Lo que no te mata te hace más fuerte (20 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Aguzó el oído al tiempo que miraba a su alrededor. Al principio no percibió nada que llamara su atención; todo estaba muy oscuro. Tan sólo una farola iluminaba las inmediaciones del embarcadero. Siguió bajando, pasó por delante de una silla gris o verde que había sido derribada por el viento y, a continuación, descubrió allá arriba a Frans Balder tras el gran ventanal.

Balder se hallaba al fondo de la habitación, inclinado en una tensa postura sobre una cama grande. Quizá estuviera arreglando el edredón, aunque era difícil de determinar. Parecía absorto en algún detalle de la cama. En cualquier caso, eso no debería preocupar ahora a Peter, que tenía que centrarse en la zona donde se encontraba. Sin embargo, había algo en el lenguaje corporal de Balder que le llamó la atención, lo cual, por un instante, le hizo perder la concentración. Acto seguido, regresó a la realidad.

Tuvo la gélida sensación de que alguien le estaba observando, así que se dio la vuelta en el acto, paseando desesperadamente la mirada por la oscuridad. No consiguió ver nada, al menos en un principio. Empezaba a tranquilizarse cuando advirtió dos cosas al mismo tiempo: un repentino movimiento cerca de los cubos de basura metálicos que había junto a la valla y el ruido de un coche allí arriba, en el camino. El vehículo se detuvo y una puerta se abrió.

Nada de eso era muy llamativo de por sí. El movimiento que percibió junto a los cubos de basura podría haber sido perfectamente de algún animal; y, como era lógico, en aquel lugar podían aparecer coches aunque fuera de noche. No obstante, el cuerpo de Peter se tensó al máximo. Permaneció quieto, sin saber qué hacer. Entonces oyó la voz de Dan.

—¡Alguien viene!

Peter no se movió. Se sintió vigilado y, con un gesto casi inconsciente, tocó el arma reglamentaria que colgaba de su cintura. De pronto acudieron a su mente su madre, su exmujer y sus hijos, como si algo grave estuviera a punto de sucederle. Dan volvió a gritar, ahora con un deje de desesperación en la voz:

—¡Policía! ¡Deténgase, hostias! —Y entonces Peter se echó a correr en dirección al camino, aunque ni siquiera entonces lo vio como la opción más clara. No podía librarse de la sensación de que se alejaba de algo amenazador e inquietante que se movía allí abajo, junto a los cubos de basura. Pero si su colega pegaba esos gritos no le quedaba elección. En su fuero interno se sintió aliviado. Había tenido más miedo del que estaba dispuesto a reconocer; por eso salió corriendo y llegó dando bandazos hasta el camino.

Más allá, Dan estaba persiguiendo a un hombre tambaleante, de espalda ancha y ropa demasiado fina, y aunque Peter pensó que ese tipo difícilmente podría definirse como «un tipo rápido» echó a correr tras ellos. Poco después consiguieron derribarlo junto a la cuneta, justo al lado de unos buzones y una pequeña farola que infundió cierto brillo apagado a todo el espectáculo.

—¿Quién coño eres? —rugió Dan con una asombrosa agresividad, tal vez a causa del miedo, tras lo cual el hombre levantó la mirada con unos desconcertados y aterrorizados ojos.

No llevaba gorro y tenía escarcha en la barba y en el pelo. Se veía que estaba pasando mucho frío y que, en general, se hallaba en un estado lamentable. Pero sobre todo había algo en su cara que les resultaba muy familiar.

Peter pensó que acababan de coger a un famoso criminal, uno muy buscado, y durante unos segundos experimentó un gran orgullo.

Frans Balder había regresado al dormitorio para tapar a August, quizá para ocultarlo bajo el edredón por si sucedía algo. A continuación, le invadió una absurda idea originada por los temores que había sentido un momento antes —que habían cobrado más fuerza tras la conversación mantenida con Steven Warburton— y que al principio rechazó por considerarla una enorme tontería, algo que sólo podía surgir en plena noche, cuando el cerebro se ve ofuscado por la excitación y el miedo.

Luego sospechó que la idea, en realidad, no era nada nueva, sino que, al contrario, había estado gestándose en su subconsciente durante las infinitas noches que había pasado en vela en Estados Unidos. Así que sacó su portátil, su pequeño superordenador, que estaba conectado con toda una serie de máquinas para obtener suficiente capacidad y en el que tenía instalado su programa IA, al que había dedicado toda su vida, y… Era incomprensible, ¿a que sí?

Apenas se lo pensó. Se limitó a borrar de inmediato el archivo y todo el
backup
y se sintió como un dios malvado que apagaba una vida. Y quizá fuera eso lo que estaba haciendo. Nadie lo sabía, ni siquiera él mismo; se quedó allí sentado preguntándose si el arrepentimiento y los remordimientos acabarían por hundirlo. La obra de toda su carrera había sido eliminada con sólo pulsar unas teclas.

Pero, por raro y paradójico que pueda parecer, una extraña calma se apoderó de él, como si ahora hubiera asegurado por lo menos la protección de una parte importante. Acto seguido, se levantó y volvió a contemplar la noche y aquella tormenta. Entonces sonó el teléfono. Era Dan Flinck, uno de los policías.

—Sólo quería comunicarte que hemos detenido al hombre que has visto —dijo el agente—. En otras palabras: puedes estar tranquilo. Tenemos la situación bajo control.

—¿Y quién es? —preguntó Frans.

—No sabría decírtelo. Está muy borracho y tenemos que calmarlo. Sólo quería decírtelo. Te volveré a llamar.

Frans dejó el teléfono en la mesita de noche, justo al lado de su portátil, e intentó felicitarse a sí mismo. Ahora ese hombre había sido detenido y, además, su investigación ya no podría acabar en manos ajenas. Y a pesar de ello seguía inquieto. Al principio no entendía por qué, pero luego se dio cuenta: eso de que el tipo estuviera borracho no le cuadraba. El hombre que había visto correr a lo largo de la fila de árboles no tenía ninguna pinta de haber bebido.

Peter tardó un par de minutos en percatarse de que no habían arrestado a ningún criminal de renombre, sino que en su lugar habían cogido al actor Lasse Westman, quien, si bien era cierto que a menudo hacía el papel de malhechor y matón en la televisión, difícilmente podía ser considerado alguien que estuviera en busca y captura, lo cual no tranquilizó mucho a Peter. No sólo porque fuera consciente de que había sido un error abandonar la zona donde se hallaban los árboles y los cubos de basura, sino también porque pensó que el incidente podía dar lugar a escandalosos titulares en la prensa.

Peter sabía que todo lo que hacía ese tipo acababa, con demasiada frecuencia, siendo carne de la prensa sensacionalista, y nadie podía afirmar que en esos momentos el actor pareciera estar particularmente contento. Jadeaba y profería insultos y juramentos mientras se esforzaba por ponerse de pie, al tiempo que Peter intentaba comprender qué diablos hacía en ese lugar en una noche como aquélla.

—¿Vives aquí? —le preguntó.

—No voy a decirte una mierda —le espetó Lasse Westman, y entonces Peter se volvió hacia Dan para tratar de hacerse una idea de cómo había empezado todo aquello.

Pero Dan ya se había alejado un poco de ellos y estaba hablando por teléfono, con Balder, según parecía. «Querrá presumir —pensó—, y avisarle de que hemos detenido al sospechoso, si es que en verdad es él».

—¿Has estado husmeando por el jardín de Balder? —continuó Peter.

—¿No me has oído? No os voy a decir ni una mierda. ¡Joder, voy paseando por aquí tranquilamente y de repente aparece ese idiota apuntándome con una puta pistola! ¡Esto es un escándalo! ¿Sabes quién soy?

—Sí, sé quién eres, y si nos hemos portado mal te pido disculpas. Ya habrá ocasión más adelante de hablar de lo sucedido. Pero ahora mismo nos hallamos ante una situación muy delicada, por eso exijo que me digas ya qué es lo que te ha traído a casa del profesor Balder. ¡No, Lasse, no intentes huir!

Lasse Westman había conseguido ponerse en pie, pero lo más probable era que no albergara intención alguna de escapar. Simplemente le costaba mantener el equilibrio. De pronto carraspeó de forma ruidosa y algo melodramática, y a continuación escupió al aire un escupitajo que no llegó muy lejos sino que le impactó como un bumerán en toda la mejilla, donde terminó congelándose.

—¿Sabes una cosa? —preguntó mientras se limpiaba la cara.

—No.

—El malo de esta película no soy yo.

Peter lanzó una mirada de preocupación en dirección al mar y a la alameda de árboles, y de nuevo se preguntó qué era lo que había visto allí abajo. Pero, a pesar de todo, se quedó donde estaba, paralizado por lo absurdo de la situación.

—¿Y quién es el malo?

—Balder.

—¿Por qué?

—Se ha llevado al hijo de mi novia.

—¿Y por qué iba a hacer algo así?

—¿Y a mí qué me cuentas? ¡Joder! ¡Pregúntaselo a ese genio de los ordenadores de ahí dentro! ¡Ese hijo de puta no tiene ningún derecho a quedárselo! —exclamó Lasse Westman mientras buscaba algo en el bolsillo interior de su abrigo.

—Ahí dentro no hay ningún niño, si eso es lo que crees —dijo Peter.

—Y una mierda.

—¿De verdad?

—¡De verdad!

—De modo que tu idea era presentarte aquí en plena noche, borracho como una cuba, y llevarte al pequeño —continuó Peter. Estaba a punto de hacerle un comentario con más sorna todavía cuando le interrumpió un ruido, un débil tintineo que procedía de abajo, de la bahía.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—¿Qué? —respondió Dan, que ahora se encontraba de nuevo a su lado y no parecía haber reparado en nada, si bien era cierto que el ruido tampoco había sido muy fuerte, al menos desde donde estaban.

Y sin embargo, Peter sintió un escalofrío que le recordó la sensación que había tenido allí abajo, junto a los árboles y los cubos de basura. Ya se disponía a bajar para ver lo que había sucedido cuando de nuevo dudó. Quizá fuera el miedo, o tal vez su indecisión e incompetencia; difícil de saber. Pero, lleno de inquietud, miró a su alrededor y entonces oyó que se acercaba otro coche.

Era un taxi, que pasó ante ellos para detenerse frente a la entrada de la casa de Balder, lo que le brindó una excusa a Peter para quedarse allí arriba, en el camino. Y mientras el cliente pagaba, lanzó una nueva mirada de preocupación hacia el mar. Acto seguido le pareció oír otro ruido, un sonido que tampoco resultaba muy tranquilizador.

Pero no estaba seguro. Se abrió la puerta del taxi y se bajó un hombre al que Peter reconoció, tras unos instantes de desconcierto: era Mikael Blomkvist, el periodista. Y entonces se preguntó por qué diablos les había dado a todos los famosos por presentarse allí en una noche de perros como aquélla.

Capítulo 10

Mañana del 21 de noviembre, muy temprano

Frans Balder se hallaba en el dormitorio, junto a su ordenador y su teléfono, mirando a August, que gemía desasosegado en la cama. Se preguntó qué estaría soñando el chico. ¿Sería al menos un mundo que Frans pudiera entender? Sentía que quería saber. Sentía que quería empezar a vivir y no enterrarse más en algoritmos cuánticos y códigos fuente. Pero lo que más deseaba de todo era vivir sin miedo y no ser un paranoico.

Quería ser feliz y dejar de atormentarse por ese constante pesar, quería lanzarse a algo salvaje y grandioso, incluso a un romance, una historia de amor, una relación; y por unos intensos segundos acudieron a su mente toda una serie de mujeres que le fascinaban: Gabriella, Farah y muchas más.

También esa chica que por lo visto se llamaba Salander. Frans se había sentido como hechizado cuando la conoció, y ahora que pensaba en ella le pareció descubrir algo en lo que no había reparado antes y que le resultaba ajeno y familiar al mismo tiempo. Y de repente lo supo: le recordaba a August. Algo absurdo, por supuesto. August era un niño autista, y Lisbeth —bien era cierto que no era muy mayor y que tenía algo masculino en su forma de ser— resultaba su opuesto más absoluto: siempre iba vestida de negro, era muy
punk
y una persona completamente intransigente. A pesar de eso, pensó que su mirada tenía el mismo extraño brillo que la de August cuando miró el semáforo de Hornsgatan.

Frans había conocido a Lisbeth en la KTH de Estocolmo con motivo de una conferencia que dio sobre la singularidad tecnológica, ese acontecimiento hipotético en el que los ordenadores superarán a los humanos en inteligencia. Acababa de empezar a explicar el concepto de singularidad en un sentido matemático y físico cuando se abrió la puerta y una chica delgada y vestida de negro entró en la sala. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que era una pena que los drogadictos no tuvieran otro sitio al que ir, pero luego se preguntó si esa chica lo era realmente: no parecía deteriorada en ese sentido, más bien daba la impresión de estar cansada y mosqueada, y por supuesto, de pasar de lo que él decía. Se limitó a permanecer allí, medio tirada sobre el pupitre, como desmadejada, y de repente, en medio de un razonamiento sobre el punto singular de un análisis matemático complejo donde los valores límites se volvían infinitos, Frans le preguntó a bocajarro su opinión. Fue malvado. Fue de un arrogante esnobismo. ¿Por qué poner a una pobre chica en evidencia con sus conocimientos frikis? Y entonces ¿qué fue lo que sucedió?

La tía alzó la mirada y le contestó que en vez de ir por ahí lanzando a su alrededor conceptos imprecisos y confusos debería adoptar una actitud más escéptica cuando veía cómo su base de cálculo se desmoronaba. Más que de una especie de derrumbamiento físico en el mundo real, se trataba de una indicación de que sus cálculos matemáticos no daban la talla, y por eso no era más que una medida populista por su parte el que fuera por ahí mistificando las singularidades de los agujeros negros cuando resultaba tan evidente que el verdadero problema residía en que no había una forma de calcular la gravedad en la mecánica cuántica.

Acto seguido, acometió con una heladora claridad —que produjo un murmullo que recorrió toda la sala— una crítica profunda y completa de los teóricos de la singularidad que él acababa de citar, y entonces Frans se quedó tan desconcertado que no atinó más que a decir:

—¿Y tú quién coño eres?

Fue así como se conocieron. Más adelante, Lisbeth le sorprendería unas cuantas veces más. Le bastó una sola mirada para captar, a una velocidad de vértigo, lo que él estaba haciendo, de modo que cuando se dio cuenta de que le habían robado la tecnología él pidió su ayuda, algo que los unió todavía más. Desde ese momento compartían un secreto, y ahora Frans estaba allí, en su dormitorio, pensando en ella. Pero de pronto sus pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos: una gélida sensación de inquietud se apoderó de nuevo de él, tras lo cual levantó la vista y miró a través de la puerta hacia el ventanal que daba a la bahía.

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