Los Borgia (11 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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Los dos embajadores besaron el anillo del papa y se retiraron.

—¿Qué os parece la decisión que he tomado? —les preguntó el papa a sus hijos una vez que los dos hombres hubieron partido.

—Creo que los portugueses han recibido menos territorios, padre —dijo César.

El rostro de Alejandro se iluminó con una sonrisa maliciosa.

—No debes olvidar que ha sido el rey Fernando de España quien ha solicitado nuestra mediación, hijo mío. Además, nosotros somos españoles —dijo el papa Alejandro—. Y, sobre todo, no debes olvidar que el reino de España es el más poderoso de cuantos hay en el mundo. Si las tropas del rey de Francia intentan cruzar los Alpes con el apoyo del cardenal Della Rovere, sin duda necesitaremos de la ayuda española. Además, los portugueses tienden a producir recios navegantes, pero nunca han destacado por la fortaleza de sus ejércitos.

Antes de que sus hijos se retirasen, Alejandro apoyó una mano en el hombro de Juan y dijo:

—Hijo mío, en vista del éxito de nuestra mediación, será necesario adelantar tus esponsales con María Enríquez. Debes prepararte para viajar a España de manera inminente. Te pido que no ofendas al rey Fernando, pues he necesitado de toda mi capacidad diplomática para asegurar esta alianza. Debemos dar gracias al Señor todos los días por la buenaventura de nuestra familia, por la oportunidad que nos ha ofrecido para extender la palabra de Cristo por el mundo, fortaleciendo así el papado por el bien de las almas cristianas.

Juan fue a España para familiarizarse con su futura familia antes de volver a Roma para celebrar los esponsales en "Lago de Plata". Al llegar, fue recibido en Barcelona por la familia Enríquez.

Aquella noche, Alejandro se puso su mejor camisola de seda para recibir a su amante, Julia Farnesio. Mientras su ayuda de cámara lo bañaba y le lavaba el pelo con jabones perfumados, Alejandro se sorprendió a sí mismo sonriendo al imaginar el dulce rostro de Julia contemplándolo con admiración y con lo que él creía que era sincero aprecio.

Aunque resultaba sorprendente que una joven de la belleza y el encanto de Julia pudiera sentirse cautivada por un hombre cuyos mejores años hacía tiempo que habían pasado, el papa Alejandro lo aceptaba como uno más de los misterios de la vida. Era consciente de que su poder y sus favores podían inspirar cierta devoción, ya que esa relación redundaba en beneficio de la condición y la riqueza de la familia de Julia, pero, en su corazón, Alejandro sentía que había algo más. Pues, cuando hacían el amor, era como si recibieran un regalo divino. La inocencia de Julia resultaba cautivadora y su necesidad de complacer y la curiosidad con la que se entregaba a todo tipo de experiencias carnales hacían de ella una mujer especialmente atractiva.

Alejandro había estado con cortesanas que conocían todos los secretos del placer, pero la manera en la que Julia se entregaba a él era la de una chiquilla traviesa y, aunque el papa no pudiera decir que su relación con Julia fuese la más apasionada que había tenido, compartir su lecho con ella le brindaba una inmensa satisfacción.

Esa noche, Julia llevaba un vestido de terciopelo púrpura y lucía sobre el pecho el sencillo collar de perlas que le había regalado Alejandro la primera vez que había compartido su lecho.

Julia empezó a desnudarse mientras Alejandro la observaba, sentado al borde de la cama. Se acercó a él en silencio y le dio la espalda.

—¿Podríais levantarme el cabello? —preguntó.

Alejandro sujetó el largo cabello de Julia e inspiró su olor a lavanda. Cuando el vestido cayó al suelo, ella se volvió y levantó la cabeza para que la observara. Las formas de su cuerpo eran aún más delicadas que las de Lucrecia. Rodeó el cuello de Alejandro con ambos brazos y, cuando él se levantó de la cama, la elevó consigo del suelo, pues Julia apenas superaba la estatura de Lucrecia.

—Mi dulce Julia —dijo el Sumo Pontífice—. Llevo horas anhelando tu presencia. Sujetarte entre mis brazos me brinda tanto placer como los santos sacramentos; aunque sería un sacrilegio admitir esa verdad ante cualquier otra persona que no fueses tú, mi dulce chiquilla.

Julia sonrió y se tumbó junto al papa sobre las sábanas de satén.

—He recibido un mensaje de Orso —dijo—. Quiere venir a verme.

Alejandro intentó disimular su malestar. Era una noche demasiado hermosa para enojarse.

—Me temo que la presencia de tu joven esposo todavía es necesaria en Bassanello. Es posible que lo necesite para liderear uno de mis ejércitos.

Y aunque el tono de su voz era frío, o precisamente por ello, Julia supo que el papa estaba celoso. Para reconfortarlo, se inclinó sobre él y lo besó con pasión, Julia tenía los labios dulces y fríos de una mujer joven. Alejandro siempre la trataba con ternura, dejando a un lado la búsqueda de su propio placer para poder deleitarse en la contemplación del placer de su joven amante. Así, Alejandro evitaba entregarse por completo a su pasión, pues, de hacerlo, su ardor podría asustarla y, entonces, el placer los eludiría a ambos.

—¿Os complacería tomarme yaciendo boca abajo? —se ofreció ella.

—Tengo miedo de hacerte daño —dijo él—, Prefiero ser yo quien se tumbe y que seas tú quien esté encima. Así podrás controlar el ímpetu de la pasión.

Yaciendo boca arriba, contemplando la infantil inocencia con la que Julia se soltaba el cabello, como una de esas diosas clásicas que lanzaban hechizos para adueñarse de la voluntad de los hombres, con los ojos entornados por el placer y la cabeza inclinada hacía atrás en abandono, Alejandro pensó que el placer que lo invadía tenía que ser un regalo de Dios. ¿Pues quién, sino el Señor, podría proporcionar a.

los hombres esa gracia?.

A la mañana siguiente, antes de que Julia abandonase sus aposentos, Alejandro le regaló una cruz de oro que había encargado a uno de los mejores joyeros de Florencia. Julia se sentó en la cama, desnuda, mientras él le colocaba la cadena alrededor del cuello. Sentada en silencio, Julia era la viva imagen de la pureza. Al contemplarla, el papa volvió a sentir que existía un Dios celestial, pues nadie en esta tierra podría concebir tal perfección.

CAPÍTULO 7

El médico del papa acudió al Vaticano para informar al sumo pontífice de la epidemia que empezaba a extenderse por la ciudad: ¡la peste negra! Alejandro, atemorizado, mandó llamar inmediatamente a su hija Lucrecia.

—Ha llegado el momento de que te traslades a Pesaro con tu esposo —dijo sin más preámbulo cuando Lucrecia se presentó ante él.

Lucrecia había conseguido evitar la compañía de su esposo durante todo el primer año de su matrimonio. Vivía en su propio palacio acompañada de Julia Farnesio y Adriana y visitaba diariamente a su padre en el Vaticano.

—Pero, padre —exclamó. Se había arrodillado ante él y se aferraba desesperadamente a sus piernas—. ¿Cómo podéis pedirme que me separe de vos? ¿Y de mis hermanos, y de Adriana, y de Julia? ¿Cómo podría vivir en ese lugar, tan lejos de la ciudad que amo?.

Aunque el plazo acordado para que Lucrecia viajara a Pesaro junto a su esposo acababa de vencer, en circunstancias normales, Alejandro hubiera tenido en cuenta la posibilidad de permanecer más tiempo junto a su adorada hija, pero las nuevas sobre la epidemia cambiaban drásticamente las circunstancias.

El sumo pontífice se inclinó hacia su hija.

—Haré que Adriana y Julia te acompañen a Pesaro —le dijo—. Nos escribiremos a diario para mitigar nuestra soledad, hija mía. Pero nada de lo que dijera su padre podía consolarla. Lucrecia se levantó y miró al sumo pontífice con ojos llenos de ira.

—Prefiero morir como consecuencia de la peste negra en Roma que vivir en Pesaro con Giovanni Sforza. Es un hombre insoportable. Nunca me mira, prácticamente no me habla y, cuando lo hace, es para hablar sobre sí mismo o para darme alguna orden.

Alejandro estrechó a Lucrecia entre sus brazos, intentando consolarla.

—¿Acaso no hemos hablado antes de esto? —preguntó—. ¿De los sacrificios que todos debemos hacer para preservar el bienestar de nuestra familia y el reino de Dios en la tierra? Nuestra querida Julia me ha hablado de la admiración que sientes por santa Catalina. ¿Crees que ella se rebelaría, como lo haces tú, contra los deseos del Padre Celestial? ¿Acaso no soy yo su voz en la tierra?.

Lucrecia retrocedió un paso y miró a su padre.

—Catalina de Siena era una santa y yo no soy más que una niña —protestó—. No se le puede pedir a una niña que se comporte como una santa. No creo que por ser la hija del papa deba convertirme en una mártir de la Iglesia.

Los ojos del papa se iluminaron. Sólo un hombre de una fortaleza de espíritu fuera de lo común hubiera sido capaz de resistirse a los apasionados argumentos de su hija. Y, aun así, se sentía halagado ante la reticencia de Lucrecia a abandonarlo. Cogió su delicada mano entre las suyas y dijo:

—Tu padre también debe realizar sacrificios por el Sumo Hacedor, pues no hay nadie en este mundo a quien ame más que a ti, hija mía.

Lucrecia miró a su padre tímidamente y preguntó:

—¿Ni siquiera a Julia?

El papa se santiguó.

—Juro por lo más sagrado que te amo más que a nadie en este mundo.

—Padre —exclamó ella al tiempo que se arrojaba en sus brazos y se sumergía en el aroma a incienso de sus vestiduras doradas—. ¿Me prometéis que me escribiréis todos los días? ¿Y que ordenaréis mi regreso si no soy capaz de soportar esta separación? Pues, si no lo hacéis, la pena acabará conmigo y nunca más volveréis a verme.

—Te lo prometo, hija mía —dijo él—. Y, ahora, ordena a tus damas que dispongan todo para el viaje. Yo informaré a tu esposo de tu inmediata partida hacia Pesaro.

Antes de salir, Lucrecia se agachó para besar el anillo de su padre. —¿Debo decírselo yo a Julia o lo haréis vos? —preguntó al incorporarse.

El papa sonrió.

—Puedes decírselo tú —dijo con fingida gravedad—. Y, ahora, márchate.

El quinto día de su viaje a Pesaro, la persistente lluvia terminó por empapar a Lucrecia, a Julia y a Adriana.

Lucrecia se sentía decepcionada, pues tenía la ilusión de presentarse en el palacio de Pesaro con su mejor aspecto; después de todo, era la nueva duquesa. Con el orgullo y la emoción de una niña, esperaba disfrutar de la admiración y el afecto de quienes a partir de ahora serían sus súbditos.

Viajaban a caballo por un hermoso, aunque agreste, camino de tierra. Para evitar ser asaltadas por los bandidos, todos los días se detenían antes de caer la noche, pero, como apenas había lugares donde hospedarse entre Roma y Pesaro, en más de una ocasión se habían visto obligadas a acampar junto al camino. Don Michelotto y varios hombres armados acompañaban a la pequeña comitiva.

Unas horas antes de llegar a Pesaro, la comitiva se detuvo para que Lucrecia y Julia pudieran cambiarse de ropa. Tras cinco jornadas de viaje, la frescura del joven rostro de Lucrecia y el brillo de su dorado cabello habían quedado marchitos por la lluvia y el polvo, y el barro se acumulaba en sus zapatos. Lucrecia ordenó a sus damas de compañía que le secaran el cabello con paños de algodón y le aplicaran bálsamo de limón para darle brillo. Pero mientras se despojaba de su vestido, la hija del papa Alejandro se sintió mareada de repente.

—Debo haber cogido frío díjo al tiempo que extendía un brazo para apoyarse en una de sus damas.

—¿Te encuentras mal? —preguntó Adriana. Lucrecia sonrió. Sus ojos brillaban más de lo acostumbrado.

—No es nada —mintió—. Me sentiré mejor cuando lleguemos y pueda tomar algo caliente. Pero ahora debemos apresurarnos, pues estoy segura de que nos aguardan con grandes festejos y no querría hacer esperar a nuestros leales súbditos.

Encontraron a los primeros curiosos varios kilómetros antes de las murallas de la ciudad. Hombres, mujeres y niños se habían reunido a orillas del camino, sujetando delgadas tablas de madera o trozos de tela sobre sus cabezas para protegerse de la lluvia. Y, aun así, cantaban y la aclamaban y lanzaban flores, levantando a los niños para que la nueva duquesa pudiera tocarlos a su paso.

Cuando finalmente alcanzaron las puertas de Pesaro, la cabeza le daba vueltas, y cuando Giovanni le dio la bienvenida con una sonrisa, ella apenas pudo corresponder a sus palabras antes de perder el conocimiento.

Uno de los criados de su esposo la cogió antes de que cayera al suelo y la llevó en brazos hasta el palacio. Sorprendido por su liviandad e impresionado por su belleza, la dejó suavemente sobre un lecho de plumas. Adriana y Julia pidieron que calentaran un poco de caldo para la duquesa, y Giovanni salió a informar a sus súbditos de que la joven duquesa los saludaría formalmente al día siguiente, cuando se hubiera recuperado del cansancio provocado por el largo viaje.

Esa noche, Lucrecia rezó sus plegarias e intentó conciliar el sueño acostada en un lecho desconocido. Añoraba terriblemente a su padre, pero añoraba incluso más a su hermano César.

El día de su partida, César le había prometido que iría a visitarla a Pesaro y que, si ella necesitaba verlo, fuera cual fuese la razón, enviaría a don Michelotto para que la acompañase hasta "Lago de Plata", donde él se reuniría inmediatamente con ella. Ahí podrían hablar sin que nadie los oyera y podrían pasear junto a la orilla del lago, igual que lo hacían cuando eran niños, lejos de la mirada inquisitiva de su padre y de todas esas otras personas que dedicaban su vida a protegerlos.

Cerró los ojos y se durmió imaginando los labios de su hermano sobre los suyos.

Al despertar a la mañana siguiente, aunque seguía sintiéndose débil, se obligó a sí misma a incorporarse. No quería dejar pasar un solo día más sin saludar a sus nuevos súbditos. Había dejado de llover y los rayos de sol llenaban la estancia, dándole un aspecto cálido y acogedor. Al menos, algunos de sus nuevos súbditos seguían esperando en la plaza, pues podía oírlos cantar alegres melodías al otro lado de las ventanas abiertas del palacio.

Giovanni le había prometido que, a su llegada, celebraría grandes festejos en su honor. Debía prepararse. Con la ayuda de Julia, de Adriana y de sus damas de compañía, eligió un vestido sencillo y elegante de satén rosa con un corpiño de fino encaje de Venecia. En la cabeza llevaba una diadema de oro y perlas.

—¿Parezco una duquesa? —le preguntó coquetamente a Julia al tiempo que giraba sobre sí misma.

—Pareces una princesa —dijo Julia mientras la contemplaba con sus alegres ojos azules.

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