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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (44 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¿No podría haber tenido acceso a los ordenadores del Centro Oden? —inquirió pensativa Amanda Flod.

—No me imagino a Mikael Blomkvist haciendo de
hacker
—dijo Sonja Modig.

—¿Y Salander? —se preguntó Jerker Holmberg—. ¿Qué sabemos realmente de esa chica? Contamos con un voluminoso expediente de ella, pero la última vez que se cruzó en nuestro camino nos sorprendió en todo. Quizá también ahora las apariencias engañen.

—Exacto —apuntó Curt Svensson—. Aquí hay demasiados interrogantes.

—Es casi lo único que hay. Y justo por eso debemos proceder según el reglamento —aclaró Jerker Holmberg.

—Ignoraba que el reglamento tuviera una cobertura tan amplia —comentó Bublanski con un sarcasmo que en realidad no le gustaba.

—Sólo quiero señalar que esto hay que tomarlo como lo que es: el secuestro de un niño. Han pasado casi veinticuatro horas desde que desaparecieron y no sabemos nada de ellos. Divulgaremos el nombre y la foto de Salander, y luego analizaremos minuciosamente toda la información que nos vaya llegando —concluyó Jerker Holmberg con gran autoridad, lo que pareció provocar el asentimiento de todos. Y entonces Bublanski cerró los ojos y pensó en lo mucho que quería a su equipo.

Sentía una mayor compenetración con ellos que con sus hermanos o sus padres. Aunque ahora, a pesar de todo, se veía obligado a ir en contra de sus colegas.

—Intentaremos encontrarlos con todos los medios de los que disponemos. Pero de momento pospondremos la difusión del nombre y de la foto. Eso sólo crisparía el ambiente, y no quiero dar ninguna pista a los asesinos.

—Además, te sientes culpable —finalizó Jerker Holmberg no sin cierta calidez.

—Además, me siento muy culpable —admitió Bublanski al tiempo que volvía a pensar en su rabino.

Mikael Blomkvist estaba muy preocupado por el niño y por Lisbeth, así que esa noche tampoco había dormido demasiadas horas. Una y otra vez había intentado llamar a Lisbeth a través de la aplicación RedPhone. Pero ella no contestaba. No había oído ni una sola palabra suya desde el día anterior por la tarde. Ahora se encontraba sentado en la redacción procurando refugiarse en su trabajo y dar con aquello que se le escapaba, pues desde hacía un tiempo tenía el creciente presentimiento de que faltaba algo fundamental para completar la historia, algo que le arrojaría una nueva luz. Aunque tal vez se estuviera engañando a sí mismo. Quizá se tratara tan sólo del deseo de que así fuera, de que ese algo que se hallaba oculto fuera grande e importante. Lo último que Lisbeth le había escrito en el enlace cifrado era:

Yuri Bogdanov, Blomkvist. Échale un ojo. Fue él quien vendió la tecnología de Balder a Eckerwald en Solifon.

Había unas fotos de Bogdanov en la red. Llevaba trajes de rayas en todas, pero por muy bien que le sentaran no parecía que fueran suyos. Daba la sensación de que los había robado de camino a la sesión de fotos. Bogdanov tenía el cabello largo y lacio, la piel marcada por la viruela, unas acentuadas ojeras y unos rudimentarios tatuajes caseros que asomaban por debajo de las mangas de la camisa. Su mirada era oscura e intensa, penetrante. Se le veía alto, pero no debía de pesar más de sesenta kilos.

Tenía pinta de ser un expresidiario, pero lo más importante era que había algo en su lenguaje corporal que Mikael reconoció de las imágenes de las cámaras de vigilancia que había visto en la casa de Balder, en Saltsjöbaden: presentaba el mismo aspecto andrajoso y desgarbado. En las pocas entrevistas que Bogdanov había concedido con motivo de su éxito empresarial en Berlín, insinuaba que prácticamente había nacido en la calle.

—Estaba condenado a hundirme, a que me encontraran en algún callejón con una jeringuilla en el brazo. Pero conseguí levantarme y salir del fango. Soy inteligente y un luchador nato —comentaba muy jactancioso.

Por otra parte, no había nada en su vida que contradijera sus palabras, aparte de, tal vez, la sensación de que no había salido del pozo tan sólo por sus propios méritos. Existían indicios de que había recibido ayuda de ciertas personas poderosas que se habían dado cuenta de su talento. En una revista alemana de tecnología, el director de seguridad de Horst, un instituto de crédito, declaró: «Bogdanov tiene una mirada mágica. Detecta como nadie los puntos vulnerables de los sistemas de seguridad. Es un genio».

Resultaba obvio que Bogdanov debía de ser un
hacker
estrella, por mucho que la imagen oficial fuera la de alguien que sólo ejercía de
white hat
, o sea, una persona que prestaba un servicio en el lado bueno, legal, y que a cambio de una suculenta recompensa ayudaba a las empresas a descubrir fallos en sus sistemas de seguridad. Tampoco, claro está, había nada en la suya, Outcast Security, que pareciera dudoso o que levantase la más mínima sospecha de que pudiera tratarse de una tapadera para realizar otras actividades. Los miembros del consejo de administración eran personas con una sólida formación y sin mancha alguna en ningún registro. Pero Mikael, naturalmente, no se contentaba con eso. Andrei y él se pusieron a estudiar a todas las personas —incluidos los socios de los socios— que habían tenido algún tipo de trato con la empresa. Por ínfimo que fuera. Y entonces descubrieron que un tal Orlov había estado en el consejo como suplente durante un breve período, lo que ya desde el primer momento se les antojó un poco extraño, pues Vladímir Orlov no era un profesional de la informática sino un empresario de medio pelo del mundo de la construcción. Había sido un prometedor boxeador de peso pesado de Crimea y, a juzgar por las escasas fotos que Mikael encontró en Internet, parecía un tipo muy bruto en el que la vida había provocado bastantes estragos, una persona a la que una chica joven no invitaría a tomarse un té en su casa.

Hallaron datos sin confirmar de que había sido condenado por un delito de lesiones y proxenetismo. Se había casado dos veces; en ambos casos las mujeres habían fallecido, si bien Mikael no había podido determinar las causas de la muerte. Pero lo realmente interesante era que había sido suplente de la junta directiva en la discreta —y desde hacía tiempo desmantelada empresa— Bodin Bygg & Export, dedicada a la «venta de material de construcción».

Su propietario era Karl Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko, nombre que no sólo despertó en él el recuerdo de un mundo de maldad y le hizo rememorar su gran
scoop
. También se trataba del padre de Lisbeth y del hombre que había conducido a la muerte a su madre y arruinado su infancia. Zalachenko era una sombra tenebrosa, el corazón negro que se escondía tras su palpitante deseo de venganza.

¿Era una casualidad que ese nombre apareciera en el material enviado por Lisbeth? Mikael sabía mejor que nadie que bastaba con escarbar con suficiente profundidad en cualquier historia para que salieran a la luz conexiones de todo tipo. La vida siempre ofrece correspondencias ilusorias. Sólo que cuando se trataba de Lisbeth Salander, Mikael había aprendido a no confiar mucho en las casualidades.

Si ella le rompía los dedos a un cirujano plástico o se comprometía a investigar un robo de sofisticada tecnología de IA no era sólo porque hubiera meditado previamente sobre ello sino también porque había una razón, un motivo. Lisbeth no olvidaba ninguna injusticia, ningún agravio. Ella devolvía el golpe y ponía las cosas en su sitio. ¿Estaría vinculada su actuación en esta historia con su propio pasado? Desde luego, imposible no era.

Mikael levantó la vista de la pantalla y observó a Andrei. Sus miradas se encontraron y el joven asintió con la cabeza. Desde el pasillo llegaba un ligero olor a comida y de Götgatan subía el ruido amortiguado de una música rock. Fuera, la tormenta arreciaba y el cielo continuaba oscuro y revuelto. Mikael entró en el enlace cifrado no porque esperara encontrar nada sino porque ya lo había incorporado a su rutina. Pero esta vez se le iluminó la cara. Incluso estalló en un pequeño grito de júbilo.

En el enlace ponía:

Estoy bien. Nos vamos al escondite dentro de poco.

Él contestó en el acto:

Fantástico. Conduce con cuidado.

Luego no pudo resistirse a añadir:

Lisbeth: ¿a quién estamos buscando realmente?

Ella respondió de inmediato:

¡Ya lo deducirás, listillo!

«Estoy bien» era una exageración. Lisbeth se sentía mejor. Pero todavía se encontraba francamente mal. Durante la mitad del día anterior apenas había sido consciente ni del tiempo ni del espacio, y sólo haciendo acopio del mayor de los esfuerzos fue capaz de arrastrarse hasta la cocina para darle de comer y beber a August y para proporcionarle papel y lápices de colores con el fin de que retratara al asesino. Y ahora que se volvía a acercar a él una vez más vio, a cierta distancia, que el chico no había dibujado nada de nada.

Era verdad que había llenado de papeles la mesa que se hallaba delante de él, frente al sofá, pero no se trataba de dibujos, sino más bien de una larga serie de garabatos. Lisbeth, más por distracción que por curiosidad, les echó un vistazo. Eran números, interminables series de números; y aunque al principio no entendía nada, su interés fue aumentando poco a poco hasta que, de pronto, pegó un silbido.

—¡Hostia! —murmuró.

Acababa de ver unos números vertiginosamente elevados que por sí mismos no le decían nada, pero que en combinación con los de al lado formaban una estructura familiar. Y cuando siguió hojeando los papeles e incluso se topó con la sencilla serie de números 641, 647, 653 y 659, no le cupo ninguna duda: se trataba de
sexy prime quadruplets
, como se decía en inglés, números sexys en el sentido de que conformaban una serie de cuatro números primos correlativos que estaban separados por seis unidades.

También había números primos gemelos y todo tipo de combinaciones de números primos… Y entonces no pudo reprimir una sonrisa.

—¡Qué chulo! —dijo—. ¡Cómo mola!

Pero August ni contestó ni levantó la mirada. Se limitó a permanecer sentado sobre las rodillas ante la mesa que había frente al sofá, como si lo único que le interesara fuera seguir escribiendo sus números. Entonces Lisbeth se acordó vagamente de que en algún sitio había leído algo sobre los
savants
y los números primos. Sin embargo no pensó más en ello. Se encontraba demasiado fatigada como para seguir ahondando en sus pensamientos, de modo que se dirigió al cuarto de baño para tomarse otras dos pastillas de Vibramicina que guardaba allí desde hacía bastante tiempo.

Llevaba automedicándose con antibióticos desde que, maltrecha y dolorida, había aterrizado en su casa. Tras tomarse las cápsulas, metió en la bolsa su pistola, su ordenador y una muda, y le dijo al chico que se levantara. Él no quería. Agarraba de forma compulsiva el lápiz sin moverse y, por un momento, Lisbeth se quedó delante de él desconcertada, sin saber qué hacer. Luego le repitió con voz severa:

—¡Levántate!

Y entonces el niño obedeció y ella se puso, por si acaso, una peluca y unas gafas oscuras.

Se abrigaron, bajaron en el ascensor hasta el garaje y, una vez dentro del BMW, pusieron rumbo a Ingarö. Lisbeth conducía con la mano derecha. El hombro izquierdo estaba fuertemente vendado y le dolía, al igual que la parte superior del pecho. Todavía tenía fiebre y en un par de ocasiones se vio obligada a parar para descansar un rato en el arcén. Cuando por fin llegaron a la playa y al embarcadero de Stora Barnvik, ya en la isla, subieron por la larga escalera de madera que discurría en paralelo a la pendiente y entonces entraron en la casa, de acuerdo con las instrucciones recibidas. Acto seguido, Lisbeth cayó rendida en la cama de la habitación contigua a la cocina. Tiritaba de frío.

A pesar de todo, al cabo de un rato se levantó y, con cierta dificultad para respirar, se sentó frente a su portátil a la mesa de la cocina para intentar, de nuevo, romper el cifrado del archivo que había descargado de la NSA. Esta vez tampoco lo logró. Ni por asomo. A su lado estaba August con la mirada clavada en todos los lápices y las hojas que Erika Berger había dejado allí. Pero ahora no tenía fuerzas para escribir series de números primos ni, mucho menos aún, para dibujar a ningún asesino. Quizá se encontrara todavía demasiado conmocionado.

El hombre que se hacía llamar Jan Holtser se hallaba sentado en una habitación del Clarion Hotel Arlanda hablando por teléfono con su hija Olga, quien, como él ya se esperaba, no le creía.

—¿Me tienes miedo? —preguntó ella—. ¿Me evitas porque temes que yo no me crea tus excusas y que al pedirte explicaciones me enfrente contigo?

—No, no, en absoluto. Es que tenía que… —intentó justificarse él.

Le costaba dar con las palabras. Sabía que Olga se había dado cuenta de que le ocultaba algo y terminó la conversación antes de lo que hubiera deseado. A su lado, sobre la cama, Yuri no hacía más que maldecir: había revisado el ordenador de Frans Balder por enésima vez sin encontrar, como él decía, «ni una mierda», «¡ni una puta mierda!».

—¿Así que he robado un ordenador que no contiene nada? —inquirió Jan Holtser.

—Exactamente.

—Y entonces ¿para qué lo tenía?

—Para algo muy especial, eso está claro. He constatado que un archivo muy grande que, con toda probabilidad, estaba conectado con otros ordenadores, ha sido borrado no hace mucho. Pero por más que lo intento no soy capaz de recuperarlo. Ese tipo sabía lo que hacía.

—Desesperante.

—Es la hostia de desesperante.

—¿Y el teléfono, el Blackphone?

—Hay algunas llamadas que no he podido rastrear y que quizá sean de la policía de seguridad sueca o de la FRA. Pero lo que más me preocupa es otra cosa.

—¿Qué?

—Una larga conversación que Balder mantuvo justo antes de que tú entraras en la casa. Estaba hablando con alguien del MIRI, el Machine Intelligence Research Institute.

—¿Y qué hay de preocupante en eso?

—Para empezar, el momento. Me da la sensación de que se trata de alguna llamada urgente. Pero también el hecho de que sea el MIRI. Ese instituto trabaja para que en el futuro los ordenadores inteligentes no se vuelvan peligrosos para la humanidad, y no sé, me da mala espina. Es como si Balder les hubiera cedido una parte de su investigación, o que…

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