—Un ángel —añadió Adriana.
Lucrecia salió al balcón y saludó al gentío que esperaba en la plaza. El pueblo de Pesaro vitoreó a su duquesa, lanzando guirnaldas de flores al aire. Cuando Lucrecia se agachó para recoger una guirnalda del suelo del balcón y se la colocó en la cabeza, la multitud vitoreó su gesto.
La ciudad se llenó de música, de bufones, de juglares y malabaristas y Lucrecia se sintió feliz, rodeada de tantas atenciones. Siempre se había preguntado por qué disfrutaban tanto su padre y sus hermanos de los desfiles por las calles de Roma, pero ese día comprendió su dicha al ser aclamada por los ciudadanos de Pesaro, pues, al ver cómo la vitoreaban todas esas personas, Lucrecia olvidó por completo su desdicha. Puede que, después de todo, su padre tuviera razón y ella hubiera nacido para eso.
Pesaro era una ciudad hermosa rodeada de fértiles campos de olivos, situada a los pies de los majestuosos Apeninos. Por un momento, mientras observaba cómo las montañas abrazaban la ciudad, Lucrecia pensó que podría ser feliz allí; aunque antes debía encontrar el modo de soportar a su esposo.
Era sabido en toda Francia que, además de en la Iglesia, el rey Carlos depositaba su fe en la alineación de los cuerpos celestes, De ahí que su consejero de mayor confianza fuese el cirujano y astrólogo Simón de Pavía, sin cuyas predicciones Carlos nunca se embarcaba en empresa alguna.
Con ocasión del nacimiento del rey Carlos, tras consultar los astros, Simón había proclamado que el joven rey estaba destinado a liderear una nueva cruzada contra los infieles.
La fortuna, además de los recursos de Duarte Brandao, permitió que esa importante información llegara a sus oídos. En cuanto tuvo noticias de ello, el consejero del papa corrió a los aposentos de Alejandro para comunicarle los planes del rey Carlos.
El papa Alejandro estaba sentado frente a su escritorio, firmando documentos oficiales. Al ver entrar a Duarte, sonrió con agrado y ordenó a sus secretarios que abandonaran la sala.
Una vez a solas con el Santo Padre, Duarte se inclinó para besarle el anillo, pero Alejandro retiró la mano con un gesto de impaciencia.
—Puedes reservar el ceremonial para los actos públicos, amigo mío, pues, en privado, el hombre en quien más confío de cuantos me rodean no tiene necesidad de recurrir a tales gestos de respeto. Después de todo, la mutua confianza equipara a los hombres, aun cuando uno de ellos sea el vicario de Cristo. Pues yo, Alejandro, valoro tu lealtad y estimo tu amistad.
Dicho lo cual, el Santo Padre hizo un gesto con la mano, indicándole a su consejero que ocupara un asiento frente a él. Pero Duarte estaba demasiado turbado como para permanecer sentado.
—¿Crees en la influencia de los astros? —preguntó Alejandro tras escuchar lo que tenía que decirle su consejero.
—Lo que yo pueda creer no tiene importancia, Su Santidad.
—Por supuesto que la tiene.
—Sí, creo que la alineación de los astros influye en nuestras vidas.
Alejandro buscó el amuleto de ámbar que siempre colgaba de su cuello y lo frotó con suavidad.
—Todos tenemos algún tipo de superstición —dijo, sonriendo—. En eso, el joven Carlos no es diferente del resto de los hombres. Pero veo en tu rostro que deseas decirme algo más. Adelante, dime lo que estás pensando.
—Creo que sería conveniente ofrecerle un obsequio a Simón de Pavía antes de que tenga lugar la invasión —dijo Duarte apenas en un susurro—. Sería una muestra de nuestra buena voluntad.
—¿En qué suma has pensado? —preguntó Alejandro. Duarte vaciló unos instantes antes de hablar, pues conocía sobradamente la naturaleza frugal del papa cuando se trataba de cualquier cosa que no fuera su familia o el ceremonial de la Iglesia.
—Veinte mil ducados —dijo finalmente.
—Duarte, veinte mil ducados no es un obsequio, es una fortuna —exclamó Alejandro, incapaz de disimular su sorpresa.
Duarte sonrió.
—No debemos flaquear por unas monedas de oro. Tenemos que asegurarnos de que ese astrólogo realice la predicción que más nos convenga, pues el rey de Francia confía ciegamente en él.
El papa reflexionó en silencio durante varios minutos.
—Como siempre, tienes razón, amigo mío —dijo finalmente—. Hazle llegar nuestro obsequio a Simón de Pavía, Al fin y al cabo, la astrología rechaza el don del libre albedrío, por lo que, al interferir en ella, no estaremos yendo en contra de los designios del Sumo Hacedor.
Tras cruzar las fronteras del reino de Francia, Duarte no tardó en llegar a su destino, una modesta cabaña aislada en un bosque, donde encontró a Simón de Pavía retozando con una voluminosa prostituta. Duarte, siempre caballeroso, le dijo a Simón de Pavía que lo esperaría fuera, pues debía transmitirle un mensaje de gran importancia.
Unos minutos después, Duarte ya había hecho entrega de su soborno al astrólogo y cabalgaba de regreso a Roma.
¡Si al menos poseyera el corazón y el alma de un santo en vez de estar dominado por los deseos carnales de un hombre! Pero, por envuelto que pudiera estar Alejandro en intrigas políticas, nunca podía renunciar a determinados placeres. Julia Farnesio, su joven amante, se había ausentado varias semanas más de lo previsto para cuidar de Lucrecia, quien, finalmente, había caído enferma en Pesaro. Una vez recuperada la hija del papa, por alguna razón que Alejandro no alcanzaba a comprender, Julia había decidido visitar a Orso, su joven esposo, en el castillo de Bassanello. Y, por si eso no fuera suficiente, antes iría a Capodimonte, donde vivían su madre y su hermano enfermo.
Al recibir la carta de Julia, Alejandro le había prohibido visitar a su esposo. Pero Julia le había escrito una segunda carta pidiéndole perdón por sus actos, pues estaba decidida a seguir adelante con sus planes. Y, para empeorar todavía más la situación, Adriana iba a viajar con ella a Capodimonte.
Hasta que Alejandro ya no pudo contener más su ira. Pues, si él no podía soportar estar lejos de Julia, ¿cómo es que ella no anhelaba su compañía? El sumo pontífice gritaba a todo aquel que osaba cruzarse en su camino. Por las noches, el anhelo de tocar la mano de Julia, de oler el aroma de su piel, de sentir su cuerpo junto al suyo, le impedía conciliar el sueño. Finalmente, una noche, desesperado, Alejandro se arrodilló frente al altar de su capilla y rogó a Dios que lo liberase de sus apetitos carnales. Cuando el cardenal Farnesio intentó razonar con él, explicándole que su hermana no tenía otra alternativa que obrar como lo había hecho, pues Orso, que al fin y al cabo era su esposo, le había ordenado que acudiera junto a él, el papa Alejandro contestó con un sonoro "¡Ingrazia!".
Durante días, caminó sin rumbo de un lado para otro, enumerando una y otra vez los numerosos vicios de Julia, de su esposo y del propio cardenal Farnesio. Los excomulgaría a los tres, Pagarían su traición con el infierno.
Pero fue precisamente el joven Orso quien alivió la angustia del papa, pues, al tener noticias de la ira de Alejandro, temiendo perder sus privilegios, ordenó a su esposa que regresara de inmediato a Roma. Julia, por supuesto, obedeció las órdenes de su esposo.
Cuando el ejército del rey Carlos atravesó los Alpes, adentrándose en la península Itálica, el cardenal Della Rovere se puso al servicio del rey invasor e intentó convencerlo de las ventajas de atacar al papa Alejandro en vez de dirigir a sus tropas contra los turcos.
Ni Milán ni Bolonia ni Florencia intentaron impedir el avance de las tropas francesas.
Mientras tanto, el papa Alejandro se preparaba para defender Roma del invasor. Había depositado el mando de sus ejércitos en Virginio Orsini, capitán general del rey Ferrante y principal valedor de Alejandro ahora que había demostrado su buena fe pagando los tributos debidos por las tres fortalezas de las afueras de Roma. Además, Alejandro sabía que Virginio contaba con más de veinte mil hombres a su mando y que la fortaleza de Bracciano era prácticamente inexpugnable.
Pero las semillas de la traición y la codicia pueden germinar en el corazón del más valeroso de los hombres.
Duarte Brandao se presentó inesperadamente ante el papa.
—Su Santidad, acabo de saber que Virginio Orsini se ha vendido al invasor.
—Debe de haber perdido la razón —dijo Alejandro al oír la noticia.
Duarte, cuya compostura era legendaria, parecía consternado.
—No te preocupes, amigo mío —dijo finalmente Alejandro—. Sólo precisamos de un cambio de estrategia. En vez de vencer al rey de Francia mediante la fuerza, debemos mostrarnos más inteligentes que él.
—Mucho me temo que ésa no es la única noticia inquietante de la que soy portador, Su Santidad —dijo Duarte—. Las tropas francesas han hecho prisioneras a Julia y a Adriana. Ahora mismo están cautivas en el cuartel general de la caballería francesa.
La ira contrajo el semblante del papa. El sumo pontífice guardó silencio durante varios minutos, enfrentándose a la pesadumbre y al temor que lo invadían.
—La derrota de Roma sería una tragedia, Duarte, pero si mi amada Julia sufriera algún daño... No tengo palabras —dijo finalmente—.
Debemos hacer todo lo necesario para garantizar su inmediata liberación. Los franceses sin duda pedirán un rescate.
—¿Qué condiciones estamos dispuestos a aceptar? —preguntó Duarte.
—Paga lo que te pidan —dijo Alejandro—, pues lo que el rey Carlos tiene en sus manos es mi corazón, toda mi vida.
Los franceses no sólo gozaban de fama por su valor en el campo de batalla, sino también por su cortesía. Al capturar a Julia Farnesio y a Adriana Orsini, dejaron en libertad a los criados que las acompañaban y agasajaron a las dos damas con todo tipo de manjares y entretenimientos. Al tener conocimiento de lo ocurrido, el rey Carlos ordenó que se procediera a fijar el rescate de inmediato para que las prisioneras pudieran ser liberadas cuanto antes.
—¿Qué rescate debemos exigir, majestad? —preguntó el general de caballería.
—Tres mil ducados —dijo el rey.
—Pero... El papa Alejandro pagaría cincuenta veces esa suma —protestó el general.
—Estamos aquí para ganar el trono de Nápoles, general, y eso está muy por encima de cualquier rescate... —le recordó el rey.
Tres días después, Julia Farnesio y Adriana fueron escoltadas hasta Roma por cuatrocientos soldados del rey de Francia.
Alejandro, incapaz de contener su alegría, las recibió a las puertas de la ciudad. Más tarde, en sus aposentos, daga y espada al cinto, con una capa negra brocada en oro y relucientes botas de cuero de Valencia, el Santo Padre le hizo el amor a Julia y, por primera vez desde la marcha de su amante, se sintió en paz.
El papa Alejandro sabía que sin las fortalezas de Virginio Orsini jamás podría contener el avance de los ejércitos franceses. Con la naturaleza previsora que lo caracterizaba, al ser elegido papa, Alejandro se había preparado para una posible invasión extranjera. Así, había encargado la construcción de un pasadizo secreto que uniera el Vaticano con la única fortaleza de Roma que podía brindarle la protección necesaria, y había abastecido la fortaleza con agua y alimentos suficientes como para resistir un invierno entero al invasor; ahora se disponía a hacerlo.
Bajo la atenta mirada de Duarte Brandao y de don Michelotto, Alejandro ordenó a sus criados que reunieran sus bienes más valiosos —la tiara de oro, las joyas papales, reliquias, ropajes, cofres y tapices—, y los llevaran al castillo de Sant'Angelo, adonde él mismo se trasladaría con su familia, incluida Vanozza, la madre de sus hijos.
Demostrando gran sensatez, el cardenal Farnesio había sacado a su hermana Julia de Roma, evitando así el desasosiego del papa, pues el enfrentamiento entre las dos mujeres podría darle más quebraderos de cabeza que la mismísima invasión de Roma, ya que, aunque Vanozza aceptara a Julia, a quien nunca había tomado demasiado en serio, Julia sentía celos de la mujer que le había dado cuatro hijos al papa.
El día de Navidad, el papa ordenó a las tropas de Nápoles que habían acudido a Roma en su ayuda que abandonaran la ciudad de manera inmediata. No eran suficientes hombres como para detener a las tropas francesas, y Alejandro temía que su presencia convirtiera Roma en una ciudad hostil a ojos del invasor, lo cual podría incitar a Carlos a saquear la ciudad.
—Quiero que le hagas llegar un mensaje al rey Carlos —le dijo Alejandro a Duarte—. Hazle saber que lo acogeremos amistosamente cuando atraviese Roma en su camino hacia Nápoles.
—¿Cuando atraviese Roma? —preguntó el consejero del papa, frunciendo el ceño.
—Sólo es una forma de hablar —respondió Alejandro—. Aunque no estoy seguro de que el buen rey Carlos se conforme con eso —añadió sin ocultar su preocupación.
Mientras la nieve cubría la ciudad con un manto gris, Alejandro y su hijo César observaron, atribulados desde la fortaleza, cómo las tropas francesas desfilaban en ordenadas columnas por las calles de Roma.
Soldados suizos armados con lanzas de tres metros, gascones con ballestas y arcabuces, mercenarios alemanes con hachas y picas y jinetes de la temible caballería ligera recorrieron las calles de Roma seguidos de soldados de infantería armados con espadas y mazas de hierro y de una fila tras otra de artilleros franceses con gigantescos cañones de bronce.
El papa Alejandro había ordenado que se preparara todo lo necesario para recibir al rey Carlos y había dispuesto cientos de criados para agasajar al joven monarca. Carlos correspondió la hospitalidad del papa prohibiendo a sus tropas todo acto de pillaje bajo pena de muerte.
Mientras Carlos disfrutaba de su "visita" a Roma y de la hospitalidad del papa, Della Rovere y su grupo de cardenales disidentes se disponían a Convocar urgentemente un concilio ecuménico.
Mientras tanto, Alejandro envió a uno de sus cardenales más fieles para que lo defendiera ante el rey Carlos de los cargos de simonía de los que lo acusaba Della Rovere y, finalmente, Carlos se mostró más inclinado a creer en los argumentos del emisario del papa que a dejarse llevar por la crispación de Della Rovere.
Algunos días después, el rey de Francia envió un mensaje lacrado al papa.
Alejandro respiró hondo mientras desenrollaba el pergamino. Después leyó la misiva cuidadosamente. Era una petición. El rey Carlos quería entrevistarse personalmente con él.
Alejandro había conseguido su objetivo. Su estrategia había funcionado y, ahora, existía la posibilidad de negociar ventajosamente una situación que hasta hace apenas unos días sólo podía describirse como trágica. Aun así, a pesar de la cortés petición del rey, el papa sabía que debía demostrar un aire de superioridad frente al joven monarca francés, pues, aunque no debía parecer arrogante, tampoco podía permitir que el rey Carlos advirtiese el alivio que le había producido su misiva.