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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (45 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¿Sí?

—O que les hubiera contado todo lo nuestro, toda la mierda que pudiera saber sobre nosotros.

—Eso sería muy jodido.

Yuri hizo un gesto afirmativo con la cabeza y Jan Holtser renegó en silencio. Nada había salido como esperaban y ninguno de los dos estaba acostumbrado a fracasar. Ahora habían fallado dos veces seguidas y por culpa de un niño, un niño retrasado, cosa que ya en sí misma resultaba bastante dolorosa. Pero eso no era lo peor.

Lo peor era que Kira iba de camino y, para colmo, en un estado, al parecer, de máxima alteración, algo a lo que tampoco estaban habituados. Todo lo contrario: ella más bien solía mostrar una fría elegancia que otorgaba a sus actividades un aire de invulnerabilidad y que les hacía sentirse invencibles. Sin embargo, ahora se hallaba furiosa, fuera de sí, y les había gritado que eran un par de inútiles y unos idiotas totalmente incompetentes. Aunque la verdadera causa no era que hubieran errado el tiro o los tiros que impactaron —o quizá no— en el chico. No; la causa de su rabiosa enajenación residía en la chica que había aparecido de la nada para proteger a August Balder. Era ella la que había provocado que Kira perdiera por completo los estribos.

Cuando Jan procedió a describirla —lo poco que le había dado tiempo a ver— Kira comenzó a acribillarlo a preguntas. Al contestarle con la respuesta correcta —o con la errónea, dependiendo de cómo se viera el asunto— se volvió loca y empezó a pegarles gritos y abroncarlos: que si tendrían que haberla matado, que si ya se lo figuraba, que si todo se había echado a perder… Ni Jan ni Yuri comprendían lo desmesurado de su reacción. Ninguno de los dos la había oído gritar antes de esa manera.

Claro que, por otra parte, muchas eran las cosas que ignoraban de Kira. Jan Holtser nunca olvidaría ese día en el que, en una
suite
del Hotel D’Angleterre de Copenhague, tras haber mantenido relaciones sexuales con ella por tercera o cuarta vez, se quedaron en la cama tomando champán y charlando, como en tantas otras ocasiones, de las guerras en las que había participado Jan así como de sus asesinatos. En un momento dado, él le acarició el hombro y, al pasarle la mano por el brazo, descubrió en su muñeca una triple cicatriz.

—¿Cómo te has hecho eso, cariño? —le preguntó. Y ella le devolvió una devastadora mirada cargada de odio.

Después de aquello, ella nunca quiso volver a acostarse con él. Jan lo interpretó como un castigo por haberle hecho la pregunta. Kira se ocupó de Yuri y de él y les dio montones de dinero, pero no permitió que ninguno de los dos, ni nadie más de su entorno se interesara por su pasado. Formaba parte de unas leyes no escritas, un acuerdo tácito, de modo que a ninguno de ellos se le pasaba ya por la cabeza intentar hacerlo. Para bien o para mal —sobre todo para bien, creían todos—, ella era su benefactora, así que deberían tolerar sus caprichos y aceptar vivir con la constante incertidumbre de si los trataría con cariño o con frialdad; eso en el caso de que no los abroncara o, incluso, de que no les propinara una inesperada y dolorosa bofetada.

Yuri cerró el ordenador y le pegó un trago a su cubata. Los dos procuraban controlar su consumo de alcohol lo mejor que podían para que Kira no se lo echara en cara. Pero resultaba casi imposible: demasiada frustración y adrenalina incitaba a beber. Jan toqueteaba nervioso su teléfono.

—¿Olga no te ha creído? —preguntó Yuri.

—Ni lo más mínimo. Y por si fuera poco supongo que pronto me verá en forma de dibujo infantil en la portada de todos los periódicos.

—No acabo de tragarme lo del dibujo. Bueno, no se lo creen ni ellos… Ya les gustaría.

—Entonces ¿estamos esforzándonos por matar a un niño innecesariamente?

—No me extrañaría. ¿No debería Kira haber llegado ya?

—Estará al caer.

—¿Quién crees que fue?

—¿Quién?

—La tía que apareció de la nada.

—Ni idea —dijo Jan—. Y no creo que Kira lo sepa tampoco. Más bien es como si algo le preocupara.

—Supongo que habrá que matarlos a los dos.

—Me temo que habrá que hacer más que eso.

August no se encontraba bien, eso estaba clarísimo. Le habían salido unas manchas rojas en el cuello y tenía las manos cerradas con fuerza. A Lisbeth Salander, que se hallaba sentada a su lado en la mesa redonda de la cocina trabajando en su criptografía RSA, le dio miedo que le fuera a dar algún ataque. Sin embargo, lo único que pasó fue que August agarró un lápiz de color, uno negro.

En ese mismo instante, una ráfaga de viento hizo temblar los grandes ventanales que tenían delante, lo que provocó que August dudara y se limitara a pasear la mano izquierda de un lado a otro por encima de la mesa. Pero de pronto, a pesar de todo, empezó a dibujar: una línea aquí, otra allá y, a continuación, unos pequeños círculos, seguramente botones, pensó Lisbeth; después una mano, los detalles de un mentón, la pechera de una camisa desabotonada. Todo se aceleró y, pasados unos instantes, la tensión de la espalda y de los hombros del niño fue disminuyendo. Era como si se tratase de una herida que se abriera de golpe para luego empezar a curarse, aunque eso no quería decir, en absoluto, que estuviese más tranquilo.

Sus ojos ardían con un brillo atormentado y, de vez en cuando, tenía sacudidas en el cuerpo. Pero sin lugar a dudas algo en su interior se había liberado, y cambió de color para dibujar un suelo, un parqué de roble, y encima de éste un hormigueo de piezas de puzle que posiblemente formaran una resplandeciente ciudad en plena noche. Aun así, ya en ese momento resultaba obvio que no iba a ser un dibujo decorativo e inocente.

La mano y el pecho desabotonado resultaron pertenecer a un hombre corpulento que hacía gala de una protuberante barriga cervecera. Éste se hallaba encorvado, como una navaja a medio abrir, y estaba pegándole a una persona pequeña que se encontraba sentada en el suelo, alguien que no aparecía en el campo de visión por la simple razón de que era quien contemplaba la escena y recibía los golpes. Era un dibujo inquietante y desagradable, de eso no cabía la menor duda.

Pero no parecía tener nada que ver con el asesinato, aunque en este caso también se revelaba a un malhechor. En medio del dibujo, en su verdadero epicentro, aparecía una cara rabiosa y sudorosa en la que todas y cada una de las arrugas de amargura y resentimiento, por ínfimas que fueran, estaban captadas con gran exactitud. Lisbeth reconoció ese rostro, y no porque viera mucho la tele o fuese muy a menudo al cine.

Pertenecía al actor Lasse Westman, el padrastro de August. Por eso se inclinó hacia el niño y le dijo con una sagrada y vibrante furia:

—¡Eso no te lo volverá a hacer nunca más! ¡Nunca!

Capítulo 21

23 de noviembre

Alona Casales comprendió que algo iba mal cuando la desgarbada figura del comandante Jonny Ingram se dirigió a la mesa de Ed the Ned. Según se iba acercando, ya se podía apreciar en la inseguridad de su lenguaje corporal que llevaba malas noticias, algo que en circunstancias normales no le habría importado lo más mínimo.

Por regla general, Jonny Ingram parecía regocijarse en el mal ajeno cada vez que le clavaba un puñal por la espalda a alguien. No obstante, con Ed era diferente. Incluso los peces gordos le tenían miedo. Porque si alguien se metía con él, a Ed se lo llevaban los diablos, y a Jonny Ingram no le gustaban las escenas, y mucho menos todavía ofrecer una imagen patética. Pero si pensaba meterse con Ed, eso era precisamente lo que le esperaba.

Se quedaría como si le hubiese pasado un huracán por encima. Mientras Ed era corpulento y de temperamento explosivo, Jonny Ingram era un chico de clase alta, esbelto, y con cierto amaneramiento en su forma de moverse. Jonny Ingram resultaba ser un verdadero maestro a la hora de manejar los hilos del poder y no carecía de influencia en ningún círculo importante ni de Washington ni de la vida empresarial. Estaba en el equipo directivo, un poco por debajo del jefe de la NSA, Charles O’Connor, y aunque poseía una gran habilidad para repartir cumplidos y hacía gala de una generosa sonrisa, ésta nunca se le reflejaba en los ojos. Era un hombre temido como pocos.

Tenía bien pillada a la gente, y su área de responsabilidad, entre otras, era la vigilancia de tecnologías estratégicas. O dicho más burdamente: el espionaje industrial, esa parte de la NSA que le echa una mano a la industria americana de alta tecnología en la dura competencia internacional.

Pero ahora que se hallaba frente a Ed, hecho todo un figurín con su traje, encogió el cuerpo. Hasta Alona, sentada a unos treinta metros de distancia, intuía a la perfección lo que iba a suceder a continuación: Ed no tardaría en estallar; su pálido y extenuado rostro había enrojecido. De repente, se puso de pie con su combada y torcida espalda y su imponente barriga y, lleno de furia, pegó un aullido ensordecedor.

—¡Puto lameculos de mierda!

Nadie más que Ed se atrevería a llamar «puto lameculos de mierda» a Jonny Ingram. Alona se percató de que ésa era una de las razones por las que lo quería.

August empezó otro dibujo.

Trazó unas rápidas líneas en el papel. Presionaba con tanta fuerza que el lápiz negro se rompió y, al igual que la otra vez, dibujó a vuela pluma, poniendo un detalle aquí y otro allá, fragmentos muy dispares que iban aproximándose entre sí hasta formar una unidad. Se trataba de la misma habitación. Pero el puzle del suelo tenía otro motivo, mucho más fácil de apreciar: representaba un coche deportivo rojo que pasaba a toda pastilla ante unas gradas llenas de un jubiloso público, y por encima del puzle había no un hombre sino dos.

Uno de ellos era de nuevo Lasse Westman. En esta ocasión llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, y tenía una mirada inyectada en sangre y un poco bizca. Daba la impresión de estar bebido y de que apenas se mantenía en pie. Aunque eso no disminuía su furia. Babeaba de rabia. Pese a ello, no era la persona más amedrentadora del dibujo. A su lado se encontraba otro hombre, cuyos vidriosos ojos irradiaban puro sadismo. Al igual que Westman, estaba borracho, y sin afeitar, y tenía unos labios muy finos, casi imperceptibles. Parecía estar dándole patadas a August. Y aunque, como en el anterior dibujo, el niño no aparecía en la imagen, se hallaba muy presente mediante su ausencia.

—¿Quién es el otro? —preguntó Lisbeth.

August no contestó. Pero sus hombros se estremecieron y sus piernas formaron un nudo por debajo de la mesa.

—¿Quién es el otro? —repitió Lisbeth algo más severa. Y entonces August escribió en el dibujo, con una letra infantil y un poco temblorosa:

ROGER

¿Roger? A Lisbeth ese nombre no le decía nada.

Un par de horas más tarde, en Fort Meade, una vez que sus
hackers
hubieron recogido y limpiado, justo antes de marcharse con pasos tristes y pesados, Ed se acercó a Alona. Pero lo raro era que Ed ya no parecía cabreado o ultrajado. Más bien irradiaba rebeldía, y ni siquiera se le veía torturado por su espalda. En la mano sostenía un cuaderno. Uno de los tirantes de sus pantalones se había soltado.

—Estimado caballero —le saludó Alona—: tengo mucha curiosidad. ¿Qué ha pasado?

—Me han dado vacaciones —contestó—. Me voy a Estocolmo.

—¿De entre todos los sitios de este mundo te vas a Estocolmo? ¿No hace allí mucho frío en esta época?

—Al parecer más que nunca.

—Tú no te vas de vacaciones…

—No, pero que quede entre nosotros.

—Ahora has despertado más aún mi curiosidad.

—Jonny Ingram nos ha ordenado que cerremos la investigación. El
hacker
sale indemne y nosotros nos contentamos con tapar algunos agujeros en el sistema de seguridad. Luego deberemos olvidarnos para siempre del tema.

—¿Cómo coño puede dar una orden así?

—Porque si removemos más la mierda, dice, nos arriesgamos a que se descubra lo del ataque. Sería devastador que se hiciera público que hemos sido víctimas de una intrusión informática, por no hablar de la alegría por el mal ajeno que eso provocaría y de todas las personas a las que habría que despedir, yo el primero, para salvar el culo.

—O sea, que encima te ha amenazado.

—Me ha amenazado de la hostia. Me ha dicho que sería humillado y demandado públicamente, no sin antes hacerme pasar por la quilla.

—Sin embargo, no te veo demasiado asustado.

—Voy a destrozarle.

—¿Y cómo lo harás? Ese gilipollas tiene muy buenos contactos en todas partes.

—Yo también cuento con algún que otro contacto. Además, Ingram no es el único que tiene bien pillada a la gente. Ese jodido
hacker
tuvo la amabilidad de interconectar nuestros registros y dejar que compartieran información, y así enseñarnos, de paso, algunos de nuestros trapos sucios.

—Un poco irónico, ¿no?

—Pues sí, se necesita a un ladrón para pillar a otro. Aunque al principio no me pareció tan llamativo, teniendo en cuenta todo lo que estamos haciendo aquí. Pero luego, cuando lo estudié un poco más de cerca…

—¿Sí?

—Resultó ser material altamente explosivo.

—¿En qué sentido?

—Los hombres de Jonny Ingram no sólo recaban información sobre los secretos industriales para ayudar a nuestros grandes grupos de empresas. Algunas veces también venden esa información —a un precio muy alto, por cierto—, y ese dinero, querida Alona, no siempre acaba en las arcas de la organización…

—Sino en sus propios bolsillos.

—Exactamente, y ya tengo suficientes pruebas como para mandar tanto a Joacim Barclay como a Brian Abbot a la cárcel.

—¡Hostia!

—Lo que es lamentable, sin embargo, es que resulte un pelín más complicado pillar a Ingram. Estoy convencido de que es el cerebro de todo este tinglado. Si no, no me cuadra. Pero aún no tengo ninguna prueba irrefutable, lo que me jode un montón y hace que toda la operación sea bastante peligrosa. Sin embargo, no es imposible que haya algo más concreto contra él en ese archivo que el
hacker
descargó, aunque sinceramente lo dudo. Pero ese archivo resulta imposible de descifrar, es un puto cifrado RSA.

—¿Y qué vas a hacer?

—Ir reduciéndole el cerco. Dejarle claro a todo el mundo que sus propios colaboradores están aliados con importantes criminales.

—Como los Spiders.

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