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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (8 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Lo que no se podía hacer era dudar de su intelecto, y si ella se había molestado en tomar cartas en el asunto, bueno, pues entonces quizá hubiese motivos para que él también estudiara la cuestión más detenidamente. Como mínimo, podría hacer algunas comprobaciones y, de paso, con un poco de suerte, averiguar algo más sobre la vida de Lisbeth, porque ahí estaba la pregunta del millón desde el primer momento, ¿no?

¿Por qué razón, para empezar, había decidido intervenir?

Lisbeth distaba mucho de ser una técnica informática cualquiera, y era cierto que las injusticias del mundo la cabreaban sobremanera, cosa que podría provocar que saliera a administrar su propia justicia. Pero que una mujer que no tenía ningún reparo en entrar en el ordenador que fuera se indignara tanto por una intrusión informática ilegal resultaba sorprendente. Romperle los dedos a un cirujano, ¡perfecto!, pero comprometerse a luchar contra las intrusiones ilegales de los
hackers
, ¿no era como tirar piedras sobre su propio tejado? Claro que él qué sabía.

Por fuerza tenía que existir una historia previa oculta en todo eso. Quizá ella y Balder fueran amigos o compañeros de conversaciones informáticas. No parecía imposible, lo que, a modo de prueba, lo llevó a escribir sus nombres juntos en Google. No hubo ningún resultado, al menos ningún dato significativo. Y por un breve instante Mikael clavó la mirada en la tormenta que estaba teniendo lugar al otro lado de la ventana; por su cabeza empezaron a pasar un dragón tatuado en una delgada y pálida espalda, el nevado paisaje de Hedestad y una tumba cavada en Gosseberga.

Acto seguido, continuó buscando información sobre Frans Balder, la cual no era precisamente escasa: el señor catedrático dio dos millones de resultados en Google. Y, sin embargo, no resultó fácil encontrar una biografía general. La mayor parte eran artículos científicos y comentarios. No parecía que Frans Balder fuera una persona muy dada a conceder entrevistas, motivo, sin duda, por el que todos los detalles de su vida llevaban una impronta más bien mitológico-heroica, como si hubiesen sido exagerados e idealizados por estudiantes que lo admiraban.

Así, Mikael pudo saber que, ya desde niño, Frans había sido considerado prácticamente un retrasado mental. Hasta que un día se presentó en el despacho del director del colegio donde estudiaba, en Ekerö, para señalarle un error que había en los libros de matemáticas de noveno curso, en concreto en el capítulo dedicado a los números imaginarios. La corrección fue incorporada en las siguientes ediciones, y en la primavera siguiente Frans ganó un concurso nacional de matemáticas. Se afirmaba también que podía hablar al revés e inventar largos palíndromos. En una redacción escolar que aparecía publicada en la red se mostraba crítico con la novela
La guerra de los mundos
de H. G. Wells, ya que no podía comprender por qué esos seres que eran superiores a nosotros en todo no entendían algo tan básico como la diferencia que había entre la flora bacteriana de la Tierra y la del planeta Marte.

Al acabar el bachillerato, estudió informática en el Imperial College de Londres y presentó una tesis doctoral sobre los algoritmos de las redes neuronales que marcó un antes y un después. Siendo muy joven, fue nombrado catedrático de la Universidad Politécnica de Estocolmo, la KTH, y admitido como miembro de la Real Academia de Ingeniería. En la actualidad se le consideraba la principal autoridad mundial que había en el campo del concepto hipotético de la «singularidad tecnológica», ese acontecimiento futuro en el que la inteligencia de los ordenadores sobrepasaría la nuestra.

No se trataba de un personaje de apariencia llamativa o seductora. En todas las fotografías se le veía como un trol de descuidado aspecto, ojos pequeños y un enmarañado pelo que apuntaba en todas direcciones. Aun así, había estado casado con la glamurosa actriz Hanna Lind, que luego pasaría a llamarse Hanna Balder. La pareja tuvo un hijo que, según el reportaje de un tabloide titulado «La gran tristeza de Hanna», sufría una grave discapacidad mental, a pesar de que el chico no daba el menor indicio —al menos en la fotografía que acompañaba al reportaje— de presentar retraso alguno. El matrimonio se rompió y, de cara a un incendiario litigio sobre la custodia del niño que se preparaba en los juzgados de Nacka, el
enfant terrible
del teatro sueco, Lasse Westman, entró en escena y explicó de forma agresiva que Balder no debería tener derecho a ver jamás al niño porque se preocupaba más por «la inteligencia de los ordenadores que por la de los niños». Mikael Blomkvist dejó de lado el tema del divorcio para centrarse en intentar comprender la investigación de Balder y aquellas demandas judiciales en las que se hallaba involucrado. Durante un buen rato se sumergió en un complejo razonamiento relacionado con los procesos cuánticos de los ordenadores.

Después entró en sus documentos para abrir un archivo que había creado unos años atrás y al que había rebautizado como
El cajón de Lisbeth
. No sabía si ella aún seguía entrando en su ordenador, ni tampoco si se interesaba por su periodismo. Pero no podía dejar de albergar la esperanza de que así fuera, por lo que en ese momento se preguntó si, a pesar de todo, no debería escribirle unas pocas palabras para saludarla. El único problema era ¿qué poner?

Las cartas largas y personales no iban con ella, eso sólo la incomodaría. Podría más bien intentarlo con algo breve y un poco enigmático. Optó por la siguiente pregunta: «¿Qué hay que creer respecto a la Inteligencia Artificial de Frans Balder?».

Luego se levantó para volver a centrar la mirada en la tormenta de nieve.

Capítulo 4

20 de noviembre

Edwin Needham, o Ed the Ned, como le llamaban a veces, no era el técnico de seguridad informática mejor pagado de Estados Unidos, pero puede que fuera el mejor y el que más orgulloso estaba de su trabajo. Su padre, Sammy, había sido un hijo de puta como la copa de un pino, un alcohólico pirado que a veces se apuntaba a algún trabajo eventual en el puerto, aunque, por lo general, se perdía en demenciales juergas etílicas que a menudo acababan en el calabozo o en urgencias, cosa que, por supuesto, no resultaba agradable para nadie.

A pesar de ello, las borracheras de Sammy eran los mejores momentos de la familia. Cada vez que el padre se iba de bares, la madre y los niños respiraban tranquilos; ella, Rita, podía abrazar a sus dos hijos para decirles que al final todo saldría bien. Porque en aquel hogar nada iba bien. La familia vivía en Dorchester, Boston, y cuando el padre tenía la deferencia de estar presente en casa le daba unas palizas tan terribles a Rita que ella debía correr a encerrarse en el cuarto de baño, donde pasaba horas y horas, a veces días enteros, llorando y temblando.

En la peor etapa del matrimonio la madre llegó a vomitar sangre, de modo que a nadie le sorprendió especialmente que muriera con cuarenta y seis años debido a una hemorragia interna, ni que la hermana mayor de Ed se metiera de lleno en drogas como el
crack
, ni tampoco que Sammy y sus hijos, tras el fallecimiento de la madre, estuvieran a punto de perder su hogar.

La infancia de Ed le había allanado el camino a una posterior vida llena de problemas: ya en su adolescencia se unió a unos chicos que se hacían llamar «
The Fuckers
», un grupo que inspiraba auténtico terror en Dorchester y que se dedicaba a pelearse con otras bandas, así como a cometer robos y atracos en tiendas de alimentación. El amigo más íntimo de Ed, un chico llamado Daniel Gottfried, fue asesinado; lo colgaron de un gancho de carnicero para luego matarlo con un machete. Ed pasó su adolescencia al borde del precipicio.

El aspecto de Ed tenía ya a una temprana edad un aire algo hosco y brutal al que no ayudaba el hecho de que nunca sonriera y de que le faltaran dos dientes en la encía superior. Era alto y corpulento, y nada ni nadie le asustaba. Por lo general, llevaba la cara llena de cicatrices, consecuencia de reyertas, de alguna que otra pelea con su padre o de una batalla campal entre bandas. La mayoría de los profesores del colegio le tenían pánico. Todo el mundo estaba convencido de que ese chico acabaría en la cárcel o tirado en cualquier cuneta con una bala en la cabeza. Pero hubo personas que empezaron a preocuparse por él, tal vez porque habían descubierto que tras esos ojos azules había algo más que agresividad y violencia.

Ed poseía un indomable deseo de descubrir cosas, una energía que hacía que pudiera devorar un libro con el mismo ímpetu con el que se lanzaba a destrozar el interior de un autobús municipal. A menudo no quería volver a casa por las tardes: le gustaba quedarse en esa sala del colegio a la que llamaban «sala de tecnología» y donde había un par de ordenadores frente a los que pasaba horas y horas. Un profesor de física apellidado Larson, de origen inconfundiblemente sueco, se percató de lo bien que se le daba a Ed todo lo relacionado con la tecnología y, tras estudiar su caso —con la participación de los servicios sociales—, se le concedió una beca y tuvo la posibilidad de cambiarse a otro colegio donde había alumnos más motivados.

Ed empezó a destacar en sus estudios y a recibir más becas y condecoraciones, y acabó siendo admitido en el Departamento de Ingeniería del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT, lo cual, teniendo en cuenta las expectativas iniciales, debía considerarse un pequeño milagro. Su tesis doctoral versó sobre ciertos peligros específicos relacionados con los nuevos criptosistemas asimétricos, como el RSA. Luego siguió ascendiendo a posiciones de alto rango en Microsoft y Cisco antes de ser reclutado finalmente por la Agencia Nacional de Seguridad, la NSA, en Fort Meade, Maryland.

En realidad, su currículum no era todo lo impecable que debería ser para trabajar en un sitio así, y no sólo por lo que respectaba a su adolescencia. En la universidad fumó bastante marihuana y manifestó interés por las ideas socialistas, cuando no anarquistas; ya de adulto, fue detenido un par de veces por delitos de lesiones. Y no es que fueran incidentes muy significativos —las típicas peleas de bar—, pero su temperamento seguía siendo violento y todo aquel que lo conocía evitaba a toda costa entrar en conflicto con él.

Sin embargo, en la NSA vieron sus otras cualidades. Y además corría el otoño de 2001. Los servicios de inteligencia estadounidenses estaban tan desesperados por reclutar expertos en informática que podría decirse que contrataban al primero que se les presentaba. Durante los años siguientes nadie cuestionó ni la lealtad ni el patriotismo de Ed, y si alguien lo hacía las ventajas siempre acababan pesando más que los inconvenientes.

Ed no era tan sólo un deslumbrante talento; había también un componente obsesivo en su personalidad, una maníaca obsesión por el detalle y una eficacia arrasadora, características muy positivas en una persona que se encargaba de la seguridad informática de la más secreta de las instituciones estadounidenses. Ningún hijo de puta penetraría en su sistema. Para él era algo personal, y en Fort Meade se hizo muy pronto imprescindible: ante su mesa había constantes colas para consultarle diversos temas. Pero muchos le tenían un miedo de muerte; a menudo echaba unas tremendas broncas a sus colaboradores. En una ocasión, incluso, llegó prácticamente a mandar a la mierda al mismísimo jefe de la NSA, el legendario almirante Charles O’Connor:

—¡¿Por qué no dedicas tu puta cabeza, siempre tan ocupada, a cosas que puedas entender?! —le gritó Ed cuando el almirante intentó ofrecerle su opinión sobre el trabajo que realizaba.

Pero Charles O’Connor y todos los demás lo dejaron pasar. Sabían que Ed pegaba gritos y se peleaba con todo el mundo por razones más que justificadas: por haber descuidado el protocolo de seguridad o por hablar de historias que no entendían. Jamás se metía en el resto de los cometidos de la organización espía, a pesar de que, debido a su poder, tenía acceso a casi todas sus actividades, y a pesar de que en los últimos años la organización había acabado envuelta en una violenta tormenta mediática durante la que tanto representantes de derechas como de izquierdas habían pintado a la NSA como si fuera el mismísimo diablo, como la personificación del Gran Hermano de George Orwell. Pero a Ed le daba igual que la organización hiciese lo que quisiera siempre y cuando sus sistemas de seguridad fueran rigurosos y se mantuvieran intactos. Y como todavía no había formado una familia, se podría decir que en cierto modo vivía en la oficina.

Resultaba ser alguien en el que la gente confiaba y, aunque, como era natural, él mismo había sido objeto de toda una serie de controles sobre su persona, nunca se le encontró nada que fuera motivo de queja, aparte de, claro estaba, unas borracheras de agárrate y no te menees durante las cuales, en especial en los últimos años, se ponía preocupantemente sentimental y empezaba a hablar de todo lo que le había pasado en la vida. Pero ni siquiera en esas circunstancias constaba que le hubiera contado a alguien a qué se dedicaba. Fuera de allí, en el otro mundo, callaba como una tumba, y si por casualidad alguien le presionaba siempre recurría a sus aprendidas mentiras, confirmadas por Internet y las bases de datos.

No se debía a ninguna casualidad —ni era el resultado de ninguna intriga— que hubiera ascendido de categoría y que se hubiera convertido en el jefe supremo de seguridad del cuartel general. Una vez allí, lo puso todo patas arriba para que no «apareciera de repente otro alertador, un filtrador de información, y nos abofeteara de nuevo». Ed y su equipo extremaron la vigilancia interna punto por punto y, durante interminables noches en vela, crearon algo que solían denominar o bien «una muralla infranqueable» o bien «un pequeño sabueso enérgico e irascible».

«Ningún hijo de puta podrá entrar ni husmear ahí dentro sin mi permiso», dijo. Y eso hizo que se sintiera enormemente orgulloso.

Al menos hasta esa maldita mañana de noviembre. El día amaneció con un cielo claro y bonito. En Maryland no había ni rastro de esas infernales tormentas que barrían el continente europeo. La gente vestía camisas y finas cazadoras, y Ed, que con los años se había hecho con unos buenos michelines, se acercó a su mesa desde la máquina de café con su característico andar de pato.

Gracias a su posición, Ed se saltaba las normas de vestimenta. Llevaba vaqueros y una camisa de leñador a cuadros rojos que no conseguía mantener metida en los pantalones. Cuando se sentó frente al ordenador lo hizo con un suspiro: le dolían la espalda y la rodilla derecha, razón por la cual, entre dientes, le dedicó unas palabrotas a su colega Alona Casales —una expolicía del FBI, bollera y bastante encantadora, aunque de lengua viperina— porque el día antes lo había engatusado para que la acompañara a correr. Era muy probable que por puro sadismo.

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