Alejandro lo dispuso todo para entrevistarse con Carlos en los jardines del Vaticano. Sabía que no podía llegar antes que el rey, pues entonces parecería que lo estaba esperando, pero tampoco podía permitir que fuese Carlos quien esperase, pues entonces sería el rey de Francia quien se sentiría humillado. Y, una vez más, el Santo Padre hizo gala de su habilidad diplomática.
Ordenó que lo trasladasen en litera desde el castillo de Sant'Angelo hasta los jardines del Vaticano y, una vez ahí, se ocultó tras unos frondosos arbustos y esperó en silencio hasta que, al ver llegar al rey Carlos, ordenó a sus porteadores que lo llevasen a su encuentro.
Alejandro se presentó ante el rey Carlos tocado con la triple corona de oro de la tiara pontificia y un magnífico crucifijo de oro y piedras preciosas en el pecho.
El rey de Francia era un hombre diminuto, casi enano. Caminaba elevado sobre unas botas con grandes plataformas y en sus ropas no parecía faltar ninguno de los colores del arco iris. Un hilo de saliva le caía del labio inferior.
Decidió a negociar la salvación de Roma.
El sumo pontífice y el joven monarca volvieron a reunirse al día siguiente para plasmar sobre papel los términos del acuerdo. Esta vez, el encuentro tuvo lugar en el palacio del Vaticano, pues Alejandro sabía que el lugar le concedería ciertas ventajas; al fin y al cabo, a ojos de Carlos, se trataba de un lugar sagrado.
Alejandro había insistido en que el preámbulo del acuerdo estuviera redactado de tal manera que Carlos nunca pudiera cuestionar su legítimo derecho a ocupar el solio pontificio. Empezaba diciendo que el rey de Francia siempre permanecería fiel servidor del Santo Padre y, a continuación, pasaban a enumerarse los términos del acuerdo, según los cuales Alejandro proporcionaría libre acceso a las tropas francesas a través de los Estados Pontificios, dando su bendición a la conquista de Nápoles. Como garantía de lo acordado, el papa entregaría a su hijo César como rehén.
Alejandro también entregaría al príncipe Diem como rehén, pues Carlos pretendía valerse de él en su cruzada para sojuzgar la resistencia de los infieles; eso sí, el papa conservaría los cuarenta mil ducados que el sultán de Turquía pagaba todos los años para que su hermano permaneciese cautivo.
El mayor deseo del rey Carlos era que el Santo Padre lo declarase comandante en jefe de las Cruzadas, algo a lo que Alejandro estaba dispuesto a acceder si el rey de Francia le juraba fidelidad y lo reconocía como único y verdadero vicario de Cristo en la tierra. Finalmente, ambos acordaron que así se haría.
Satisfecho con el acuerdo, Carlos se inclinó ante el sumo pontífice y, como era de rigor, besó su anillo antes de jurarle lealtad.
—Juro obediencia a Su Santidad, como antes de mí lo hicieron todos mis antecesores en el trono de Francia. Os reconozco, Santo Padre, como pontífice de todos los cristianos y sucesor de los apóstoles Pedro y Pablo, y pongo todos mis bienes a disposición de la Santa Iglesia de Roma.
Alejandro se levantó y apoyó las manos sobre los hombros del rey Carlos.
—Os concederé tres favores —dijo, tal y como exigía la tradición, pues antes de que un vasallo jurase obediencia a un nuevo señor tenía derecho a esa gracia. Aunque, por supuesto, y para evitar cualquier incidente desagradable, los favores eran negociados con anterioridad.
—Os pido que confirméis a mi familia en todos sus privilegios regíos, que confirméis que somos portadores de la corona por voluntad divina —empezó diciendo Carlos—. Os pido que bendigáis mi expedición a Nápoles y, por último, os pido que invistáis cardenales a tres hombres designados por mi voluntad regia y que permitáis que el cardenal Della Rovere se traslade conmigo a Francia.
Una vez el sumo pontífice hubo accedido a las peticiones del rey Carlos, el monarca francés hizo llamar a un hombre, alto y delgado como un junco, con el rostro alargado y ojos melancólicos.
—Su Santidad, quisiera presentaros a Simón de Pavía, mi astrólogo personal. Debéis estarle agradecido, pues de no ser por su lectura de los astros, no sé si hubiera rubricado este acuerdo desoyendo los consejos del cardenal Della Rovere.
Y así fue cómo, aun estando todo en su contra, Alejandro consiguió negociar una paz satisfactoria para Roma.
Apenas unas horas después, Alejandro mandó llamar a César a sus aposentos para explicarle los términos del acuerdo.
A pesar de la rabia que se había apoderado de él, César se inclinó ante su padre, acatando sus deseos. Sabía que su condición de cardenal y de hijo del sumo pontífice lo convertía en el rehén más deseable. Sabía que su hermano Juan, el duque de Gandía, no podía ocupar su lugar, pues estaba a punto de convertirse en capitán general de los ejércitos pontificios. Lo que le molestaba no era tanto el peligro que iba a correr en su condición de rehén como el hecho de convertirse en un peón sometido al capricho de quienes protagonizaban esta partida de ajedrez.
Alejandro se sentó sobre el magnífico arcón con la tapa primorosamente tallada por Pinturicchio que había a los pies de su lecho. Dentro del arcón guardaba lujosas copas de plata, camisolas de seda y distintos perfumes y esencias; todo lo necesario para recibir a Julia cuando ésta pasaba la noche en sus aposentos privados.
Tu hermano no puede ir como rehén, ya que pronto se convertirá en capitán general de los ejércitos pontificios. Debes ir tú —dijo, consciente del enojo de César—. Anímate, no estarás solo. Diem irá contigo. Además, Nápoles es una ciudad llena de atractivos para un joven de tu condición. —El Santo Padre guardó silencio durante unos instantes.— Sé que no aprecias demasiado a tu hermano Juan —dijo el papa de repente, con una sonrisa comprensiva que invitaba a César a abrirle su corazón.
Pero César conocía sobradamente los trucos de su padre y sabía que éste acostumbraba a ocultar las cuestiones que más le preocupaban bajo una máscara de aparente jovialidad.
—Es mi hermano —dijo César—, y lo amo como tal. César tenía secretos mucho más oscuros que la antipatía que sentía por Juan. —Aunque no puedo negar que, de no ser mi hermano, sería mi enemigo —dijo con una gran carcajada.
Alejandro frunció el ceño con enojo. Sabía que César le ocultaba algo importante.
—¡No vuelvas a decir eso jamás! —exclamó el Santo Padre—. Los Borgia ya tenemos demasiados enemigos como para permitirnos el lujo de enfrentarnos entre nosotros. —Guardó silencio durante unos segundos, intentando contener su ira. Después se levantó y abrazó a César—. Sé que preferirías ser soldado que sacerdote —dijo con suavidad—, pero debes creerme cuando te digo que juegas un papel mucho más importante en mis planes que tu hermano Juan, y sabes de sobra cuánto quiero a tu hermano. A mi muerte, todo se derrumbaría si tú no estuvieras preparado para ocupar el solio pontificio. Porque tú eres el único de mis hijos capaz de tal empresa. Sólo tú tienes la inteligencia, el valor y la tenacidad que se necesita para ser papa. Además, ha habido más de un papa guerrero en la historia de la Iglesia. Tú bien podrías ser el próximo.
—Soy demasiado joven —dijo César sin ocultar su impaciencia—. Para eso tendríais que vivir otros veinte años.
—¿Y acaso lo dudas? —preguntó Alejandro, empujando cariñosamente a César con una mano. Después le dedicó una de esas toscas sonrisas con las que sólo obsequiaba a sus seres más queridos—. ¿Acaso conoces a alguien que disfrute más que yo de un banquete? —preuntó con su profunda voz de barítono—. ¿Conoces a alguien que pueda superarme en una cacería, a alguien que sepa amar con mayor pasión a una mujer? No quiero ni pensar en la cantidad de hijos bastardos que tendría si la ley canónica no impusiera el celibato a los sacerdotes. ¡Sí, viviré otros veinte años y tú serás el próximo papa!
—Preferiría dedicar mi vida a la guerra que a la oración —insistió César—, No puedo evitarlo. Forma parte de mi naturaleza.
—Y lo demuestras sobradamente todos los días —dijo Alejandro con un suspiro—. Pero no debes dudar de mi amor por ti. Eres mi hijo mayor, mi mayor esperanza. Algún día, tú, y no el rey Carlos, serás quien liberará Jerusalén —concluyó el sumo pontífice con sincera emoción.
El arma más poderosa que poseía Alejandro era la capacidad que tenía para imbuir de una sensación de dicha a aquellos a quienes dedicaba su atención, para hacer que cada persona se sintiera como si su bienestar fuese la única preocupación del Santo Padre. Hasta tal punto era capaz de transmitir esa sensación que los hombres que rodeaban a Alejandro a menudo depositaban más esperanzas en el papa que en sí mismos. Igual daba que se tratara de un rey que de su hijo o de uno de sus súbditos, pues mientras Alejandro fuera el sumo pontífice no había nadie que no estuviera sometido a su autoridad.
Las palabras del Santo Padre sumieron a César en una especie de encantamiento. Hasta que la mención de una nueva cruzada rompió el hechizo. Los papas y los reyes siempre se habían valido de las Cruzadas para robarle el dinero a sus súbditos; las Cruzadas tan sólo eran otra posible fuente de ingresos para los poderosos. Y, además, una fuente de ingresos que pertenecía al pasado, El islam se había vuelto demasiado poderoso; incluso amenazaba las fronteras de la propia Europa. Los ejércitos turcos amenazaban con invadir Hungría, y hasta la poderosa Venecia veía amenazadas sus rutas comerciales. De hecho, no era descabellado pensar que los turcos pudieran llegar algún día hasta la propia basílica de San Marcos. Sin duda, el papa Alejandro era demasiado inteligente como para no darse cuenta de todo ello. Además, César sabía que Juan era el favorito de su padre, y era lógico que así fuera, pues Juan poseía la astucia de una mujer artera y el corazón de una cortesana. En ocasiones, hasta el propio César había caído bajo su hechizo; él, que odiaba con toda su alma al cobarde.
—Cuando lideree la cruzada, me haré tonsurar el cráneo —dijo César con sarcasmo, pues era de todos conocido que siempre se había negado a cortarse el pelo al modo de los sacerdotes.
Alejandro sonrió.
—Cuando liberes Jerusalén quizá consigas que la Iglesia renuncie al celibato. Quién sabe... Puede que realmente sea un hábito saludable, pero desde luego resulta poco natural. —Alejandro, pensativo, guardó silencio durante unos instantes.— Quisiera pedirte algo —dijo finalmente—. Cuando acompañes a las tropas francesas, debes cuidar de Diem. Recuerda que es un príncipe y que el sultán de Turquía me obsequia con cuarenta mil ducados al año por mantenerlo lejos de Estambul. No es una suma nada despreciable y si muriera, o si escapase, dejaríamos de recibirla.
—Cuidaré de él. Y también de mí mismo —dijo César—. Confío en que, mientras tanto, mi hermano Juan permanezca en España. No debe enojar al rey Fernando de Aragón, pues, mientras permanezcamos rehenes de las tropas del rey de Francia, estaría poniendo en peligro nuestra seguridad.
—Tu hermano siempre obedece mis órdenes —dijo Alejandro—. Y mis órdenes siempre estarán encaminadas a protegerte, pues de ti depende el futuro de los Borgia.
—Intentaré estar a la altura de lo que se espera de mí —dijo César.
César abandonó Roma antes del alba. Apenas le quedaba tiempo, pues esa misma tarde debía entregarse a las tropas francesas como rehén del rey Carlos.
Con una sola idea en la cabeza, cabalgó por colinas y bosques, rodeado del sonido de los animales nocturnos, hasta que, cuando el alba empezaba a barrer las sombras de la noche, llegó a la pequeña cabaña. Su caballo sudaba abundantemente por el esfuerzo.
—¡Noní! ¡Noní! —gritó, pero nadie le contestó. La huerta estaba desierta. Finalmente encontró a la anciana detrás de la cabaña. Apoyada sobre un bastón de madera de espino, la anciana sostenía un cesto de mimbre lleno de hierbas. Cuando se agachó a recoger algo del suelo, por un instante, César pensó que no lograría mantener el equilibrio. Finalmente, levantó la cabeza con desconfianza, pero sus ojos nublados no le permitieron distinguir al hombre que se había detenido a unos metros de ella. Arrancó un nuevo manojo de hierbas, lo depositó con manos temblorosas en el cesto y se santiguó. Inquieta, se dirigió hacia la cabaña, arrastrando las sandalias por el barro.
—¡Noní! —volvió a llamarla César mientras se acercaba a ella.
La anciana levantó el bastón con gesto amenazador, pero, entonces, sus viejos ojos reconocieron a César.
—Ven. Acércate, hijo mío —dijo con la voz entrecortada por la edad y la emoción—. Deja que te toque.
César abrazó con ternura a la frágil anciana.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó ella.
—Necesito algo que suma a un hombre en un profundo sueño, aunque sin causarle daño.
La anciana sonrió mientras acariciaba la mejilla de César.
—Eres un buen chico, César. Un buen chico —repitió—. No me pides veneno. Desde luego, no te pareces a tu padre...
Y entonces rió y la piel de su rostro se arrugó como si fuera una delgada hoja de pergamino marrón.
César conocía a Noní desde que era un niño. En Roma se decía que Noní había sido la nodriza del papa Alejandro en España y que el Santo Padre sentía tanto afecto por ella que la había traído con él a Roma y le había regalado una modesta propiedad en el campo para que pudiera plantar sus célebres hierbas.
Aunque Noní vivía sola desde que César tenía uso de razón, nunca había tenido ningún percance. Ni siquiera los vándalos de las ciudades, que en ocasiones se adentraban en la campiña para saquear a los campesinos indefensos, se habían atrevido a importunarla. Realmente, resultaba sorprendente que hubiera sobrevivido sola durante todos estos años, aunque se rumoreaba que Noní no gozaba tan sólo de la protección del Santo Padre, pues raro era el día que no se oían extraños ruidos en su cabaña, y no sólo en las noches de luna llena. Lo único que sabía César es que Noní no necesitaba salir en busca de comida pues siempre había algún pequeño mamífero sin vida ante su puerta. El papa Alejandro siempre hablaba de Noní con cariño y con respeto y nunca faltaba a su cita anual con ella, cuando Noní lo bañaba en la pequeña charca de aguas cristalinas que había detrás de la cabaña. Quienes lo habían acompañado en alguna de estas ocasiones afirmaban haber visto una gran espiral de estrellas en el firmamento y haber oído bramidos y salvajes aleteos.
Pero eso no era lo único que se decía.
Alejandro siempre llevaba colgado del cuello un amuleto de ámbar que Noní le había regalado cuando aún era un joven cardenal. César recordaba perfectamente la ocasión en la que su padre extravió el amuleto. Nunca lo había visto tan nervioso. La misma tarde que perdió el amuleto, Alejandro cayó de su montura y se golpeó la cabeza contra el suelo. Permaneció inconsciente hasta que, tras largas horas de búsqueda y fervorosa oración, sus criados encontraron el amuleto extraviado. Alejandro se recuperó y en cuanto tuvo fuerzas para incorporarse ordenó al herrero del Vaticano que engastase el amuleto en una cadena de gruesos eslabones de oro, de tal forma que nunca pudiera extraviarse, pues Alejandro estaba convencido de que el amuleto lo protegía del mal y nadie pudo convencerlo nunca de lo contrario.