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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (7 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¡Joder! —soltó, sin querer, Mikael.

—Aunque, si he de serte sincero, creo que la tía se hizo la entendida. Porque el chico de la FRA que realizó la misma investigación un poco más tarde —y que como es obvio era un auténtico experto en ese tipo de ataques— comentó categórico que era imposible llegar a esa conclusión, que él lo había mirado todo muy bien y que no había encontrado ningún
spyware
. A pesar de todo, él también —que, por cierto, se llama Molde, Stefan Molde— se inclinaba a pensar que sí habíamos sufrido la intrusión de un
hacker
.

—Y esa chica, ¿se presentó o algo?

—Pues la verdad es que yo insistí en que lo hiciera, pero lo único que me contestó, con una bordería que no veas, fue que podía llamarla Pippi. Evidentemente ése no era su verdadero nombre, pero aun así…

—¿Qué?

—Me pareció que en cierto modo le pegaba.

—Oye —dijo Mikael—, hace un minuto he estado a punto de marcharme a casa.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—Pero ahora la situación ha cambiado de manera bastante importante. Has dicho que Frans Balder conocía a esa tía.

—Sí.

—Pues entonces quiero conocer a ese tal Frans Balder cuanto antes.

—¿Por esa tía?

—Algo así.

—Vale, muy bien —asintió Linus algo pensativo—. Pero no vas a poder encontrar ningún dato de la casa de Frans, ni de su teléfono, ni nada. Como ya te he explicado, su secretismo es obsesivo. ¿Tienes iPhone?

—Sí.

—Pues mal vamos. Frans dice que Apple prácticamente se ha vendido a la NSA. Para hablar con él tendrás que comprarte un Blackphone. O, si no, que alguien te deje un Android para poder descargar un programa especial de encriptación. Pero yo intentaré convencerlo de que contacte contigo para que quedéis en algún lugar seguro.

—Genial, Linus. Muchas gracias.

Mikael se quedó un rato más para terminar con tranquilidad su Guinness mientras miraba por la ventana la insistente tormenta. Detrás de él, Arne y sus amiguetes se reían de algo. Pero él estaba tan absorto en sus propios pensamientos que no oía nada, ni siquiera se percató de que Amir se acababa de sentar a su lado y había empezado a informarle del último pronóstico meteorológico.

Al parecer, iba a hacer un tiempo de perros. Las temperaturas alcanzarían los diez grados bajo cero y caería la primera nevada del otoño; y no de una forma precisamente agradable o placentera. No, esa miserable tormenta de mil demonios sacudiría el país como pocas veces lo había hecho.

—Puede que tengamos vientos huracanados —le comunicó Amir a Mikael, que seguía sin prestarle atención y que se limitó a responderle brevemente:

—Qué bien.

—¿Bien?

—Sí… Bueno… Mejor que haga ese tiempo que esos típicos días tontos…

—Eso sí… Pero oye, ¿qué te pasa? Pareces en estado de
shock
. ¿No ha ido bien el encuentro?

—Sí, no ha estado mal.

—Pero te has enterado de algo que te ha dejado KO. ¿A que sí?

—Tanto como dejarme KO no sé. Pero estoy un poco confuso. Me estoy planteando dejar
Millennium
.

—Pensaba que tú y esa revista erais uña y carne.

—Yo también. Aunque supongo que todo tiene un final.

—Sí, supongo que sí —asintió Amir—. Mi pobre padre solía decir que también lo eterno tiene su final.

—¿Y por qué lo decía?

—Creo que se refería al amor eterno. Me lo dijo justo antes de dejar a mi madre.

Mikael esbozó una leve sonrisa.

—Bueno, tampoco es que yo haya sido muy bueno que digamos en lo que respecta al amor eterno. Pero…

—Sigue, Mikael.

—Hay en mi vida una mujer que lleva un tiempo desaparecida.

—Vaya… Debes de estar pasándolo mal…

—Bueno, es una historia un poco rara. Lo que pasa es que de repente he sabido de ella. O bueno, eso es lo que creo: que es ella. Tal vez la cara que me ves se deba a eso.

—Entiendo.

—Bueno, supongo que habrá que volver a casa. ¿Cuánto te debo?

—Ya me lo pagarás.

—Vale, cuídate, Amir —se despidió. Pasó por delante de los clientes habituales, que le soltaron algún que otro irreflexivo comentario, y salió a la calle, donde arreciaba la tormenta.

Fue como estar ante una experiencia cercana a la muerte, era como si las violentas ráfagas de viento atravesaran su cuerpo. Y, pese a ello, se quedó quieto un instante para perderse en viejos recuerdos. Luego echó a andar muy lentamente camino a casa, donde, por alguna extraña razón, tuvo cierta dificultad para abrir la puerta. Fue necesario más de un forcejeo con la llave. Una vez dentro, se quitó los zapatos de una patada y se sentó frente al ordenador para buscar información sobre Frans Balder.

Pero no había modo de concentrarse. Así que se preguntó, como en tantas otras ocasiones había hecho: «¿Qué habrá sido de ella?». Salvo alguna información ya antigua de su anterior jefe, Dragan Armanskij, Mikael no sabía nada de Lisbeth. Como si se la hubiese tragado la tierra. Y aunque vivían más o menos por la misma zona de la ciudad, no le había vuelto a ver el pelo. Tal vez fuera ésa la razón por la que las palabras de Linus Brandell le habían afectado tanto.

Ahora bien, quizá se tratara de otra persona la que estuvo en casa de Linus aquel día. Era posible, aunque no muy probable. «¿Quién sino Lisbeth Salander entra en una casa sin ni siquiera mirar a su ocupante a los ojos, echa a la gente a la calle y descubre los secretos más ocultos de sus ordenadores para luego soltar comentarios como “No pienso acostarme contigo. Ni de coña”?». Tenía que haber sido Lisbeth. Y lo de Pippi… ¿acaso no le pegaba?

V. Kulla
era lo que rezaba en la puerta de su casa de Fiskargatan. Mikael entendía a la perfección por qué no quería usar su verdadero nombre. Era demasiado fácil de buscar en Internet y estaba asociado a una serie de sucesos muy dramáticos y a otros a todas luces demenciales. ¿Dónde se metía? Era cierto que no era la primera vez que esa chica desaparecía del mapa. Pero desde aquel día en que él llamó a la puerta de su casa de Lundagatan para echarle la bronca por haber hecho un informe personal sobre él que pecaba de ser demasiado íntimo —por no decir ilegal—, no habían estado tanto tiempo separados. Y le resultaba un poco raro, ¿no? Al fin y al cabo, Lisbeth era su… Eso, ¿qué diablos era Lisbeth para él?

Difícilmente podía considerarla amiga suya. A los amigos uno los ve. Los amigos no desaparecen así como así. Los amigos no mantienen el contacto entrando en el ordenador de uno. A pesar de eso, permanecía unido a ella y, sobre todo —no podía remediarlo—, estaba preocupado por ella. Era verdad que su viejo tutor, Holger Palmgren, solía decir que Lisbeth siempre se las apañaba bien. A pesar de su terrible infancia, o quizá gracias a ella, seguía siendo una superviviente de tres pares de narices y, sin duda, había algo de razón en esas palabras.

Pero no había garantías. Y menos para una chica con ese pasado y con esa habilidad para granjearse enemigos. Era muy probable que hubiese perdido el norte, tal y como había insinuado Dragan Armanskij cuando se vio con Mikael para comer en el Gondolen hacía cosa de seis meses. Fue un día de primavera, un sábado; Dragan había insistido en invitar a cervezas, chupitos de aguardiente y toda la pesca. A Mikael le dio la sensación de que Dragan tenía necesidad de desahogarse y, aunque oficialmente habían quedado para verse como los dos viejos amigos que eran, no cabía la menor duda de que Armanskij sólo quería hablar de Lisbeth y, con la ayuda de alguna que otra copa, entregarse a cierto sentimentalismo.

Dragan explicó, entre otras cosas, que su empresa, Milton Security, había instalado unas alarmas de seguridad en una residencia de ancianos que había en Högdalen, unas alarmas de muy buena calidad, según él.

Pero aquello no servía de nada si se iba la corriente y nadie se molestaba en restablecerla, y eso era justamente lo que había pasado. Un día se produjo un corte de luz a última hora de la tarde y, por la noche, uno de los ancianos, una señora llamada Rut Åkerman, se cayó y se rompió la cadera, así que permaneció tendida en el suelo, durante horas y horas, mientras pulsaba el botón de alarma sin obtener respuesta. Por la mañana su estado era crítico, y como los periódicos tenían entonces mucho interés por los problemas y las negligencias que había en el cuidado de las personas mayores, se escribieron ríos de tinta sobre el incidente.

Por fortuna, Rut salió de aquélla, pero lo desafortunado de la historia fue que ella era la madre de uno de los peces gordos del partido de extrema derecha Sverigedemokraterna, y cuando se publicó en la página web del partido, Avpixlat, que Dragan Armanskij era árabe —lo cual, dicho sea de paso, no era cierto, aunque sí el hecho de que a veces lo apodaran «el árabe»—, la avalancha de comentarios que aparecieron bajo la noticia no se hizo esperar. Surgieron cientos de anónimos para decir que eso era lo que sucedía cuando «compramos tecnología de los
inmigratas
», y Dragan lo pasó mal, más que nada porque se insultaba gravemente a su anciana madre.

Pero de pronto, como por arte de magia, todos esos internautas racistas dejaron de ser anónimos, y no sólo aparecieron sus nombres, sino también dónde vivían, en qué trabajaban y hasta la edad que tenían. Muy pulcro todo, como si todos ellos hubiesen rellenado un formulario. Todo el sitio web quedó en evidencia y, como era de esperar, resultó que los que se habían desahogado con esos comentarios no sólo eran los típicos paranoicos marginados socialmente, sino también muchos ciudadanos respetables, incluso algún que otro competidor de Dragan Armanskij en el sector empresarial de la seguridad. Los responsables de la página no sabían dónde meterse. No entendían nada. Se tiraban de los pelos de pura desesperación, hasta que finalmente consiguieron dar de baja el sitio. Juraron vengarse de los culpables. Sólo había un problema: que nadie sabía quién estaba detrás del ataque. Nadie excepto Dragan Armanskij.

—La clásica jugarreta de Lisbeth —le dijo—; y esta vez yo era parte interesada. No fui capaz de ser lo bastante noble como para sentir pena por todos esos a los que había dejado en evidencia, por mucho que en mi profesión defienda la seguridad
online
. Es que hacía una eternidad que no sabía nada de ella, y estaba convencido de que pasaba de mí, bueno, y de todos los demás también, claro. Y luego ocurrió eso, que me pareció precioso. Lisbeth me defendió a mí. Le mandé un correo en el que me deshacía en halagos dándole las gracias y, para mi gran asombro, me contestó. ¿Y sabes lo que me escribió?

—No.

—Una sola frase: «¿Cómo coño podéis proteger a ese cerdo de Sandvall de la clínica de Östermalm?».

—¿Y quién es Sandvall?

—Un cirujano plástico al que dimos protección personal porque había recibido amenazas por haberle metido mano a una joven estonia a la que le había operado las tetas. Resulta que la tía era novia de un conocido gánster.

—Vaya.

—Pues sí. Una actuación no muy inteligente que digamos. Le contesté a Lisbeth que yo tampoco pensaba que Sandvall fuera un angelito. De hecho, sabía que no lo era. Pero intenté explicarle que no podemos hacer ese tipo de consideraciones; no podemos limitarnos a proteger tan sólo a los de intachable moral. Incluso esos cerdos machistas tienen derecho a ser protegidos, y como Sandvall se hallaba bajo una seria amenaza y pidió nuestra ayuda, se la dimos. Cobrándole el doble, claro. Y eso es todo.

—¿Y a Lisbeth le pareció bien ese razonamiento?

—No contestó nada. Al menos por correo. Aunque podríamos decir que lo hizo de otro modo.

—¿Cómo?

—Se plantó en la clínica ante nuestros vigilantes y les ordenó que se mantuvieran tranquilos. Creo que incluso les dio saludos de mi parte. Luego pasó por delante de los pacientes, las enfermeras y los médicos, sin hacerles el menor caso, y entró en la consulta de Sandvall. Le rompió tres dedos y lo amenazó violentamente.

—¡Madre mía!

—Eso digo yo… Está como una cabra: actuar de esa manera ante todos esos testigos y encima en la consulta de un médico.

—Pues sí, una auténtica locura, desde luego.

—Y claro, después se armó la de Dios. Sandvall empezó a decir, a voz en grito, que nos iba a denunciar, que nos llevaría a juicio y todo eso. Hazte una idea: romperle los dedos a un cirujano que se ha comprometido a hacer un montón de costosísimos
liftings
y retoques y toda esa mierda. Cosas como ésas son las que hacen que aparezca el símbolo del dólar en los ojos de los abogados estrella.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Pero nada de nada. Y eso quizá sea lo más raro. Todo aquello quedó en agua de borrajas porque, al parecer, fue el propio cirujano el que no quiso seguir adelante con el asunto. Joder, Mikael, reconoce que fue una insensatez: nadie en su sano juicio entra en una clínica privada a plena luz del día y le rompe los dedos a un médico. Ni siquiera una Lisbeth Salander equilibrada haría algo así.

Mikael Blomkvist no estaba muy seguro de poder compartir ese análisis; precisamente le parecía que aquello seguía los principios de la lógica…, de la lógica lisbethiana, materia en la que se consideraba todo un experto. Nadie mejor que él sabía cuán racional era su pensamiento; su raciocinio no era un raciocinio convencional, como el que pueda tener la gente normal y corriente, sino uno que se asentaba en las premisas básicas que ella misma había establecido. Y Mikael no dudó ni por un instante de que ese médico hubiera hecho cosas mucho peores que meterle mano a la mujer equivocada. Aun así, no pudo dejar de preguntarse si, en esa ocasión, Lisbeth no se habría equivocado. Por lo menos en lo que respectaba al análisis de consecuencias.

Incluso acarició la idea de que ella «quisiera» meterse en líos de nuevo, tal vez con la intención de que eso la hiciese volver a sentirse viva. Aunque quizá estuviera siendo injusto con ella. No sabía sus motivos. No sabía nada de su vida actual y, mientras la tormenta golpeaba los cristales de las ventanas y él seguía sentado frente a su ordenador buscando en Google a Frans Balder, intentó ver lo bonito que era que ahora sus caminos —al menos de forma indirecta— volvieran a cruzarse. Mejor eso que nada. Y, además, debía alegrarse de que ella continuara siendo la misma. Lisbeth parecía ser todavía la persona que siempre había sido; y hasta era posible —¿quién sabía?— que le hubiese proporcionado un reportaje. Por alguna razón, Linus le irritó desde el primer momento, así que lo más normal habría sido haber pasado de todo el asunto, por mucho que el chico le hubiera ofrecido un fruto muy apetitoso al que hincarle el diente. Pero en cuanto Lisbeth apareció en la historia, Mikael empezó a verlo todo con otros ojos.

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