Lo que no te mata te hace más fuerte (19 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Frans Balder estaba en la cama, todavía nervioso y asustado, aunque un poco más tranquilo que hacía un rato, pues el coche que se acercaba a su garaje resultó ser el de la policía. Por fin. Los agentes —uno muy alto y otro bastante bajo— rondaban los cuarenta años, lucían el mismo corte de pelo, corto y estiloso, muy a la moda, y mostraban una seguridad en sí mismos algo chulesca. Por lo demás, se comportaban de forma educada y respetuosa, e incluso pidieron disculpas por el retraso.

—Milton Security y Gabriella Grane nos han informado de la situación —explicaron.

Sabían, por lo tanto, que un hombre con gorra y gafas oscuras había estado husmeando por el jardín y que debían estar atentos por si volvía, razón por la cual rechazaron entrar en la cocina para tomarse el té que Balder les ofrecía. Querían controlar el acceso a la casa, algo que a Frans le sonó como una decisión profesional e inteligente. No le dieron una impresión demasiado positiva, aunque tampoco una exageradamente mala. Cogió los números de teléfono de los dos agentes y volvió a acostarse junto a August, que aún dormía acurrucado y con los tapones en los oídos.

Pero, por supuesto, Frans no podía conciliar el sueño. Estaba pendiente de cualquier ruido raro que proviniera de fuera, de modo que acabó por incorporarse en la cama. Debía hacer algo. Si no, se volvería loco. Escuchó los dos mensajes que le habían dejado en el móvil, ambos de Linus Brandell, quien sonaba pertinaz y a la defensiva al mismo tiempo. Frans tuvo que reprimir un deseo inmediato de colgar; no soportaba la matraca que le daba Linus.

Pero al final, a pesar de todo, resultó que decía un par de cosas interesantes: Linus había hablado con Mikael Blomkvist, el de
Millennium
, y ahora éste quería contactar con él. «Mikael Blomkvist», dijo para sus adentros.

«¿Podría ser él mi vía de conexión con el mundo?».

Frans Balder no estaba muy puesto en periodistas suecos, pero a Mikael Blomkvist sí le conocía. Por lo que él sabía, era un tipo que siempre llegaba al fondo de sus historias y que nunca cedía ante presiones externas. No tenía por qué ser la persona más adecuada para ese trabajo, claro; y, además, Frans recordó que en algún sitio había oído otros comentarios menos halagüeños sobre él. Así que se levantó y volvió a llamar a Gabriella Grane, porque ella sabía todo acerca del panorama mediático de la ciudad, y como le había dicho que iba a pasar la noche en vela…

—Dime, Frans —contestó ella sin rodeos—. Te iba a llamar ahora mismo. Estaba mirando las imágenes de la cámara de vigilancia y he visto al hombre de la gorra que ha entrado en tu jardín. Creo que debemos trasladarte a otro sitio de inmediato.

—Joder, Gabriella, pero si ya están los policías. Se han apostado justo delante de la puerta.

—Bueno, ese tipo no tiene por qué regresar por la puerta principal.

—¿Y por qué iba a regresar? En Milton han dicho que parecía un yonqui.

—Yo no estoy tan segura. Lleva como una especie de caja, puede que algún aparato tecnológico. Creo que debemos ser prudentes y curarnos en salud.

Frans echó una mirada a August, que seguía acostado a su lado.

—No me importa mudarme mañana. Quizá sea lo mejor para mis nervios. Pero esta noche no voy a hacer nada; tus policías me parecen profesionales…, bueno, razonablemente profesionales.

—¿Te vas a poner cabezota otra vez?

—Sí, ésa es mi intención.

—Vale. Me encargaré de que Flinck y Blom se muevan un poco para controlar los alrededores de tu casa.

—Muy bien. Pero no te llamaba por eso. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste, lo de «hazlo público»?

—Bueno…, sí… Aunque quizá no sea muy normal viniendo, como viene, de la policía de seguridad, ¿a que no? Y la verdad es que sigo pensando que no sería una mala idea, pero antes quiero que nos cuentes todo lo que sabes. Esta historia me está empezando a dar mala espina.

—Pues te lo contaré mañana a primera hora, cuando hayamos descansado un poco. Pero ahora te quería preguntar por Mikael Blomkvist, el de
Millennium
. ¿Qué te parece? ¿Crees que podría hablar con él?

Gabriella se rió.

—Si quieres provocar infartos entre mis compañeros él es, está claro, la persona con quien debes hablar.

—¿Tan poco lo quieren?

—Huyen de él como de la peste. Si Mikael Blomkvist te espera en la puerta de tu casa date por jodido, como dicen por aquí. Todos los de la Säpo, Helena Kraft incluida, te lo desaconsejarían de la forma más tajante.

—Pero te lo estoy preguntando a ti.

—Entonces yo te contesto que bien pensado. Es un periodista cojonudo.

—No obstante, ¿no ha recibido últimamente muchas críticas?

—Sí, muchas. Llevan un tiempo diciendo que está acabado, que no escribe de forma tan positiva y alegre o lo que sea que quieran. Se trata de un reportero de investigación de la vieja escuela y de la mejor clase. ¿Tienes sus datos de contacto?

—Sí, me los pasó mi antiguo ayudante.

—Bien, estupendo. Pero antes de hablar con él tienes que hablar con nosotros, ¿me lo prometes?

—Te lo prometo, Gabriella. Ahora voy a dormir unas horas.

—Sí, muy bien. Yo seguiré en contacto con Flinck y Blom e iré buscando una casa segura adonde llevarte mañana.

Al colgar intentó relajarse de nuevo. Pero esta vez le resultó igual de imposible que antes. Además, la tormenta le producía pensamientos obsesivos: sentía como si algo malo se estuviera acercando por el mar y fuera a por él; y por mucho que se empeñara en ignorarlo, escuchaba atentamente y en tensión cualquier irregularidad que se produjera en el amplio espectro de sonidos que le rodeaban. Y a medida que pasaban los minutos se le veía más intranquilo y preocupado.

Era cierto que le había prometido a Gabriella hablar con ella primero, pero un momento después ya le parecía que nada podía esperar. Todo eso que llevaba tanto tiempo callando ahora pedía a gritos que se hiciera público, por mucho que él supiera que se trataba de una sensación completamente irracional. Nada podía ser tan urgente. Estaban en mitad de la noche, y a pesar de lo que hubiera dicho Gabriella, hacía mucho que no se encontraba tan seguro; tenía protección policial y un sistema de alarmas de primera clase. Pero daba igual: estaba nervioso e inquieto. Así que sacó el número que Linus le había dado y lo marcó. Por supuesto, Mikael Blomkvist no contestó.

¿Por qué iba a hacerlo? Era muy tarde, demasiado tarde. Frans le dejó un mensaje con una voz un poco forzada, susurrante, para no despertar a August. Luego se levantó y encendió la lámpara de la mesita de noche que había junto a él para echar un rápido vistazo a la librería que quedaba a la derecha de la cama.

Allí había bastantes libros que no tenían nada que ver con su trabajo. Entre distraído y agobiado se puso a hojear una novela de Stephen King,
Cementerio de animales
, lo que dio como resultado que empezara a pensar de forma aún más obsesiva en figuras siniestras que viajan a través de la noche y la oscuridad y que se quedara allí quieto, delante de la librería, con el volumen entre las manos. Y entonces ocurrió algo. Le invadió un pensamiento, un temor intenso —que a la luz del día despacharía sin duda por tratarse de una tontería, pero que en aquel preciso instante le resultó extremadamente real— y un repentino deseo de hablar con Farah Sharif o, quizá mejor aún, con Los Ángeles, con Steven Warburton, quien, con toda seguridad, estaría despierto. Y mientras consideraba la cuestión y se imaginaba todo tipo de escenarios de lo más espeluznantes contempló el mar, y la noche, y las inquietas nubes que, apresuradas, se abrían camino por el cielo. Entonces sonó el teléfono, como si alguien hubiese escuchado su plegaria. Pero no era ni Farah ni Steven.

—Soy Mikael Blomkvist —dijo una voz—. Querías hablar conmigo.

—Sí. Y te pido disculpas por haberte llamado tan tarde.

—No pasa nada. Estaba despierto, no podía dormir.

—Yo tampoco. ¿Puedes hablar ahora?

—Sí, claro. Por cierto, acabo de contestar a un mensaje de una persona que creo que conocemos los dos. Se llama Salander.

—¿Quién?

—Perdón, tal vez sea un malentendido. Pero me han dicho que la contrataste para que revisara vuestros ordenadores y rastreara una posible intrusión.

Frans se rió.

—¡Uy, Dios mío, menuda chica! Ésa sí que es especial —le contestó—. Pero nunca me llegó a revelar su apellido, a pesar de que nos tratamos durante un tiempo… Supuse que tenía sus motivos, así que jamás la presioné para que lo hiciera. La conocí en una de mis conferencias en la KTH. No me importa contártelo, y me quedé bastante asombrado. Pero lo que te quería preguntar era… Bueno, en realidad seguro que la idea te parece una locura.

—A veces son las ideas que más me gustan.

—¿Por casualidad te apetecería venir aquí ahora? Significaría mucho para mí. Tengo una historia que creo que es pura dinamita. Te pago el taxi.

—Muy amable, pero siempre cubro mis propios gastos. ¿Por qué hay que tratar ese asunto ahora mismo, en plena noche?

—Porque… —Frans dudó—. Porque tengo la sensación de que el tiempo apremia. Bueno, en realidad es más que una sensación: acabo de enterarme de que existe una amenaza contra mí, y hace poco más de una hora había un hombre husmeando por mi jardín. Si te soy sincero, tengo miedo, y quiero liberarme de toda la información que poseo. Ya no quiero ser la única persona que la conoce.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Que voy. Si consigo un taxi.

Frans le dio la dirección y colgó para, acto seguido, llamar a Los Ángeles, al profesor Steven Warburton, con quien estuvo hablando unos veinte o treinta minutos, concentrada e intensamente, por una línea cifrada. Luego se levantó, se puso unos vaqueros y un jersey de cachemir de cuello vuelto, y buscó una botella de Amarone por si Mikael Blomkvist era dado a semejantes placeres. Pero no pasó del umbral de la puerta. De pronto se sobresaltó.

Creyó haber percibido un movimiento, como un rápido revoloteo, y se puso a mirar, nervioso, hacia el embarcadero. No descubrió nada. Sólo alcanzó a ver el mismo y desolado paisaje, castigado, como antes, por la tormenta. Rechazó aquello como producto de su imaginación y lo atribuyó a su inquieto estado de ánimo. O al menos lo intentó. Luego abandonó el dormitorio y continuó paralelamente al gran ventanal panorámico de camino a la planta alta. Y de nuevo el temor se apoderó de él, lo que provocó que se volviera a toda prisa. En esa ocasión sí divisó algo al fondo de su jardín, junto a la casa de sus vecinos, los Cedervall.

Una figura corría por allí fuera, medio escondiéndose entre los árboles. Y aunque Frans sólo pudo ver a la persona unos instantes, reparó en que se trataba de un hombre corpulento que llevaba mochila y ropa oscura. Avanzaba agachándose, y había algo en su forma de moverse que le daba un aire profesional, como si se hubiera desplazado de esa manera muchas veces, quién sabía si en alguna remota guerra. Había una eficacia y una destreza en sus movimientos que Frans asoció a algo cinematográfico y amedrentador. Quizá por eso tardó unos segundos en sacar su móvil del bolsillo. Intentó recordar cuál de los números que tenía en su lista de llamadas pertenecía a los policías.

No los había introducido en sus contactos, tan sólo los había llamado para que los números quedaran registrados, pero ahora le entró la duda. ¿Qué números eran los suyos? No lo sabía. Con manos temblorosas, probó con uno que se le antojó correcto. Nadie contestó; al menos al principio. Tres, cuatro, cinco tonos sonaron antes de que una voz jadeante contestara:

—Aquí Blom, ¿qué pasa?

—He visto a un hombre correr entre los árboles, junto a la casa del vecino. No sé dónde estará ahora. Pero podría estar acercándose hacia donde estáis vosotros.

—Vale, vamos a comprobarlo.

—Parecía… —continuó Frans.

—¿Qué?

—No sé… rápido.

Dan Flinck y Peter Blom estaban sentados en el coche patrulla charlando de su joven colega Anna Berzelius, concretamente, del tamaño de su culo. Tanto Peter como Dan acababan de divorciarse.

Sus divorcios habían sido, al principio, bastante duros. Los dos tenían niños pequeños, mujeres que se habían sentido traicionadas y suegros que, con ligeras variaciones léxicas, los tacharon de irresponsables hijos de puta. Pero cuando todo se tranquilizó y ambos —una vez instalados en sus nuevas aunque más modestas casas— acordaron con sus exesposas compartir la custodia de sus hijos, se vieron invadidos por la misma convicción: que durante su matrimonio habían echado de menos su vida de soltero. Así que en esas últimas semanas, en las que no les tocaba quedarse con los niños, se lo habían pasado como nunca. Y, al igual que en la adolescencia, se habían dedicado a repasar todos los detalles de sus juergas, analizando de pies a cabeza a las mujeres que habían conocido y evaluando, con gran meticulosidad, no sólo sus cuerpos sino también sus habilidades en la cama. Pero en esta ocasión no les dio tiempo a hablar del culo de Anna Berzelius con la profundidad que les habría gustado.

Porque sonó el móvil de Peter, cosa que los sobresaltó a los dos, en parte porque Peter había cambiado de tono de llamada y había puesto una variante bastante extrema de
Satisfaction
, pero sobre todo porque la noche, aquella tormenta y la soledad los había vuelto asustadizos. Además, Peter llevaba el teléfono en el bolsillo de sus pantalones y, puesto que éstos le quedaban bastante estrechos —los excesos de la vida disoluta habían ensanchado considerablemente su cintura—, tardó bastante tiempo en sacarlo. Cuando colgó puso cara de preocupación.

—¿Qué pasa? —preguntó Dan.

—Balder ha visto a un hombre. Y al parecer, el cabrón es rápido.

—¿Dónde?

—Ahí abajo, donde los árboles, junto a la casa del vecino. Pero seguramente viene hacia aquí.

Peter y Dan se bajaron del coche y, de nuevo, se quedaron en estado de
shock
a causa del frío. Ya habían salido fuera muchas veces durante esa larga noche, pero el frío no les había calado hasta los huesos como les sucedía ahora. Por un momento permanecieron quietos sin saber muy bien qué hacer, paseando la mirada de un lado a otro. Luego Peter, que era el más alto, asumió el mando y le dijo a Dan que se quedara allí arriba, en el camino, mientras él bajaba hacia el mar.

Había una cuesta que se prolongaba más allá de una valla de madera y una pequeña alameda con árboles recién plantados a ambos lados. Había caído un poco de nieve y el suelo estaba resbaladizo. Más abajo quedaba la bahía de Baggensfjärden. A Peter le pareció raro que el agua no se hubiera congelado: tal vez las olas impactaban con demasiado ímpetu. La tormenta era demencial y Peter le dedicó toda clase de insultos y palabrotas, al igual que a los turnos de noche, que le estaban consumiendo por dentro y que arruinaban su reparador sueño. Aun así, intentaba hacer su trabajo, aunque quizá no con una dedicación absoluta. Pero bueno…

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