que digáis nada más —lo interrumpió don Michelotto, llevándose un dedo a los labios—. Si ese joven tiene el corazón tan noble como decís, sin duda encontrará abiertas las puertas del cielo.
—He pensado en la posibilidad del destierro —dijo Alejandro—, pues me ha servido con fidelidad, pero no podemos saber a qué tentaciones se enfrentará en el futuro, y una simple indiscreción por su parte podría ser el final de los Borgia.
—Es el deber del Santo Padre alejarlo de cualquier tentación y es mi deber ayudar a cumplir los deseos de la Iglesia.
—Gracias, amigo mío... Mostraos bondadoso con él, pues realmente es un joven de noble espíritu y no podemos reprocharle que se haya dejado seducir por los encantos de una mujer.
Don Michelotto besó el anillo del sumo pontífice antes de retirarse.
Esa misma noche, don Michelotto cabalgó a través de amplias llanuras y abruptas colinas, hasta llegar a las dunas de Ostia, desde donde podía verse la pequeña cabaña con su extensa huerta: fila tras fila de tubérculos, vegetales de extraño aspecto, flores exóticas y arbustos cubiertos de bayas negras y moradas.
Encontró a la anciana detrás de la cabaña. Terriblemente encorvada, apoyaba el peso de su cuerpo sobre un bastón de madera de espino.
Al oír llegar a don Michelotto, la anciana levantó el bastón y lo miró con los ojos entornados.
—Necesito vuestra ayuda, Noní —dijo él con voz tranquilizadora.
—Marchaos —replicó la anciana—. No os conozco.
—Noní —repitió él, acercándose unos pasos a la anciana—. Las nubes son espesas esta noche. Me envía el Santo Padre...
La anciana sonrió.
—Así es, Noní —dijo él con una carcajada—. Así es. Necesito vuestra ayuda para salvar el alma de un hombre.
Don Michelotto, bajo y fornido, se agachó para ayudar a la anciana con su cesto de mimbre, pero ella se apartó con un gesto brusco.
—Dime, ese hombre del que me hablas, ¿es un hombre de corazón oscuro al que quieres enviar al infierno o acaso es un hombre de alma pura que tan sólo se interpone en el camino de la Iglesia?.
—Es un hombre que encontrará abiertas las puertas del cielo. La anciana asintió y le hizo un gesto a don Michelotto para que la acompañase. Una vez en el interior de la cabaña, Noní palpó varios de los manojos de hierbas que colgaban en la pared antes de decidirse por uno.
—Lo sumirá en un sueño profundo —dijo—. Pero será un sueño dulce, sin sufrimiento. —Roció el manojo con agua bendita y se lo ofreció a don Michelotto—. Ahora, además, será un sueño bendito —dijo.
Mientras observaba alejarse a don Michelotto, Noní inclinó la cabeza y se santiguó.
En la barriada del Trastevere, el dueño de una oscura taberna intentaba despertar a un cliente ebrio. Era la hora de cerrar. El joven cliente apoyaba la cabeza sobre los brazos cruzados, igual que llevaba haciéndolo desde que su compañero de mesa se había marchado hacía ya más de una hora.
El tabernero lo agitó por los hombros. La cabeza del joven golpeó la mesa, pero no se despertó. Tenía la cara azul y los labios amoratados, pero lo peor era su lengua, tan hinchada que sobresalía de la boca, confiriéndole el grotesco aspecto de una gárgola.
Los alguaciles apenas tardaron unos minutos en llegar, pero el tabernero no recordaba el aspecto del hombre que había estado bebiendo con el joven. Tan sólo recordaba que era bajo y fornido; podría ser cualquiera.
Todo lo contrario que el joven y apuesto rubio. Varios vecinos lo reconocieron. Era Pedro Calderón, el español al que todos conocían como "Perotto".
El mismo día que coronó al nuevo rey de Nápoles, César recibió un mensaje urgente de su hermana. Lucrecia le pedía que se reuniera con ella en "Lago de Plata", pues debían hablar antes de su regreso a Roma.
Esa misma noche, César asistió al opulento banquete con el que se celebraba la coronación. Toda la nobleza de Nápoles había acudido para conocer al hijo del papa, incluidas las más hermosas damas de la corte que, fascinadas por su apuesto porte y su amable disposición, no le dejaban un solo momento de respiro.
También estaban presentes su hermano Jofre y su cuñada Sancha. A César no le había pasado inadvertido que, desde la muerte de Juan, Jofre parecía distinto, más seguro de sí mismo, Se preguntaba si alguien más se habría dado cuenta. Sancha también había cambiado, pues, aunque no había perdido su hábito de coquetear con los hombres, parecía más dispuesta a complacer los deseos de su esposo y menos fogosa que hacía apenas unos meses.
Y fue precisamente Jofre quien presentó a César a un apuesto joven de ojos azules que impresionó favorablemente al cardenal por su inteligencia y sus buenas maneras.
El futuro cuñado de César era de constitución atlética y poseía un rostro tan apuesto y una sonrisa tan radiante que estar en su presencia era como contemplar una bella pintura.
—Es un honor —dijo Alfonso, inclinándose ante el cardenal. Su voz era tan agradable como su aspecto.
El cardenal y el duque pasaron las siguientes dos horas conversando. Ambos jóvenes compartían una inteligencia superior, y el sentido del humor de Alfonso resultaba refrescante. Hablaron de teología, de filosofía y, por supuesto, de política.
—No me cabe ninguna duda de que seréis un esposo digno de mi hermana. Estoy seguro de que Lucrecia encontrará la felicidad a vuestro lado —dijo César a modo de despedida.
—Haré todo lo que esté en mi mano por que así sea —contestó Alfonso.
César anhelaba el momento de reencontrarse con Lucrecia en "Lago de Plata". Hacía meses que no estaban a solas y ahora que su hermana se había recuperado del parto, ansiaba volver a compartir su lecho.
Mientras cabalgaba a su encuentro, se preguntó qué querría decirle Lucrecia. César no tenía noticias de su padre desde hacía varias semanas, por lo que debía tratarse de algún asunto personal.
Al llegar a "Lago de Plata", permaneció unos minutos contemplando la claridad del cielo, disfrutando de la serenidad del campo, antes de entrar en el palacete. Tras asearse y cambiarse de ropa, se sentó a esperar en uno de los salones mientras bebía una copa de vino.
Habían ocurrido tantas cosas últimamente... Y, aun así, sabía que el futuro todavía le depararía nuevas sorpresas. En cuanto volviera de Florencia, solicitaría del Santo Padre que lo liberase de sus deberes como cardenal. Estaba decidido a renunciar al púrpura. Él había nacido para ser soldado y ya no podía soportar más la hipocresía y frustración que suponían llevar la birreta cardenalicia. Y, aun así, sabía que no sería fácil convencer a su padre y que, con su decisión, aumentaría la tensión que reinaba entre ellos desde la muerte de Juan.
Además, ahora que su hermana iba a desposarse por segunda vez, César debía pensar en su propio futuro. Alfonso era un hombre honorable, un hombre por el que el hijo del papa había llegado a sentir un sincero afecto, y, aun así, aunque deseara lo mejor para su hermana, no podía evitar sentir celos de él. Pronto, su hermana tendría nuevos hijos, hijos a los que podría amar abiertamente. En cambio, la condición de César convertiría a sus hijos en bastardos.
Intentó tranquilizarse, recordándose a sí mismo que los esponsales entre Lucrecia y Alfonso serían ventajosos para Roma. Y, aun así, cada vez sentía mayor angustia. ¿Por qué no podía él elegir su propio futuro? ¿Por qué tenía que vivir una vida elegida por otros?.
Su padre siempre había disfrutado de su vida, su misión eclesiástica siempre lo había llenado de satisfacción. Pero la fe de César nunca había sido tan sólida como la de Alejandro. Pasar todas las noches en los brazos de una cortesana distinta ya no le satisfacía; anhelaba algo más. Hasta su hermano Jofre parecía feliz con Sancha, a pesar de sus muchos excesos. Y, desde luego, Juan había disfrutado de una vida plena, una vida de libertad, de riquezas y privilegios, hasta que había encontrado el final que merecía.
Cuando llegó Lucrecia, César se hallaba sumido en un estado de profunda melancolía, aunque todas sus tribulaciones desaparecieron cuando su hermana corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos. Él no notó que Lucrecia había estado llorando hasta que la apartó un poco para poder admirar su belleza.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué te pasa, amor mío?.
—Nuestro padre ha matado a Perotto —dijo ella.
—¿Perotto está muerto? —exclamó César, incapaz de creerlo—. Le dije que se ocultara hasta mi vuelta. ¿Dónde lo encontraron? —preguntó al cabo de unos segundos.
—En el Trastevere —dijo ella al tiempo que volvía a abrazar a su hermano—. Perotto nunca hubiera ido por propia voluntad a un sitio así. Tenía el alma de un verdadero poeta —añadió.
—Su bondad hace que me avergüence de mí mismo —dijo César—. Por grande que sea mi amor por ti, no creo que pudiera haber hecho lo que hizo él. Existen pocos hombres capaces de realizar semejante sacrificio.
Cuando hicieron el amor, el placer que sintieron fue mayor de lo que lo había sido nunca. Después, permanecieron largo tiempo en silencio.
—Nuestro hijo es el ángel más hermoso que haya visto nunca —dijo finalmente Lucrecia—. Es la viva imagen de...
—¿De quién? —preguntó César antes de que ella pudiera terminar. Se había apoyado sobre un brazo y miraba fijamente a Lucrecia.
—Es igual que nosotros —dijo ella, riendo—. Igual que tú y que yo. Creo que seremos felices juntos... Aunque a ojos de los demás, tu hijo nunca pueda ser también el mío —concluyó con tristeza.
—Nosotros sabemos la verdad —dijo él—. Y eso es lo único que importa.
Lucrecia se levantó del lecho y cubrió su desnudez con una bata de seda.
—¿Crees que nuestro padre es un hombre malvado? —preguntó de repente.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de César.
—Hay veces en que ya ni siquiera sé distinguir la maldad —contestó—. ¿Acaso sabes tú lo que es la maldad?.
Lucrecia se volvió hacia su hermano.
—Sí —dijo—. Por mucho que se disfrace, siempre reconozco la verdadera maldad.
Lucrecia regresó a Roma a la mañana siguiente. César permaneció en "Lago de Plata", pues todavía no se sentía capaz de enfrentarse al Santo Padre. Además, ahora que el joven Perotto había muerto, ya no existía ninguna razón para anticipar su retorno.
César cruzó las puertas de Florencia oculto bajo las modestas ropas de un campesino. Parecía haber transcurrido una eternidad desde que había estado en la ciudad, Todavía recordaba aquella vez que había ido a Florencia con su amigo Gio Médicis. Todo había cambiado tanto...
No hacía mucho que Florencia había sido una altiva república, tan orgullosa de su independencia que no permitía que nadie con sangre que no fuera florentina asumiera el gobierno de la ciudad. Aun así, los Médicis, gracias al poder y el dinero que les daba su condición de banqueros, gobernaban la ciudad toscana mediante la influencia que ejercían sobre los representantes electos del pueblo. Así, enriqueciendo a quienes ostentaban los principales cargos del gobierno de la república, Lorenzo el Magnífico había consolidado el poder de los Médicis.
Para el joven César Borgia, que por aquel entonces sólo contaba dieciséis años, había sido una experiencia nueva conocer una ciudad donde el pueblo parecía adorar a su mandatario. Lorenzo Médicis era uno de los hombres más ricos del mundo y también uno de los más generosos, como atestiguaba el hecho de que obsequiara con dotes a las jóvenes más pobres de Florencia para que pudieran encontrar esposo y de que tuviera a numerosos artistas bajo su mecenazgo; incluso el gran Miguel Ángel había vivido de joven en el palacio Médicis, donde había sido acogido como si de un hijo se tratara.
Lorenzo Médicis había comprado libros procedentes de todos los confines del mundo y había encargado que fueran traducidos y copiados para que los estudiosos de toda la península Itálica pudieran acceder a la sabiduría que contenían, y había sufragado cátedras de filosofía y griego en las principales universidades. Sus versos eran aclamados por los críticos más exigentes y sus composiciones musicales eran interpretadas en carnaval. Además, los más afamados artistas de la época compartían su mesa.
Cuando Gio invitó a César al palacio Médicis, a pesar de su corta edad, Lorenzo había tratado al hijo del papa con gran respeto y cortesía.
Pero sus recuerdos más preciados de Florencia eran las historias sobre el ascenso al poder de la familia Médicis, banqueros del papa y de muchos otros monarcas.
Para consolidar su poder, Lorenzo había sufragado todo tipo de festejos para el pueblo. Había hecho escenificar batallas navales en el río Arno, había decorado los comercios de Florencia con el estandarte de los Médicis, había hecho representar dramas musicales en la gran plaza de Santa Croce y había sacado en procesión las reliquias sagradas de la catedral, incluidos un clavo de la cruz, una espina de la corona de Cristo y una astilla del costado del hijo de Dios.