Lo que no te mata te hace más fuerte (16 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Tenía que estudiar más, y por eso siguió buscando en la red. Entonces sonó su teléfono. Había sonado varias veces durante las últimas horas: entre otras llamadas, un número oculto y también Linus, su antiguo ayudante, que le caía cada vez peor y en quien tal vez ni siquiera confiara ya, pero con el cual, en cualquier caso, no le apetecía hablar. Quería continuar investigando en la vida de Nadia, nada más.

No obstante, contestó; era posible que de los mismos nervios. Era Gabriella Grane, la encantadora analista de la Säpo, y entonces, a pesar de todo, se le dibujó una pequeña sonrisa en los labios. Si la mujer con la que más deseaba estar resultaba ser Farah Sharif, Gabriella ocupaba un claro segundo lugar. Tenía unos bellos y resplandecientes ojos y, además, era rápida de mente. Frans manifestaba cierta debilidad por las mujeres que captaban las cosas a la primera.

—Gabriella —dijo—, me encantaría hablar contigo. Pero no tengo tiempo. Estoy en medio de algo importante.

—Para lo que te voy a contar tendrás tiempo, te lo aseguro —contestó inusualmente severa—. Estás en peligro.

—¡Tonterías, Gabriella! Ya te lo he dicho. Seguro que esos abogados intentarán dejarme con una mano delante y otra detrás. Pero nada más.

—Frans: me temo que ahora contamos con nuevos datos, y provienen de una fuente con una altísima credibilidad, por cierto. Parece que de verdad existe una grave amenaza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó sin prestar demasiada atención.

Con el teléfono apretado entre el hombro y la oreja seguía buscando información sobre el talento perdido de Nadia.

—Es cierto que me cuesta evaluar los datos, pero me preocupan, Frans. Creo que hay que tomárselos en serio.

—Pues me los tomaré en serio. Prometo ser muy prudente. Me quedaré en casa, como siempre. Pero ya te he dicho que ando un poco liado ahora mismo y, además, estoy bastante convencido de que te equivocas. En Solifon…

—Sí, sí, puede que me equivoque, claro —le interrumpió ella—. Es posible. Pero ¿y si estoy en lo cierto?, ¿y si existe una pequeñísima posibilidad de que tenga razón?

—Sí, vale, pero…

—Nada de peros, Frans. No quiero oír ni un solo pero. Escúchame: creo que tu análisis es correcto. Nadie de Solifon pretende causarte daño físico. Es una empresa civilizada, a pesar de todo. Pero parece que alguna o algunas personas del Grupo han contactado con una organización criminal, una banda extremadamente peligrosa que cuenta con ramificaciones no sólo aquí, en Suecia, sino también en Rusia; y es de allí de donde proviene la amenaza.

Por primera vez, Frans apartó la mirada de la pantalla del ordenador. Sabía que Zigmund Eckerwald, de Solifon, colaboraba con una banda criminal. Incluso había conseguido interceptar algunas palabras codificadas referidas al líder, pero no entendía por qué ese grupo iba a querer atentar contra él. ¿O sí?

—¿Una organización criminal? —preguntó.

—Eso es —confirmó Gabriella—. ¿Y no te parece en cierto modo lógico? Tú ya apuntaste algo en ese sentido, ¿no? Una vez que se han empezado a robar las ideas de otros y a beneficiarse de ello ya se ha transgredido la frontera de la legalidad, y a partir de ese momento ya no hay vuelta atrás.

—Creo que lo que te dije en esa ocasión fue que bastaba con una pandilla de abogados. Unos tíos lo suficientemente astutos de tu lado y puedes robar lo que sea con toda tranquilidad. Los abogados son los matones de nuestros tiempos.

—Sí, quizá sea así. Pero escúchame: aún no han dado el visto bueno para ponerte protección. Por eso quiero trasladarte a un lugar secreto. Paso a recogerte ahora mismo.

—¿Qué?

—Creo que debemos actuar ya.

—Ni hablar —protestó—. Yo… Bueno, y…

Dudó.

—¿Hay alguien contigo?

—No, no. Es sólo que en estos momentos no me puedo ir a ningún sitio.

—¿No estás oyendo lo que te digo?

—Te oigo perfectamente. Pero, con todo el respeto, creo que suena como si, más que nada, estuvieras especulando.

—Especular es parte de la naturaleza de estas situaciones de riesgo, Frans. Pero la persona que se puso en contacto con nosotros… —esto, en realidad, no debería revelártelo— fue una agente de la NSA que está investigando a esa organización.

—La NSA —resopló él.

—Sí, ya sé que eres algo escéptico con ellos.

—Por no decir otra cosa.

—Vale. Pero en esta ocasión están de tu parte. Al menos la agente que me llamó. Es una buena persona. Ha interceptado algo que podría ser un plan de asesinato.

—¿Contra mí?

—Hay muchos factores que así lo indican.

—«Podría ser», «factores que así lo indican»…, suena todo muy vago.

August se estiró para coger unos lápices de colores, lo que captó de inmediato la total concentración de Frans.

—No pienso moverme de aquí —zanjó.

—Estás bromeando.

—No. No me importará trasladarme a otro sitio si te llegan más datos que apunten en la misma dirección, pero ahora mismo no lo haré. Además, esa alarma que instaló Milton Security es estupenda. Tengo cámaras y sensores por todas partes.

—¿Me lo estás diciendo en serio?

—Sí, y ya sabes que soy muy cabezota.

—¿Tienes un arma?

—Pero ¿qué dices, Gabriella? ¡Yo, un arma! Creo que el arma más peligrosa que tengo es el cortaquesos de la cocina.

—Oye… —dijo ella algo dubitativa.

—Dime.

—Voy a ordenar que vigilen tu casa, quieras o no. No hace falta que te preocupes por eso. Ni siquiera lo vas a notar, supongo. Pero ya que eres tan condenadamente cabezota te voy a dar un consejo.

—¿Cuál?

—Hazlo público; será como tu seguro de vida. Cuéntales a todos los medios de comunicación lo que sabes; entonces, en el mejor de los casos, es posible que la idea de eliminarte ya no tenga sentido.

—Me lo pensaré.

De repente, Frans advirtió que la voz de Gabriella había sonado distraída.

—¿Sí? —dijo él.

—Espera un minuto —respondió Gabriella—. Me llaman por otra línea. Tengo que…

Desapareció, y Frans, que razonablemente debía de tener asuntos de más urgencia sobre los que reflexionar, sólo pensó en una cosa: ¿August iba a perder su talento para dibujar si aprendía a hablar?

—¿Sigues ahí? —preguntó Gabriella al cabo de un rato.

—Claro que sí.

—Me temo que tengo que colgar. Pero voy a asegurarme de que te pongan algún tipo de vigilancia cuanto antes. Te lo juro. Estaremos en contacto. ¡Cuídate!

Frans colgó con un suspiro. De nuevo pensó en Hanna, y en August, y en el suelo que imitaba un tablero de ajedrez y que se reflejaba en los espejos del armario, y en todo tipo de cosas que en esos momentos no deberían haber tenido demasiada importancia. Y sólo de forma algo difusa, como ensimismado, murmuró:

—Vienen a por mí.

En lo más profundo de su ser se dio cuenta de que no era una conclusión disparatada, en absoluto, por mucho que él siempre se hubiera negado a creer que llegarían a esos extremos, a recurrir a la violencia. Pero ¿qué sabía él? Nada. Además, ahora no tenía fuerzas para afrontar aquello. Optó, en cambio, por seguir buscando información sobre el destino de Nadia y se planteó si podría existir un paralelismo con el caso de su hijo. En realidad era absurdo. Hizo como si el asunto no fuera con él. A pesar del peligro, siguió navegando tranquilamente por Internet, y al cabo de un rato se topó con el nombre de un catedrático de neurología, toda una autoridad mundial en el síndrome del
savant
, un hombre llamado Charles Edelman, y en lugar de indagar más en su vida y su obra como era su costumbre —Frans Balder siempre prefería los libros a las personas— llamó a la centralita del Instituto Karolinska.

Enseguida se percató de que ya era tarde. Seguramente Edelman ya se habría ido a casa, y el número privado era confidencial… Pero también dirigía una institución que se llamaba Ekliden, un centro para niños autistas con destrezas especiales, de modo que Frans lo intentó con ese número. Oyó varios tonos de llamada antes de que se pusiera al teléfono una señora que se presentó como la enfermera Lindros.

—Disculpe que la moleste a estas horas —dijo Frans Balder—. Quisiera hablar con el profesor Edelman. ¿Está todavía ahí por casualidad?

—Claro que sí. Nadie puede irse a casa con este tiempo. ¿De parte de quién?

—Frans Balder —respondió—, profesor Frans Balder —corrigió, por si servía de algo.

—Espere un momento —dijo la señora Lindros—. Voy a ver si puede atenderle.

Frans miró fijamente a August, quien, dubitativo, cogió de nuevo uno de sus lápices, lo que provocó cierta inquietud en él, como si fuese un mal presagio. «Una organización criminal», murmuró para sí mismo.

—Charles Edelman al habla —dijo una voz—. ¿Es realmente el profesor Balder con quien estoy hablando?

—El mismo. Tengo una pequeña…

—No se imagina el honor que supone para mí —continuó Edelman—. Acabo de volver de un congreso en Stanford, donde, de hecho, hemos comentado su investigación sobre las redes neuronales. Bueno, incluso nos llegamos a cuestionar si nosotros, los neurólogos, no podríamos aprender bastante del cerebro recurriendo a otras vías, a través del estudio sobre la Inteligencia Artificial, por ejemplo. Nos preguntamos…

—Me siento muy halagado —lo interrumpió Frans—. Pero lo que quería era hacerle una pequeña pregunta.

—¿De verdad? ¿Algo que necesita para su investigación?

—No, es que tengo un hijo autista. Tiene ocho años y todavía no ha pronunciado su primera palabra, pero el otro día pasamos ante un semáforo, en Hornsgatan, y luego…

—¿Sí?

—Luego se puso a dibujarlo a un ritmo vertiginoso y con una perfección increíble. ¡Absolutamente asombroso!

—¿Y quiere que vaya a verlo?

—Por mí encantado. Pero no es por eso por lo que le llamo, sino porque estoy preocupado. He leído que es posible que sus dibujos sean el idioma que utiliza para comunicarse con el mundo, y que si aprende a hablar tal vez pierda ese talento. Que una forma de expresión sustituya a la otra.

—Intuyo que ha leído algo sobre Nadia.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque siempre se saca su ejemplo. Pero tranquilo, hombre, tranquilo. ¿Nos tuteamos? ¿Puedo llamarte Frans?

—Por supuesto.

—Muy bien, Frans. Me alegro muchísimo de que me hayas llamado, y ya de entrada te digo que no tienes por qué preocuparte, al contrario: Nadia es la excepción que confirma la regla, nada más. Toda la investigación demuestra que el desarrollo lingüístico más bien acentúa el talento
savant
. Mira, por ejemplo, a Stephen Wiltshire. Has leído algo sobre él, ¿a que sí?

—¿El que dibujó todo Londres?

—Exacto. Él se ha desarrollado en todas sus facetas, tanto en la artística como en la intelectual y lingüística. Hoy en día se le considera un gran artista. De modo que puedes estar tranquilo, Frans. Es cierto que puede ocurrir que un niño pierda su talento
savant
, pero la mayoría de las veces tiene que ver con otros factores. Se cansan, o les ocurre algo. Habrás leído que a Nadia se le murió la madre por la misma época…

—Sí.

—Quizá fuera ése el verdadero motivo. Bueno, como es natural, ni yo ni nadie lo sabemos a ciencia cierta. Pero no creo que fuera porque aprendiera a hablar. Apenas hay ejemplos documentados de casos similares, y eso no lo digo por decir algo ni porque sea mi propia hipótesis. En la actualidad hay un gran consenso en que los
savants
no pierden nada cuando desarrollan sus destrezas intelectuales en todos los niveles.

—¿De verdad?

—Sí, definitivamente.

—También se le dan bien los números.

—¿Ah, sí? —preguntó Charles Edelman dubitativo.

—¿Te extraña?

—Es que los
savants
muy raramente combinan un don artístico con habilidades matemáticas. Se trata de dos talentos diferentes que no están relacionados y que, a veces, incluso parecen bloquearse entre sí.

—Pues él posee los dos. Sus dibujos también tienen un aire de algo geométricamente exacto, como si hubiese calculado las proporciones.

—Muy interesante, muchísimo. ¿Cuándo podría verlo?

—No lo sé muy bien; la verdad es que sólo quería pedirte consejo.

—Pues ahí va: apuesta por el chico. Estimúlalo. Déjale desarrollar todas sus facultades al máximo.

—Yo…

De repente, Frans sintió una extraña presión en el pecho que le ocasionó cierta dificultad para seguir hablando.

—Sólo quería darte las gracias —continuó—. De verdad. Te lo agradezco muchísimo. Ahora tengo que…

—Ha sido un gran honor hablar contigo, y sería fantástico poder veros a los dos. He elaborado un test para los
savants
, bastante sofisticado, modestia aparte. Juntos podríamos llegar a conocer al niño más a fondo.

—Sí, claro, eso estaría muy bien. Pero ahora tengo que… —masculló Frans sin saber lo que en realidad quería decir—. Muchas gracias y adiós.

—Vale, de acuerdo. Espero saber muy pronto de ti.

Balder colgó y, por un momento, permaneció quieto, con las manos cruzadas sobre el pecho y mirando a August, que aún agarraba su lápiz amarillo con cierta duda mientras observaba fijamente cómo ardía la vela. Acto seguido, una sacudida recorrió los hombros de Frans. Y unas lágrimas brotaron de sus ojos. Se podían decir muchas cosas de Frans Balder, pero no que fuese una persona que llorara con facilidad.

No se acordaba de cuándo lo había hecho por última vez. No fue cuando murió su madre, y tampoco, sin duda, después de haber visto o leído algo emocionante; él mismo pensaba que era de piedra. Y allí estaba ahora el catedrático, llorando como un niño —sin hacer nada para evitarlo— mientras contemplaba a su hijo, que seguía con sus lápices en la mano. ¿La razón? Las palabras de Charles Edelman.

Ahora August podía aprender a hablar y seguir dibujando, y eso era grandioso. Pero, como era lógico, no sólo lloraba por eso. También estaba el tema de Solifon. Y la amenaza de asesinato. Y los secretos que obraban en su poder, y la nostalgia que sentía por Hanna o Farah, o quien fuera que pudiese llenar el vacío que había en su pecho.

—¡Mi pequeño! —dijo tan emocionado y absorto que no advirtió que el portátil se acababa de activar para mostrar imágenes de una de las cámaras de vigilancia instaladas alrededor de la casa.

Allí fuera, en el jardín azotado por la tormenta, se veía a un hombre larguirucho embutido en una cazadora de cuero y con una gorra gris tan encasquetada que casi le ocultaba el rostro. Fuera quien fuese, se trataba de alguien que sabía que le estaban grabando. Aunque parecía delgado, había algo en su forma de andar que resultaba ligeramente teatral; caminaba como meciéndose de un lado para otro, como si fuera un boxeador de peso pesado a punto de subir al cuadrilátero.

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