Lo que no te mata te hace más fuerte (42 page)

Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online

Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
12.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No lo sé. Espero que no. Ahí fuera hay un tal Jacob Charro esperando a que se le tome declaración.

—¿Quién es?

—Un futbolista bastante bueno del Syrianska. Y el muchacho que llevó en el coche a la chica y al niño de Sveavägen.

Sonja Modig se sentó en la sala de interrogatorios enfrente de un joven y musculoso hombre de pelo corto y moreno y marcados pómulos. Llevaba un jersey de cuello de pico de color ocre, sin camisa por debajo, y daba la sensación de estar entre conmocionado y orgulloso al mismo tiempo.

—El interrogatorio se inicia a las 18.35 horas, el 22 de noviembre. Se toma declaración al testigo Jacob Charro, de veintidós años de edad, residente en Norsborg. Cuéntenos lo que ha pasado esta mañana —le pidió Sonja Modig.

—Bueno, pues… —empezó Jacob Charro—. Yo iba subiendo por Sveavägen cuando me di cuenta de que había mucho jaleo y pensé que había habido un accidente. Por eso aminoré la marcha. Pero entonces, por la izquierda, apareció un hombre corriendo y cruzó la calzada sin ni siquiera mirar el tráfico, y recuerdo que pensé que quizá fuera un terrorista.

—¿Qué le hizo pensar eso?

—Que parecía como poseído.

—¿Recuerda qué aspecto tenía?

—No sabría muy bien qué decir, había algo raro en su cara.

—¿Raro en qué sentido?

—Como si no fuera la suya. Llevaba unas gafas de sol redondas, que tenía muy bien sujetas a las orejas, como con gomas. Luego las mejillas, no sé, era como si tuviera algo en la boca; y el bigote y las cejas, y el color de la piel… Me pareció todo muy extraño.

—¿Le dio la impresión de que llevaba una careta?

—Había algo raro. Pero no reflexioné mucho sobre eso, porque en ese instante la puerta trasera se abrió de golpe y luego… ¿Qué quiere que le diga? Fue uno de esos momentos en los que pasan demasiadas cosas a la vez, como si el mundo entero se cayera sobre uno. De buenas a primeras vi que en mi coche había gente desconocida y que me rompían el cristal de la ventanilla de atrás. Me quedé en
shock
.

—¿Y qué hizo?

—Pisé a fondo el acelerador, como un loco. Creo que la chica que se metió atrás me gritó que lo hiciera; yo estaba tan aterrado que apenas sabía lo que hacía. Sólo obedecí órdenes.

—¿Órdenes dice?

—Ésa es la sensación que tuve. Creía que nos estaban persiguiendo, así que no vi otra salida que obedecer. Giré de un lado a otro, siguiendo las instrucciones que la chica me iba dando, y además…

—¿Sí?

—Había algo en su voz. Sonaba tan fría y concentrada que me agarré a ella. Era como si su voz fuera lo único controlado de toda aquella locura.

—Ha dicho que creía saber quién era esa chica.

—Sí, pero no en ese momento. ¡Qué va! No pensaba más que en lo absurdo que resultaba todo, y tenía un miedo horroroso. Además, en el asiento de atrás la sangre salía a borbotones.

—¿Del chico o de la chica?

—Al principio no lo supe, y ellos tampoco parecían saberlo. Pero de repente oí un «
yes
», una exclamación, como si acabara de ocurrir algo muy bueno.

—¿De qué se trataba?

—La chica se dio cuenta de que era a ella y no al niño a quien habían alcanzado, y recuerdo que fue algo en lo que no dejé de pensar. Era como si dijera «¡Genial, me han dado a mí!», y eso que no era una herida pequeña, todo lo contrario. Por mucho que la vendaba no conseguía parar la hemorragia. La sangre salía sin cesar y la tía se fue poniendo cada vez más pálida. Se encontraba fatal.

—Y a pesar de eso estaba contenta de haber sido ella y no el niño…

—Exacto. Como una madre.

—Pero no era su madre.

—No, ¡qué va! Ni siquiera se conocían, es lo que me dijo, y eso quedó cada vez más patente. La chica no daba la impresión de tener muy buena mano con los críos. En ningún momento se le ocurrió abrazarlo o decirle unas palabras de consuelo. Lo trataba más bien como a un adulto y le hablaba con el mismo tono que a mí. Incluso me pareció que iba a darle whisky.

—¿Whisky? —preguntó Bublanski.

—Yo llevaba una botella en el coche que pensaba regalarle a mi tío, pero se la di a ella para que se desinfectara la herida y bebiese un poco. Se echó unos buenos tragos, la verdad.

—Así, en general, ¿cómo le pareció que trataba al chico? —preguntó Sonja Modig.

—Si le soy sincero, no sé muy bien qué decir. No es que derrochara simpatía precisamente. A mí me trató como a un jodido criado y no tenía ni puta idea de cómo actuar con un niño, como ya he comentado, pero aun así…

—¿Qué?

—Creo que es buena persona. No la contrataría como canguro para mis hijos, a ver si entienden lo que quiero decir. Pero es una tía legal.

—¿Cree entonces que el niño estará seguro con ella?

—Yo diría que esa tía puede ser peligrosísima o volverse loca de atar. Pero ese chaval… August se llama, ¿no?

—Sí.

—A August lo protegerá con su vida si hace falta. Ésa fue mi impresión.

—¿Cómo se separaron?

—Ella me pidió que los llevara a la plaza de Mosebacke.

—¿Vivía allí?

—No lo sé. No me dio ningún tipo de explicación, nada de nada. Quería que fuéramos hasta allí y ya está. Pensé que tendría su vehículo por la zona. Pero por lo demás no dijo ni una sola palabra innecesaria. Me pidió mis datos personales. Me iba a recompensar por los daños del coche, me explicó, y por algo más.

—¿Le dio la sensación de que tenía mucho dinero?

—Bueno… Si sólo la juzgara por la pinta que llevaba diría que debe de vivir en un cuchitril. Pero la forma de actuar y hablar…, no sé. No me sorprendería que estuviese forrada. Me pareció que estaba acostumbrada a hacer lo que le daba la gana.

—¿Qué pasó luego?

—Le dijo al niño que se bajara.

—¿Y él lo hizo?

—Estaba como paralizado. Se limitó a mecer el cuerpo adelante y atrás, y no se movió ni un milímetro. Pero entonces ella se lo pidió con un tono más severo, le dijo que era muy importante, cuestión de vida o muerte, o algo parecido. Y entonces el niño salió del automóvil andando con los brazos totalmente rígidos, como si caminara en sueños o algo así.

—¿Vio hacia dónde se dirigieron?

—Tan sólo que iban hacia la izquierda, hacia Slussen. Pero la chica…

—¿Sí?

—Estaba claro que se encontraba fatal. Avanzaba dando tumbos. Yo pensé que se iba a desplomar de un momento a otro.

—Eso no suena nada bien. ¿Y el chico?

—No creo que se encontrara muy allá tampoco. Tenía una mirada de lo más rara, y durante todo el viaje estuve preocupadísimo por si le daba una crisis nerviosa o algo. Aunque, la verdad, cuando se bajó del coche parecía haber aceptado la situación. Preguntó «adónde» varias veces, «adónde».

Sonja Modig y Bublanski intercambiaron una mirada.

—¿Está seguro de eso? —preguntó ella.

—¿Y por qué no iba a estarlo?

—Porque a lo mejor cree que le oyó decir eso debido a que puso una cara inquisitiva, por ejemplo.

—¿Y por qué iba a hacer yo una cosa así?

—Porque la madre de August Balder dice que el chico no sabe hablar, nada de nada —continuó Sonja Modig.

—¿Me está tomando el pelo?

—No, y parece muy raro que el niño, en esas circunstancias, pronunciara las primeras palabras de su vida.

—Bueno, yo oí lo que oí.

—De acuerdo, ¿y qué contestó la chica?

—«Por ahí», creo. O «hacia allá». Algo así. Luego, como ya he dicho, estuvo a punto de desplomarse. Además, me ordenó que me largara de allí.

—¿Y lo hizo?

—Como alma que lleva el diablo. Pisé a fondo como nunca.

—¿Y después cayó en la cuenta de a quién había llevado en su coche?

—Me imaginé que el niño era el hijo de ese genio del que han hablado tanto en Internet. Pero la chica… me sonaba vagamente, nada más. Me hacía recordar algo, y al final no pude seguir conduciendo. Me entraron unos nervios tremendos y no paraba de temblar, así que detuve el coche en Ringvägen, a la altura de Skanstull, más o menos, y entré corriendo en el Clarion Hotel Arlanda para tomarme una cerveza e intentar calmarme un poco. Fue entonces cuando todo me empezó a cuadrar. Era esa tía a la que buscaban por asesinato hace unos años y que al final quedó absuelta de todo, y de la que luego se supo que de niña había sufrido un montón de abusos en un hospital psiquiátrico. De eso me acuerdo muy bien porque en aquella época yo tenía un amigo cuyo padre había sido torturado en Siria. El pobre hombre estaba pasando por lo mismo aquí, en el psiquiátrico: un montón de descargas eléctricas y mierdas de ésas. Sólo porque no soportaba convivir con sus recuerdos. Era como si la tortura también continuara en el hospital.

—¿Está seguro de eso?

—¿De que fue torturado…?

—No, de que era ella, Lisbeth Salander.

—Miré con mi móvil todas las fotos que había en la red, y no me cabe la menor duda. También concuerdan otros detalles, ¿saben…?

Jacob dudó, como si le diera vergüenza.

—Ella se quitó la camiseta porque necesitaba usarla como venda, y cuando se volvió un poco para vendarse el hombro vi que en la espalda tenía tatuado un gran dragón que le subía hasta los hombros. El tatuaje se menciona en uno de los artículos que hay sobre ella en Internet.

Erika Berger estaba en la casa de Ingarö de Gabriella. Había llevado dos bolsas llenas de comida, lápices de colores, una pila de folios, un par de puzles bastante difíciles y unas cuantas cosas más. Pero no había rastro alguno ni de August ni de Lisbeth, y tampoco podía contactar con ellos. Lisbeth no respondía ni a la aplicación RedPhone ni al enlace criptografiado, lo que hizo que Erika se preocupara.

Mirara como mirase la situación, no podía verla más que como de muy mal agüero. Era cierto que Lisbeth Salander no presentaba mucha inclinación por las frases innecesarias ni las palabras tranquilizadoras. Pero en este caso había sido ella la que pidió que les facilitaran un escondite seguro. Además, tenía a un niño bajo su responsabilidad, y si no respondía a ninguna llamada debía de estar muy mal, ¿no? En el peor de los casos, estaría tirada en algún lugar herida de muerte.

Erika soltó una palabrota mientras salía a la terraza, la misma terraza donde Gabriella y ella habían estado hablando de refugiarse del mundo. De aquello no hacía más que unos meses. Aun así, le parecía muy lejano. Ahora no había mesas, ni sillas, ni botellas, ni ningún jaleo procedente del interior de la casa, sólo nieve, ramas y algunos desperdicios que la tormenta había llevado hasta allí. Cualquier indicio de vida parecía haber abandonado el lugar, y de algún modo el recuerdo de aquella noche no hacía más que reforzar la desolación del ambiente. La fiesta flotaba en el aire como un fantasma.

Erika regresó a la cocina y se puso a meter comida en la nevera, platos que se podían calentar en el microondas: albóndigas, espaguetis con salsa boloñesa, salchichas
Stroganoff
, gratén de pescado, bocaditos de patata… También un montón de comida basura y congelada que Mikael le había aconsejado que comprara: Billys Pan Pizza, empanadillas, patatas fritas…, y Coca-Cola, una botella de Tullamore Dew, un cartón de tabaco, tres bolsas de patatas fritas, chucherías, tres tabletas de chocolate y barritas de regaliz. En la mesa grande y redonda de la cocina dejó hojas de papel, lápices de colores, lapiceros, gomas de borrar, una regla y un compás. En la primera hoja de la pila de folios dibujó un sol, una flor y la palabra «Bienvenidos» en cuatro cálidos colores.

La casa, ubicada sobre una colina no muy lejos de la orilla del mar, no se podía ver a simple vista desde el exterior. Se hallaba estratégicamente situada detrás de unos pinos y constaba de tres dormitorios, salón y una cocina grande que daba a una terraza acristalada que constituía el verdadero corazón de la casa. En la cocina, aparte de la mesa redonda, había una vieja mecedora y dos sofás raídos y hundidos que, con la ayuda de un par de mantas rojas recién compradas, resultaban bonitos y acogedores. Era un hogar muy agradable.

Y con toda probabilidad un escondite estupendo. Erika dejó la puerta abierta, puso las llaves, tal y como habían acordado, en el cajón superior de la cómoda de la entrada y bajó por una larguísima escalera de madera que seguía la inclinación de la colina y que era la única vía de acceso a la casa para el que llegaba en coche.

El cielo se veía oscuro e inquieto, y había vuelto a soplar un viento muy fuerte. Erika se sentía desanimada y triste, estado que no mejoró cuando, mientras conducía de regreso a la ciudad, empezó a pensar en la madre de August, Hanna Balder. Erika no había tenido ocasión de conocerla, aunque tampoco es que fuera precisamente fan suya, al menos antes, en esa época en la que Hanna solía hacer papeles de mujeres a las que todos los hombres pretendían seducir: sexys y tontamente ingenuas, un hecho que, por otra parte, Erika consideraba habitual en la industria del cine, que se decantaba siempre por ese tipo de personajes femeninos. Pero eso ya no era así, razón por la cual Erika sintió un poco de vergüenza por su vieja hostilidad. Había juzgado con demasiada severidad a Hanna Balder, algo que resulta muy sencillo cuando se trata de mujeres jóvenes y guapas que gozan de un gran éxito.

En la actualidad —las pocas veces que Hanna Balder aparecía en grandes producciones— sus ojos mostraban más bien una tristeza contenida, lo que otorgaba profundidad a sus papeles. Quizá ahora —¿qué sabía Erika?— esa pena fuera auténtica. Hanna Balder no lo había tenido fácil. Sobre todo durante las últimas veinticuatro horas. Ya desde muy temprano, esa misma mañana, Erika había insistido en que debían informar a Hanna del paradero de su hijo y llevarla hasta allí. Le parecía que era una de esas situaciones en las que un hijo necesita a su madre.

Pero Lisbeth, que a esas alturas todavía tenía a bien comunicarse con ellos, se había opuesto a la idea. Nadie sabía de dónde provenía la filtración, escribió, y no era imposible que procediera del círculo de la madre y de Lasse Westman, en quien nadie confiaba y que parecía haber optado por quedarse en casa todo el día para no tener que enfrentarse a los periodistas que montaban guardia ante su portal. Era una situación desesperada que a Erika no le gustaba nada; confiaba —¡por Dios!— en que luego fueran capaces de dar cuenta de toda la historia de forma digna y verosímil sin que ni la revista ni nadie acabara en mal lugar.

Al menos no dudaba de la capacidad de Mikael, en especial cuando mostraba ese aspecto de estar muy ocupado. Además, le ayudaba Andrei Zander. Erika sentía debilidad por él. Se trataba de un chico muy guapo del que la gente a veces pensaba, erróneamente, que era gay. No hacía mucho, en una cena en casa de Erika y Greger, en Saltsjöbaden, Andrei les había contado la historia de su vida, algo que a Erika no le hizo disminuir, ni mucho menos, su simpatía por él. Todo lo contrario.

Other books

Moving in Rhythm by Dev Bentham
The Great Forgetting by James Renner
The World Above the Sky by Kent Stetson
Watching the Ghosts by Kate Ellis
Daughter of Necessity by Marie Brennan