Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online

Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (9 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por fortuna, no había ningún asunto extremadamente urgente que atender. Sólo debía redactar un documento de uso interno sobre unas normas adicionales de procedimiento dirigidas a los responsables del COST, un programa de colaboración con los grandes grupos de empresas informáticas. Pero no avanzó mucho; apenas había llegado a escribir con su habitual y dura prosa «Para que nadie se sienta tentado a ser un idiota una vez más y siga siendo un buen ciberagente paranoico, quiero decir», cuando le interrumpió una de sus alarmas.

No le preocupó demasiado, pues sus sistemas eran tan sensibles que saltaban en cuanto registraban la más mínima alteración del flujo de información. Seguro que sólo se trataba de una pequeña anomalía, tal vez un aviso de que alguien intentaba acceder a alguna información sin estar autorizado o cualquier otra leve perturbación.

Sin embargo no le dio tiempo a comprobarlo, porque acto seguido ocurrió algo tan espeluznante que durante varios segundos se negó a creérselo; se quedó paralizado con la mirada clavada en la pantalla. No obstante, sabía a la perfección lo que estaba pasando; lo sabía, al menos con esa parte del cerebro que todavía pensaba de forma racional: un RAT se había colado en NSANet, la intranet. Si lo hubiese hecho en cualquier otra parte de la red habría pensado: «¡Qué hijos de puta, los voy a matar!». Pero allí, en lo más cerrado y controlado, donde él y su equipo lo habían repasado todo tan detenida y laboriosamente —miles y miles de veces sólo en el último año— para poder rastrear todas y cada una de las posibles vulnerabilidades, allí no, no. Allí no. Era imposible, no podía ser.

Cerró los ojos sin ser consciente de lo que hacía, como si esperara que todo desapareciese si los mantenía cerrados durante el suficiente tiempo. Pero cuando volvió a dirigir la mirada a la pantalla vio cómo la frase que él mismo había empezado a redactar estaba siendo ampliada. El «quiero decir» de Ed se iba completando ahora por sí solo con las palabras «que dejéis de cometer todas esas ilegalidades. En realidad es muy sencillo: el que vigila al pueblo acaba siendo vigilado por el pueblo. Hay una fundamental lógica democrática en ello».

—¡Joder! ¡Joder! —murmuró, una reacción que al menos era un ligero indicio de que se estaba recuperando.

Y a continuación pudo leer: «No te cabrees, Ed. Te propongo que me acompañes a dar una vuelta. Tengo
root
». Y entonces Ed pegó un grito. La palabra «
root
» hizo que todo su ser sufriera un colapso, y durante unos minutos —cuando el ordenador, con la velocidad de un rayo, lo llevó de viaje por las partes más secretas del sistema— pensó completamente en serio que le iba a dar un infarto, y en medio de aquel estado de confusión, advirtió que la gente empezaba a congregarse a su alrededor.

Hanna Balder debía salir a hacer la compra. En la nevera no había ni cervezas ni ninguna otra cosa con la que cenar en condiciones. Además, Lasse podía presentarse en cualquier momento y no se pondría muy contento si ni siquiera podía tomarse una. Pero hacía un tiempo horrible. Así que lo fue postergando mientras, sentada en la cocina, se fumaba un cigarrillo —por muy malo que fuera para su cutis y, claro estaba, también para el resto del cuerpo— y jugueteaba nerviosamente con su móvil.

Repasó dos o tres veces su lista de contactos con la esperanza de encontrar algún nombre nuevo. Por supuesto, no le apareció ninguno. Sólo las mismas personas de siempre, hartas ya de ella. Y en contra de lo que se había propuesto, llamó a Mia, su agente. Habían sido amigas íntimas y, en su día, soñaron con conquistar el mundo juntas. Ahora Hanna se había convertido más bien en la mala conciencia de Mia; ya no sabía cuántas excusas y cuántas palabras vacías le había oído en los últimos tiempos: «Qué difícil es envejecer cuando eres actriz, porque blablablá». No lo soportaba. ¿Por qué no se lo decía directamente a la cara?: «Estás acabada, Hanna. El público ya no te quiere».

Pero, como era de esperar, Mia no cogió el teléfono. Mejor así: en realidad, a ninguna de las dos les habría sentado bien la conversación. Hanna no pudo dejar de asomarse a la habitación de August para sentir esa punzada de nostalgia que le hizo pensar que había echado a perder el último cometido importante de su vida: su papel de madre. Paradójicamente, eso le infundió un poco de fuerza; de alguna perversa manera, la autocompasión la consolaba. Justo estaba preguntándose si, a pesar de todo, no debería salir ya a comprar esas cervezas cuando sonó el teléfono.

Era Frans, lo que aún le torció el gesto un poquito más. Hanna llevaba todo el día pensando en llamarlo —aunque no se había atrevido a hacerlo— para decirle que quería recuperar a August, no sólo porque lo echara de menos, y mucho menos aún porque pensara que su hijo estaría mejor atendido en su casa, sino porque había que evitar una catástrofe, nada más.

Lasse quería ir a buscar al niño para volver a cobrar las ayudas económicas, y Dios sabía —pensó Hanna— lo que podría pasar si Lasse decidía ir a casa de Frans, a Saltsjöbaden, para reclamar al chico. Era muy probable que arrancara a August de los brazos de su padre y que le diera un susto tremendo para luego machacar a golpes a Frans. Ella tenía que hacerle entender todo aquello, pero cuando intentó comunicárselo no hubo modo de conversar con él. No paraba de hablar de forma atropellada sobre alguna extraña historia que, al parecer, era «extraordinaria y alucinante, y absolutamente fantástica» y cosas por el estilo.

—Perdona, Frans, pero no entiendo nada. ¿De qué estás hablando?

—August es un
savant
. Es un genio.

—¿Te has vuelto loco?

—Todo lo contrario, querida Hanna, por fin me he vuelto cuerdo. Tienes que venir hasta aquí, ¡ahora mismo! Creo que es la única forma. Si no, es imposible entenderlo. Te pago el taxi. Te lo juro, vas a alucinar. ¿Sabes?, debe de tener memoria fotográfica, y de alguna incomprensible manera debe de haber adquirido todos los secretos del dibujo en perspectiva sin la ayuda de nadie. Es tan bonito, Hanna, tan exacto. Brilla con un resplandor inusual, como si fuera de otro mundo.

—¿Qué es lo que brilla?

—El semáforo de August. ¿No me escuchas? Ese semáforo por el que pasamos la otra noche y que ahora ha plasmado en una serie de dibujos perfectos, bueno, mejor dicho, más que perfectos…

—¿Más que perfectos?

—Bueno, no sé cómo decirlo. No sólo lo ha copiado, Hanna, no sólo lo ha captado con exactitud, sino que también ha aportado algo suyo, una dimensión artística. Hay una energía tan extraña y tan intensa en lo que ha hecho… Y, por paradójico que pueda parecer, también algo matemático, como si incluso tuviera conocimientos de axonometría.

—¿Axo… qué?

—Da igual. ¡Hanna, tienes que venir y verlo! —insistió Frans mientras ella comenzaba, lentamente, a entender la historia.

August había empezado, de repente y sin previo aviso, a dibujar como un virtuoso, o al menos eso afirmaba Frans y, claro, si eso fuera verdad sería fantástico. Pero lo triste era que, aun así, Hanna no se alegraba, y al principio no entendía por qué. Luego intuyó el motivo: era porque había ocurrido en casa de Frans. El chico había pasado años con ella y con Lasse sin que hubiera sucedido nada de nada. Con ellos, August se había limitado a sentarse en el suelo con sus puzles y sus juegos de bloques sin pronunciar palabra, siempre en silencio, un silencio que sólo era interrumpido por sus inquietantes ataques cuando gritaba con voz penetrante y atormentada, mientras se revolvía y se movía con violencia de un lado a otro. Y de pronto, como por arte de magia, pasaba unas semanas con su padre y éste decía que era un genio.

Aquello era demasiado. No era que no se alegrara por el chico, pero le dolía; y lo peor de todo: no estaba tan sorprendida como debería. No meneaba la cabeza murmurando «imposible, imposible». Todo lo contrario: tenía la sensación de haberlo sospechado, no que el niño se dedicara a dibujar semáforos con exactitud fotográfica, sino que tras su apariencia se ocultaba algo más.

Lo había sospechado por sus ojos, por esa mirada que a veces, en momentos de gran excitación, parecía registrar cada pequeño detalle del entorno. Lo había sospechado por el modo que tenía el niño de escuchar a los profesores y por su nervioso hojear de los libros de matemáticas que ella le había comprado; y sobre todo, lo había sospechado por los números que escribía. Nada era tan raro como sus números; se podía pasar horas enteras escribiendo interminables series de números increíblemente largas. Hanna había hecho un auténtico esfuerzo por entenderlos o, al menos, por intentar saber de qué iban. A pesar de lo mucho que lo había procurado nunca llegó a comprender nada, y ahora se daba cuenta de que había pasado por alto algo importante. El haberse sentido tan desgraciada y haber estado tan metida en sí misma le había impedido ver lo que sucedía en la mente de su hijo. Así era.

—No lo sé —dijo.

—¿Qué es lo que no sabes? —preguntó Frans irritado.

—No sé si podré ir —respondió ella. Y en ese mismo instante oyó el ruido de la puerta.

Lasse llegó con su viejo compañero de borracheras, Roger Winter, cosa que la hizo encogerse de miedo, murmurarle una excusa a Frans y, por enésima vez, pensar que era una mala madre.

Frans se quedó con el teléfono en la mano y empezó a soltar palabrotas en medio de aquel suelo que imitaba un tablero de ajedrez. Lo había mandado hacer así porque apelaba a su sentido del orden matemático y porque los cuadros se reproducían hasta el infinito en los espejos de los armarios, situados a ambos lados de la cama. Había días en los que veía el desdoblamiento de esos cuadros como si fuera un hormigueante y misterioso enigma, algo casi vivo que surgía de lo esquemático y lo regular, al igual que los pensamientos y los sueños surgen de las neuronas del cerebro o los programas informáticos de los códigos binarios. Pero en ese instante estaba inmerso en otro tipo de pensamientos:

—Hijo, ¿qué ha pasado con tu madre? —le preguntó.

August, que estaba sentado a su lado, en el suelo, comiéndose un bocadillo de queso con pepinillos en vinagre, levantó la cabeza y lo miró concentrado, y entonces a Frans lo invadió la extraña premonición de que su hijo iba a hacer un comentario adulto y sensato. Evidentemente, era una idiotez pensar algo así. August permaneció tan callado como siempre; él no sabía nada de mujeres desatendidas que se iban consumiendo por dentro. El hecho de que a Frans se le hubiera ocurrido semejante idea se debía, por supuesto, a los dibujos.

Hubo momentos en los que los dibujos —y ya iban tres— no sólo se le antojaron una manifestación más que evidente de un don artístico y matemático, sino también de algún tipo de sabiduría. Las obras le parecían tan maduras y complejas en su precisión geométrica que Frans no conseguía encajarlas en esa imagen de August de posible niño retrasado. O, mejor dicho, no quería que encajaran porque, naturalmente, ya hacía tiempo que había deducido cuál era su verdadera naturaleza, y no sólo porque él, al igual que muchos otros, hubiera visto en su día
Rain Man
.

Como padre de un chico autista, ya se había topado antes con el concepto de
savant
, que describe a personas con graves carencias cognitivas pero que, pese a ello, poseen unos brillantes talentos en campos de conocimiento muy específicos, talentos que, de una u otra forma, suelen acompañar a una memoria prodigiosa y una vista muy aguda. Ya desde el principio, Frans había sospechado que muchos padres esperaban que sus hijos fueran así, como una especie de premio de consolación. Pero tenían las probabilidades en contra.

Se solía estimar que sólo uno de cada diez niños autistas poseía alguna forma de talento
savant
, por lo general algo menos espectacular que en el caso del Rain Man de la película. Había, por ejemplo, personas autistas que podían decir en qué día de la semana había caído una determinada fecha de varios siglos atrás, hasta de cuarenta mil años en los casos más extremos.

Otros poseían unos conocimientos enciclopédicos dentro de un campo muy pequeño, como los horarios de los autobuses o los números de teléfono. Algunos podían calcular mentalmente números muy elevados, o se acordaban con precisión del tiempo que había hecho durante todos los días de su vida, o tenían la capacidad de decir —y no se equivocaban ni un segundo— la hora que era sin mirar el reloj.

En fin, existían toda una serie de talentos más o menos curiosos y, por lo que entendía Frans, a las personas que tenían ese tipo de características se las llamaba
savants
talentosos, personas que dominaban algo de forma extraordinaria en relación con su discapacidad.

Luego había otro grupo mucho más raro, al que Frans quería creer que pertenecía August: los
savants
genios, individuos cuyos talentos resultaban sensacionales contemplados desde cualquier punto de vista. Ése era el caso de Kim Peek, por ejemplo, que acababa de fallecer de un infarto. Kim no podía vestirse sin ayuda y sufría graves discapacidades intelectuales. Aun así, había memorizado doce mil libros y era capaz de contestar, rápido como una centella, a prácticamente cualquier pregunta que se le hiciera sobre ellos. Todo un banco de datos andante. Le apodaban
Kimputer
.

Luego había músicos como Leslie Lemke, un hombre ciego y con daños cerebrales que en una ocasión, con dieciséis años, se levantó en mitad de la noche para, sin ningún tipo de preparación o práctica, tocar a la perfección el primer concierto para piano de Tchaikovsky después de haber oído la pieza una sola vez en la televisión. Pero sobre todo había muchachos como Stephen Wiltshire, un chico inglés autista que se mostraba extremadamente tímido de niño y que emitió su primera palabra cuando tenía seis años, una palabra que por casualidad resultó ser «papel».

Con ocho o diez años ya sabía dibujar grandes complejos de edificios de forma perfecta y con el más mínimo detalle tras haberles echado una sola, breve y vertiginosa mirada. Un día sobrevoló Londres en helicóptero y observó los edificios y las calles que quedaban a sus pies. Cuando se bajó, dibujó un fantástico panorama en el que consiguió plasmar el incesante hormigueo de la ciudad. Sin embargo, no era en absoluto un mero copiador; ya desde muy temprana edad existía una maravillosa originalidad en su obra, y actualmente se lo consideraba un gran artista en todos los niveles. Se trataba de chicos, como August.

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Years of Rice and Salt by Kim Stanley Robinson
The Laird Who Loved Me by Karen Hawkins
Dead on Arrival by Anne Rooney
Neighbours by Colin Thompson
A Stranger's House by Bret Lott
His Southern Sweetheart by Carolyn Hector
Finding Perfect by Susan Mallery