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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (2 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Con eso contradijo todos los pronósticos que le habían hecho cuando contaba dos años de edad. En aquella época, los médicos concluyeron que lo más probable era que August perteneciera a esa minoría de niños autistas que no sufrían una disminución de su inteligencia, y que, si se le sometiera a una intensa terapia cognitiva, las perspectivas, a pesar de todo, serían bastante buenas. Pero nada fue como esperaban y, a decir verdad, Frans Balder no sabía qué había ocurrido con todas esas sesiones de terapia y apoyo, ni con la escolarización del chico. Frans había vivido en su propio universo; se marchó a Estados Unidos y acabó entrando en conflicto con todo el mundo.

Había sido un idiota. Pero ahora se había propuesto saldar su deuda y ocuparse de la educación de su hijo. Empezó fuerte: reclamó todos sus historiales, contactó con especialistas y pedagogos, y tardó muy poco en darse cuenta de que el dinero que había ido enviando nunca se puso a disposición del niño sino que debía de haberse destinado a otros fines; seguro que para pagar la disoluta vida de Lasse Westman y sus deudas de juego. Daba la sensación, más que nada, de que el chico había sido abandonado a su suerte —lo que habría propiciado que sus compulsivos hábitos empeoraran— y de que probablemente había vivido experiencias aún peores. Ésa era la razón por la que Frans Balder había regresado a casa.

Un psicólogo le había llamado preocupado por unos misteriosos moratones que el niño presentaba en el cuerpo, unos moratones que Frans también había visto. Los tenía por doquier: en los brazos, en las piernas, en los hombros y en el pecho. Según Hanna, había sido el propio August el que se los había hecho en el transcurso de los ataques que le daban, durante los cuales se mecía convulsivamente de un lado para otro. Ya el segundo día, Frans pudo presenciar uno de esos ataques, lo que le dio un susto de muerte. Pero no vio la relación con los moratones.

Sospechó que allí había violencia, y por ello solicitó la ayuda de un médico y un expolicía a los que conocía. Aunque éstos no pudieron confirmar sus temores, Frans se fue indignando cada vez más y se puso a redactar toda una serie de escritos y denuncias. Casi dejó desatendido al chico. Y se dio cuenta de lo fácil que resultaba: August se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el suelo de su habitación, en aquel chalé de Saltsjöbaden con vistas al mar, entretenido con alguno de sus puzles, unos puzles de enorme dificultad compuestos por centenares de piezas que el chico ensamblaba con gran virtuosismo para, acto seguido, deshacerlos y empezar de nuevo.

Al principio, Frans se lo quedaba mirando fascinado; era como ver a un gran artista en acción. En algunas ocasiones le inundaba la ilusión de que en cualquier momento el chico alzara la vista y le hiciese algún comentario sensato, como si fuera un adulto. Pero August nunca pronunciaba ni una sola palabra. Y si levantaba la mirada del puzle era para dirigir los ojos hacia el ventanal y hacia el brillo del sol que se reflejaba en la superficie del agua. Así que Frans lo dejó sentado allí solo y tranquilo, en paz. Además, lo cierto era que no salía mucho con él, si acaso algún que otro rato al jardín.

Oficialmente aún no podía hacerse cargo del chico, y no quería poner nada en juego hasta que todas las formalidades jurídicas estuvieran resueltas, por lo que dejó que su asistenta, Lottie Rask, se ocupara de la compra, así como de la cocina y la limpieza. A Frans Balder no se le daba muy bien esa parte de la cotidianidad. Dominaba los ordenadores y los algoritmos, pero poco más, y cuantos más días pasaban más tiempo dedicaba a ellos y a atender la correspondencia de los abogados. Y por las noches dormía tan mal como cuando estaba en Estados Unidos.

A la vuelta de la esquina le esperaban todo tipo de querellas y tormentos, de modo que cada noche se tomaba una botella de vino, por lo general Amarone, algo que sólo ayudaba a mejorar su estado a corto plazo. Empezaba a sentirse cada vez peor y a soñar con esfumarse o largarse a algún lugar perdido, lejos de la civilización. Hasta que, de pronto, un sábado de noviembre ocurrió algo.

Era una noche ventosa y fría; August y él paseaban por Ringvägen, por el barrio de Söder, ateridos. Habían estado cenando en casa de Farah Sharif, en Zinkens väg. Hacía ya tiempo que August debería haberse acostado, pero la cena se alargó y Frans Balder se fue de la lengua más de la cuenta, una barbaridad. Farah Sharif poseía ese don: hacía que la gente abriera su corazón y se sincerara. Ella y Frans eran amigos desde que habían estudiado informática en el Imperial College de Londres. En la actualidad, Farah era una de las pocas personas del país que estaban a su altura; o, al menos, una de las poquísimas que más o menos podían seguir el hilo de su pensamiento. Para Frans, estar con alguien que le entendiera suponía un enorme alivio.

Además, se daba el caso de que ella le atraía, pero a pesar de que lo había intentado varias veces nunca había conseguido seducirla. A Frans Balder no se le daba bien seducir a las mujeres. Esa noche, sin embargo, ella le dio un abrazo de despedida que casi se convirtió en un beso, lo que él interpretó como un avance. En eso estaba pensando cuando August y él pasaron por delante del campo de fútbol de Zinkensdamm.

Frans decidió que la próxima vez llamaría a una canguro y que entonces quizá… ¿Quién sabía? Mientras Frans dirigía la mirada hacia Hornsgatan, hacia el cruce donde pensaba parar un taxi o coger el metro hasta Slussen, oyó el cercano ladrido de un perro y, a su espalda, una voz de mujer que gritaba algo con un tono enfadado o alegre, imposible determinar de cuál de los dos se trataba. En el aire se respiraba un aroma de lluvia inminente. Cuando llegó al paso de peatones, el semáforo se puso en rojo y Frans descubrió al otro lado de la calle a un hombre de unos cuarenta años y de aspecto desaliñado que le resultaba vagamente familiar. Acto seguido, cogió a August de la mano. Quería asegurarse de que su hijo se iba a quedar quieto en la acera.

Y entonces se percató de algo raro: su mano estaba en tensión, el chico había reaccionado de forma muy intensa ante alguna cosa. Por si fuese poco, sus ojos tenían una mirada profunda y clara, como si ese velo que se la cubría se hubiese esfumado de repente, como por arte de magia y, en lugar de perderse en las sinuosidades de su propia mente, hubiera comprendido en ese instante algo más profundo y trascendental acerca de ese paso de peatones y de ese semáforo.

Por eso, cuando se puso verde, Frans se quedó quieto para dejar que su hijo contemplara la escena. Y sin saber muy bien por qué, le embargó una gran emoción, cosa que se le antojó rara, pues al fin y al cabo no se trataba más que de una mirada, una mirada ni siquiera particularmente luminosa o alegre. Aun así, a Frans le provocó unos recuerdos lejanos y olvidados que llevaban años durmiendo en su memoria. Y, por primera vez en mucho tiempo, una cierta esperanza invadió sus pensamientos.

Capítulo 2

20 de noviembre

Mikael Blomkvist no había dormido más que un par de horas, y la culpable no era otra que una novela de Elizabeth George. Toda una insensatez pasarse casi toda la noche en vela leyendo novelas de misterio, pues esa misma mañana el gurú mediático Ove Levin, de Serner Media, le iba a presentar a
Millennium
una propuesta, y Mikael, evidentemente, debía estar descansado y preparado para el combate.

Pero es que no le apetecía ser una persona sensata. Se sentía invadido por un espíritu rebelde, con ganas de llevarle la contraria a todo el mundo, y sólo con la ayuda de su fuerza de voluntad, aunque a desgana, consiguió levantarse y se dispuso a preparar un
cappuccino
muy cargado en su Jura Impressa X7, una máquina que un día llegó a su casa acompañada de una nota («Como dices que no sé usarla bien…») y que ahora presidía la cocina como un monumento en memoria de una época mejor. Ya no sabía nada de la persona que se la había regalado ni se sentía a gusto ni especialmente estimulado por su trabajo.

Ese fin de semana incluso se había llegado a plantear si no debería dedicarse a otra cosa, una idea bastante drástica para alguien como Mikael Blomkvist, pues
Millennium
era toda su vida y a ella se había entregado en cuerpo y alma. Además, casi todo lo mejor y lo más emocionante de su existencia había estado vinculado a esa revista. Pero nada era para siempre; ni siquiera, tal vez, el amor que sentía por
Millennium
. A eso había que añadir que no corrían buenos tiempos para el periodismo de investigación.

Todas las publicaciones serias con grandes aspiraciones estaban agonizando. No pudo evitar pensar que la idea que él tenía para el futuro de
Millennium
, por muy bella y auténtica que fuese desde una perspectiva más elevada, quizá no resultara necesariamente beneficiosa para la supervivencia de la revista. Entró en el salón dando pequeños sorbos al café y posó la mirada sobre la bahía de Riddarfjärden. Un tremendo temporal parecía haberse desatado allí fuera.

Tras un veranillo que había alegrado la ciudad bien entrado el mes de octubre y había permitido mantener las terrazas abiertas muchas más semanas de lo habitual, lo que tenían ahora era un tiempo de mil demonios; continuas e intensas ráfagas de viento, acompañadas de lluvias torrenciales, hacían que la gente anduviera por las calles apresurada y medio encorvada. Mikael no había salido en todo el fin de semana. Aunque, a decir verdad, el clima no había sido el único responsable: había estado ocupado diseñando un plan de venganza, con grandilocuentes discursos contra el Grupo Serner. Sin embargo, todo se quedó en agua de borrajas, algo que no era muy propio de él. Ni lo uno ni lo otro.

Él no era ningún tipo acomplejado que acusara una constante necesidad de devolver el golpe y, a diferencia de tantos otros elefantes del mundillo mediático nacional, no tenía de sí mismo una imagen inflada y desmedida que hubiera que alimentar y que requiriese una incesante reafirmación. Por otra parte, había pasado por unos años difíciles, y hacía apenas un mes que el reportero de economía William Borg le había dedicado en la revista
Business Life
—propiedad del Grupo Serner— una columna titulada «La época de Mikael Blomkvist ha terminado».

El hecho de que ésta se escribiera y se presentara a lo grande era una señal más de que la posición que Mikael Blomkvist ocupaba aún seguía siendo importante; tampoco había nadie que defendiera ni que el texto estuviese particularmente bien escrito ni que fuese original. Debería haberlo podido despachar como un simple ataque más de otro colega envidioso. Pero por alguna razón, que
a posteriori
resultaba imposible de entender en su totalidad, aquello creció hasta convertirse en algo mucho mayor; tal vez al principio se hubiera interpretado como un simple debate general sobre la profesión de reportero, un debate centrado en la cuestión de si siempre había que «buscar fallos en el mundo empresarial agarrándose a una tradición periodística pasada de moda, muy de los años setenta», como hacía Blomkvist, o si, como hacía el propio William Borg, había que adoptar otra postura más moderna y «tirar toda la envidia por la borda para resaltar la grandeza de los extraordinarios emprendedores que hacen progresar a Suecia».

Pero poco a poco el debate fue tomando otro rumbo y se empezaron a oír voces agresivas que afirmaban que no era ninguna casualidad que, en los últimos años, Mikael Blomkvist se hubiera quedado estancado, «puesto que parece que su punto de partida es siempre que todas las grandes empresas están dirigidas por sinvergüenzas, motivo por el que tiende a llevar sus historias demasiado lejos, con una fuerza excesiva y ciega». «Eso, a la larga, acaba pagándose», decían. De paso, hasta el viejo mafioso y más canalla de todos, Hans-Erik Wennerström —al que, según se comentaba, Mikael Blomkvist había conducido a la muerte—, recibió unas muestras de simpatía. Aunque los medios más serios se mantenían al margen, las invectivas se sucedían a diestro y siniestro en los medios sociales, ataques que no sólo procedían de periodistas de economía y representantes de la industria sueca que tenían motivos de sobra para abalanzarse sobre su enemigo ahora que lo veían en un momento de flaqueza.

También una serie de periodistas más jóvenes aprovecharon el debate para darse a conocer. Señalaban que Mikael Blomkvist carecía de un pensamiento moderno, que no tenía presencia ni en Twitter ni en Facebook y que más bien debería ser considerado como una reliquia del pasado, de un tiempo en el que sobraba dinero para que periodistas como él se sumergieran tranquilamente en toda clase de viejos y polvorientos archivos. Y luego estaban los que tan sólo querían subirse al tren creando divertidos
hashtags
, como, por ejemplo, #comoenlaepocadeblomkvist y cosas por el estilo. En resumidas cuentas: un montón de tonterías. Y nadie pasaba más de ese tipo de chorradas que él; o al menos eso era de lo que intentaba convencerse.

Por otra parte, tampoco es que lo favoreciera mucho el hecho de no haber publicado una buena historia desde el caso Zalachenko, así como que
Millennium
se hallara sumida en una grave crisis. Las tiradas seguían siendo aceptables y todavía contaban con veintiún mil suscriptores. Pero los ingresos por publicidad se habían reducido de forma drástica y ya no había libros de éxito que aportaran ingresos adicionales. Además, como Harriet Vanger ya no podía inyectarle más capital, la junta directiva, en contra de la voluntad de Mikael, había permitido que el imperio mediático noruego Serner se hiciera con un 30 por ciento de las acciones. No era tan raro como parecía; o, al menos, como en un principio habría podido parecer. Serner publicaba tanto periódicos como revistas, contaba con una página web de citas, dos canales de televisión de pago y un equipo de fútbol en la primera división noruega; de entrada, no debería tener ningún interés por una revista como
Millennium
.

Pero los representantes de Serner —en especial el director de publicaciones, Ove Levin— habían asegurado que el Grupo necesitaba un producto de prestigio, que «todos» sus directivos admiraban a Mikael y que lo único que pretendían era que la revista siguiese en la misma línea. «¡No estamos aquí para ganar dinero!», como decía Levin. «Queremos hacer algo importante». Y enseguida se encargó de que
Millennium
recibiera una considerable aportación económica.

Y, en efecto, en un principio Serner no se inmiscuyó en la línea editorial de la redacción, que continuó como de costumbre, hasta con un presupuesto algo mayor. Una nueva sensación de esperanza se apoderó de todos ellos; incluso, eventualmente, de Mikael Blomkvist, quien sentía que, por una vez, podía dedicarse al periodismo en lugar de preocuparse por los asuntos económicos. Pero más o menos durante los meses en que empezaron a ir a por él en los medios —nunca dejaría de sospechar que el Grupo se había aprovechado de la situación— hubo un cambio de actitud y aparecieron las primeras presiones.

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