Lo que no te mata te hace más fuerte (17 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Gabriella Grane seguía en su despacho, buscando en la red y en los archivos de la Säpo. Sin embargo, no le sirvió de mucho, y eso, como era lógico, se debía a que no sabía muy bien qué era lo que estaba buscando. Una sensación nueva e inquietante la corroía por dentro, algo vago y difuso.

Alguien había interrumpido su conversación con Frans Balder. Era Helena Kraft, la jefa de la Säpo, que la volvía a llamar por el mismo motivo de la última vez: Alona Casales, la de la NSA, quería hablar con ella. Pero ahora Alona sonaba considerablemente más tranquila y, de nuevo, con ganas de tontear.

—¿Habéis solucionado ya el problema que teníais con los ordenadores? —preguntó Gabriella.

—Ja, ja… Bueno, menudo jaleo se ha montado, aunque nada grave, creo. Te pido disculpas por haberme mostrado tan enigmática cuando hablamos. Quizá tenga que serlo ahora también, al menos hasta cierto punto. Pero quiero darte más información y volver a insistir en que veo la amenaza contra el profesor Balder como real y seria, a pesar de no saber nada a ciencia cierta. ¿Habéis podido hacer algo al respecto?

—He hablado con él. Se niega a abandonar su casa. Me ha dicho que está liado con otras cosas. Le voy a poner vigilancia.

—Perfecto. Y, como quizá sospeches, he hecho algo más que contemplar tu belleza. Estoy muy impresionada, señorita Grane. ¿No debería una chica como tú trabajar en Goldman Sachs y ganar millones?

—No es mi estilo.

—El mío tampoco. No digo que no al dinero, pero este fisgoneo mal pagado me gusta más. Y bueno, corazón, así están las cosas: para nosotros esto no es un asunto de mayor envergadura, en absoluto, algo que, dicho sea de paso, a mí me parece un error, y no sólo porque esté convencida de que este grupo constituye una amenaza contra los intereses económicos de la nación, sino porque también creo que hay vínculos políticos. Uno de esos ingenieros informáticos rusos que te he mencionado, un tal Anatoli Chabarov, también tiene conexiones con un conocido diputado de la Duma rusa llamado Ivan Gribanov, que es un importante accionista de Gazprom.

—Entiendo.

—Pero aún quedan varios cabos sueltos, y llevo mucho tiempo intentado averiguar quién es su líder.

—Ese tal Thanos.

—Ése… o ésa.

—¿Ésa?

—Sí, aunque lo más probable es que me equivoque. Ese tipo de bandas suelen explotar a las mujeres, no las colocan en la cúpula de sus organizaciones. Además, la mayoría de las veces, al mencionar a esa misteriosa figura, se ha hablado siempre de «él».

—¿Qué te hace creer que pueda ser una mujer?

—Una especie de adoración, se podría decir. Los comentarios que se hacen al referirse a esa persona son los mismos que los hombres de todas las épocas han hecho al hablar de las mujeres a las que adoran y desean.

—O sea, que es un bellezón.

—Eso parece, pero quizá lo que he olfateado se trate tan sólo de un poco de homoerótica. Aunque lo cierto es que nadie se alegraría más que yo si los gánsteres o los políticos rusos se dedicaran un poquito más a esa disciplina.

—¡Ja, ja! ¡Estaría bien!

—En realidad te lo comento sólo para que mantengas la mente abierta ahora que parece que todo este lío va a acabar también en tu mesa. Es que hay unos cuantos abogados involucrados, ya sabes. Siempre hay abogados metidos en todo, ¿a que sí? Con los
hackers
se puede robar, y con los abogados se pueden legitimar los robos. ¿Cómo era eso que decía Balder?

—Que todos somos iguales ante la ley si pagamos lo mismo.

—Exactamente. Hoy en día el que se pueda permitir una sólida defensa puede echarle el guante a lo que sea. Supongo que conoces al contrincante jurídico de Balder, el bufete de Washington de Dackstone & Partner.

—Sí, claro.

—Entonces también sabrás que ese bufete ha sido contratado en múltiples ocasiones por grandes empresas tecnológicas que quieren demandar y hundir en la mierda a los inventores e innovadores que pretenden obtener un poco de compensación económica por sus creaciones.

—Por supuesto. Eso lo aprendí cuando estuvimos trabajando con los procesos jurídicos en los que estuvo metido Håkan Lans.

—Una historia espeluznante, desde luego. Pero aquí lo interesante es que Dackstone & Partner también aparece en una de las pocas conversaciones que hemos podido encontrar y leer de esta red criminal, aunque lo cierto es que el bufete sólo es nombrado como D. P. o incluso D.

—De modo que Solifon y esos criminales trabajan con el mismo bufete.

—Eso parece, y el asunto no se detiene ahí. Ahora Dackstone & Partner va a abrir un despacho en Estocolmo, ¿y sabes cómo nos hemos enterado de eso?

—No —dijo Gabriella, que se sentía cada vez más estresada.

Quería terminar la llamada cuanto antes para encargarse de que Frans Balder tuviera protección policial.

—Gracias a la vigilancia a la que hemos sometido a la banda —continuó Alona—. Chabarov lo mencionó accidentalmente, de pasada, lo cual da a entender que existen lazos bastante estrechos con el bufete. La banda estaba al corriente de su idea de establecerse en Estocolmo antes de que fuera de dominio público.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y en Estocolmo, Dackstone & Partner va a asociarse con un abogado sueco llamado Kenny Brodin, un tipo que antes era penalista y al que se le conocía por acercarse a sus clientes de forma algo excesiva.

—Existe, entre otras cosas, una famosa foto que llegó a publicarse en la prensa sensacionalista. En ella se ve a Kenny Brodin de juerga con sus gánsteres y metiéndole mano a una prostituta —apostilló Gabriella.

—Sí, la vi. Y supongo que el señor Brodin sería una buena persona con la que empezar si también queréis vigilar más de cerca a ese bufete. ¿Quién sabe?, igual resulta ser el enlace que existe entre esa banda criminal y las altas finanzas.

—Lo tendré en cuenta —contestó Gabriella—. Pero ahora tengo que colgar y ponerme con unos asuntos. Estaremos en contacto.

Acto seguido, Gabriella llamó a la persona que estaba de guardia al mando del Departamento de Protección Personal de la Säpo, que esa noche era nada más y nada menos que Stig Yttergren, algo que no iba a facilitar las cosas precisamente. Stig Yttergren, un tipo corpulento y bastante alcoholizado, tenía sesenta años, y lo que más le gustaba era jugar a las cartas y hacer solitarios en Internet. A veces le llamaban «Don nada es posible», y por eso Gabriella le explicó la situación con su voz más autoritaria y exigió que, tan pronto como fuera posible, se le pusiera al profesor Frans Balder un guardaespaldas en Saltsjöbaden. Stig Yttergren contestó, como no podía ser de otra manera, que eso lo veía muy difícil y que lo más probable era que no fuese posible, y cuando Gabriella contraatacó diciendo que se trataba de una orden que provenía de la mismísima jefa de la Säpo, Yttergren murmuró algo apenas audible que, en el peor de los casos, podría haber sido «esa zorra amargada».

—Haré como que no he oído eso —contestó Gabriella para añadir antes de colgar—: Asegúrate de que se haga rápido.

Mientras esperaba impaciente, tamborileando en la mesa con los dedos, buscó información sobre Dackstone & Partner y sobre todo aquello que Alona le había contado. Y fue entonces cuando la invadió una sensación de algo inquietantemente familiar.

Pero no tenía claro de qué se trataba, y antes de poder continuar indagando en ello Stig Yttergren por fin la llamó; por supuesto, no quedaba ni un solo guardaespaldas disponible. Había mucha actividad con la Familia Real esa noche, dijo, alguna historia con los príncipes de Noruega, por lo visto. Y encima, alguien le había lanzado un helado al líder de los Sverigedemokraterna antes de que a los guardaespaldas les diera tiempo a reaccionar, lo cual les había obligado a pedir refuerzos para la intervención del político en un mitin que tendría lugar esa noche en Södertälje.

En su lugar, Yttergren había convocado a dos «chavales estupendos de la policía de orden público», Peter Blom y Dan Flinck, de modo que Gabriella tuvo que conformarse con ellos, a pesar de que los apellidos Blom y Flinck le hicieran pensar en los agentes Kling y Klang de Pippi Calzaslargas, algo que por un momento le produjo cierta aprensión y hasta desasosiego. Acto seguido, se enfadó consigo misma: juzgar a la gente por sus apellidos era algo típico de una persona que, como ella, contaba con un pasado que muchos tacharían de esnob. Más preocupante habría sido que los policías hubieran tenido un apellido de alta alcurnia, como Gyllentofs o algo similar. Entonces sí que habrían sido, sin duda, un par de degenerados y vagos. «Seguro que no habrá problemas», pensó. Y disipó sus temores.

Luego siguió trabajando. La noche iba a ser muy larga.

Capítulo 9

Noche del 20 al 21 de noviembre

Lisbeth se despertó atravesada en su enorme cama y se dio cuenta de que acababa de soñar con su padre. La sensación de que algo la amedrentaba la envolvió como un abrigo. Luego se acordó de la noche anterior y pensó que igual podía haber sido una reacción química de su cuerpo. Tenía una resaca de campeonato. Se levantó y, tambaleándose, se dirigió al gran cuarto de baño —el que tenía
jacuzzi
, mármol y todo ese lujo estúpido— con ganas de vomitar. Pero lo único que hizo fue dejarse caer en el suelo, donde se quedó sentada respirando con dificultad.

Al cabo de unos minutos se levantó y se miró al espejo, lo que tampoco le resultó particularmente agradable: tenía los ojos rojos como brasas. Acababan de dar las doce de la noche, así que no habría dormido más de un par de horas. Abrió un armario y sacó un vaso que llenó de agua. Pero en ese mismo instante se acordó de su sueño, y apretó tanto el vaso que lo rompió y se hizo un corte en la mano. La sangre empezó a caer al suelo. Maldijo su suerte mientras se daba cuenta de que le sería imposible volver a quedarse dormida.

¿Se pondría con el archivo cifrado que se había bajado el día anterior para intentar descifrarlo? No, no tenía sentido; al menos en esas condiciones. Así que se envolvió la mano con una toalla, se acercó a su librería y cogió un nuevo estudio realizado por Julie Tammet, una física de Princeton que describía cómo colapsa una estrella grande y se transforma en agujero negro. Y con ese libro se tumbó en el sofá rojo que había junto a la ventana que daba a Slussen y a la bahía de Riddarfjärden.

Fue empezar a leer y sentirse algo mejor. Era cierto que la sangre de la toalla goteaba sobre las páginas del libro y que la cabeza le seguía doliendo, pero se sumergió cada vez más en la lectura, y de vez en cuando hacía anotaciones al margen. En realidad no descubrió nada nuevo: ella ya sabía que una estrella se mantiene con vida gracias a dos fuerzas contrapuestas: por un lado, la de las explosiones nucleares internas, que tienden a expandirla y, por otro, la de la gravedad, que la mantiene unida en su conjunto. Ella lo veía como un acto de equilibrio, un tira y afloja que durante mucho tiempo se mantiene igualado pero que al final, cuando el combustible nuclear se va agotando y la fuerza de las explosiones va decreciendo, acaba teniendo irremediablemente un solo ganador.

Tan pronto como la fuerza de la gravedad empieza a sacar ventaja, el cuerpo celeste se retrae como un globo que pierde aire y va disminuyendo su tamaño poco a poco. De ese modo, una estrella puede quedar reducida a nada y desaparecer por completo con una elegancia impresionante, reflejada en la fórmula

en la que la G representa la constante gravitatoria. Karl Schwarzschild ya describió, durante la Primera Guerra Mundial, ese estado en el que una estrella se comprime tanto que ni siquiera la luz la puede abandonar; y en una situación así ya no hay vuelta atrás. Llegado a esa fase, el cuerpo celeste está condenado a caer. Cada uno de sus átomos es retraído hacia un punto singular donde el tiempo y el espacio se acaban y donde, posiblemente, se produzcan fenómenos aún más extraños, incidencias de pura irracionalidad en medio de un universo tan regido por sus leyes.

Esa singularidad —que, tal vez, más que un punto sea una especie de acontecimiento, una estación terminal de todas las leyes físicas conocidas— está rodeada por un horizonte de sucesos, y forma junto con éste un agujero negro. A Lisbeth le gustaban los agujeros negros. Sentía cierta afinidad con ellos.

Pese a eso, y al igual que Julie Tammet, su interés no se centraba primordialmente en los agujeros negros en sí, sino en el proceso que los crea y, sobre todo, en el hecho de que el colapso de las estrellas empiece en esa amplia y extendida parte del universo que solemos explicar con la teoría de la relatividad de Einstein y termine en ese mundo tan diminuto que obedece a los principios de la mecánica cuántica.

Lisbeth llevaba ya tiempo convencida de que con sólo describir ese proceso sería capaz de unir las dos lenguas incompatibles del universo: la física cuántica y la teoría de la relatividad. Pero eso, sin duda, se hallaba por encima de sus posibilidades, al igual que el descifrado de ese puñetero archivo. Irremediablemente, acabó volviendo a pensar en su padre.

Durante la infancia de Lisbeth, ese cerdo asqueroso había violado a su madre una y otra vez. Las violaciones continuaron hasta que su madre sufrió una serie de daños irreversibles y Lisbeth, a la edad de doce años, se vengó con una fuerza terrible. En aquella época no tenía ni idea de que su padre era un espía que había desertado del servicio de inteligencia soviético, el GRU, ni tampoco de que había una sección especial dentro de la policía de seguridad sueca, la Säpo, llamada la Sección, que lo protegía a cualquier precio. Pero ella ya se había percatado de que un aire de misterio rodeaba a su padre, una oscuridad a la que nadie se podía aproximar o insinuar que siquiera existía. Un misterio que también incluía algo tan aparentemente nimio como su nombre.

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