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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (3 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Por supuesto, dijo Levin, la revista iba a seguir haciendo periodismo de investigación en profundidad, con su estilo literario, su
pathos
social y todo eso, aunque no todos los artículos debían abordar necesariamente irregularidades económicas, injusticias sociales y escándalos políticos. Con el glamour que rodeaba la vida de los famosos y los estrenos cinematográficos también se podía hacer un periodismo brillante, dijo, y habló de forma apasionada del caso de
Vanity Fair
y
Esquire
en Estados Unidos, y de Gay Talese y su clásico retrato de Frank Sinatra, «
Frank Sinatra has a Cold
», y sobre Norman Mailer, y Truman Capote, y Tom Wolfe, y Dios sabía quién.

En realidad, Mikael Blomkvist no tenía nada que objetar, al menos por el momento. Él mismo había escrito, hacía tan sólo unos seis meses, un extenso reportaje sobre la industria de los
paparazzi
, de modo que si diera con un enfoque lo bastante serio y adecuado podría retratar a cualquier personaje famoso o glamuroso, el que fuera. «No es el tema lo que determina si se trata de buen periodismo o no —acostumbraba a decir—. Es la actitud». No, aquello contra lo que tenía objeciones era lo que intuía que se leía entre líneas: que eso era el comienzo de un ataque más amplio y que el Grupo quería que
Millennium
se convirtiera en una revista como todas las demás, o sea, una publicación a la que poder cambiar como les viniera en gana. Y hasta que fuese rentable. E insípida.

Por eso, cuando ese viernes se enteró de que Ove Levin había contratado a un consultor y realizado una serie de estudios de mercado que iba a presentar el lunes, Mikael cogió sus cosas, sin más, y se fue a casa, donde pasó horas y horas sentado frente a su mesa o echado en la cama, dando forma a diferentes y enardecidos discursos en defensa de
Millennium
y su visión editorial y de por qué resultaba imperioso mantenerla: «En los suburbios hay revueltas y disturbios. Y un partido abiertamente xenófobo ha entrado en el Parlamento. Crece la intolerancia. El fascismo avanza posiciones, y en la calle hay personas sin hogar y mendigos por todas partes. Suecia, por muchas razones, se ha convertido en una nación de vergüenza». En su cabeza iba formulando un sinfín de altisonantes y contundentes palabras, y en sus ensoñaciones vivía ya toda una serie de fantásticos triunfos porque, al pronunciar esas verdades convincentes y acertadísimas ante la redacción, todos sus miembros, así como los del Grupo Serner, despertaban de su engaño y decidían, al unísono, seguirlo.

Pero cuando se calmó un poco y contempló la situación con ojos más realistas, se dio cuenta de lo poco que pesarían ese tipo de palabras si nadie confiaba en que fueran rentables económicamente. «¡Ya se sabe: cuando el dinero habla las palabras callan!». Lo principal era que la revista tuviera ingresos; ya cambiarían más tarde el mundo si lo deseaban. Así estaban las cosas, de modo que, en lugar de pensar en un montón de enfurecidos discursos, se preguntó si no sería mejor pensar en una buena historia. La esperanza de escribir un reportaje de denuncia sólido que sacara a la luz algo importante quizá pudiera levantar el ánimo de la redacción y hacer que mandaran a la mierda las encuestas y los estudios sobre lo anticuada que estaba
Millennium
o lo que fuera eso que Levin pensaba soltarles.

Desde su famoso y gran
scoop
, Blomkvist se había convertido en una especie de central de noticias. Todos los días recibía información relativa a irregularidades y negocios sucios y turbios. La mayoría, a decir verdad, era una pura mierda: gente aquejada de delirios reivindicativos, querellantes patológicos obsesionados con alguna supuesta injusticia, teóricos de la conspiración, mentirosos y pedantes haciendo alarde de sus quejas le contaron todo tipo de anécdotas de lo más absurdas que o bien no se sostenían y caían por su propio peso a la primera de cambio o bien no despertaban el suficiente interés como para dedicarles un artículo. En otras ocasiones, por el contrario, tras algo banal o cotidiano se escondía una historia extraordinaria. Una mera gestión relacionada con la indemnización de un seguro o la simple denuncia de una desaparición podía ocultar una historia de interés universal. Nunca se podía saber a ciencia cierta. Se trataba de ser metódico, repasarlo todo con una mente abierta; por eso, el sábado por la mañana cogió su portátil y sus cuadernos para revisar lo que tenía.

Estuvo hasta las 17.00 horas, y es cierto que descubrió alguna que otra cosa que, sin duda, diez años antes le habría entusiasmado, pero que ahora no le despertaba el menor interés. Ése era un problema típico que él conocía muy bien: tras unas cuantas décadas de profesión, casi todo te resulta de lo más familiar y, aunque objetiva y juiciosamente pienses que ahí hay una buena historia, ésta no consigue atraparte. De modo que, cuando otro gélido diluvio empezó a azotar los tejados, interrumpió el trabajo y siguió con Elizabeth George.

No era una cuestión de querer evadirse, pensaba; a veces las mejores ideas se presentan cuando uno descansa, tal y como la experiencia le había demostrado. Cuando uno está ocupado con algo, llega un momento en el que las piezas del puzle encajan sin más, de repente. Pero en esta ocasión no se le ocurrió otra idea más constructiva que la de que debería, quizá, pasar más tiempo tirado en el sofá —justo como estaba haciendo en ese momento— leyendo una buena novela. Por consiguiente, cuando llegó el lunes, trayendo consigo otra terrible tormenta, iba ya por la mitad de la segunda novela de Elizabeth George, y había devorado tres viejos números del
The New Yorker
con los que se topó en su mesita de noche.

Así que ahora se encontraba,
cappuccino
en mano, sentado en el sofá del salón y mirando por la ventana. Se sentía cansado y desganado. Pero de buenas a primeras, con una sacudida repentina, se levantó —como si de pronto hubiese decidido volver a ser una persona enérgica y activa—, se puso las botas y el abrigo y salió. El tiempo era tan desagradable que casi parecía una broma de mal gusto.

Violentas ráfagas de viento cargadas de una gélida lluvia le calaron hasta los huesos mientras bajaba lo más apresurado que podía por Hornsgatan, que se extendía inusualmente gris y mojada ante él. Todo el barrio de Söder daba la impresión de haber sido despojado de cualquier rastro de color. En el aire no se veía volar ni una sola hoja otoñal. Con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho, pasó la iglesia de Santa María Magdalena en dirección a Slussen hasta que llegó al cruce con Götgatan, donde torció a la derecha y siguió cuesta arriba para girar por la calle que hay entre la tienda de ropa Monki y el pub Indigo. Luego subió hasta la redacción de la revista, que estaba en la cuarta planta, justo por encima de los locales de Greenpeace. Ya desde la escalera se oía el murmullo.

Había mucha gente: la redacción al completo, los más importantes colaboradores
freelance
, tres personas del Grupo Serner, dos consultores y Ove Levin, quien, en honor al día que era, se había vestido de un modo algo más informal que de costumbre. Ya no tenía el aspecto de un director ejecutivo y, además, al parecer había incorporado algunas expresiones nuevas de registro más popular en su vocabulario, como «¿Qué pasa?».

—¿Qué pasa, Micke? ¿Qué tal va todo?

—Pues mira, eso depende de ti —respondió Mikael Blomkvist sin ánimo de ofender.

Pero al instante se dio cuenta de que aquello había sonado como una declaración de guerra, razón por la cual se limitó a levantar ligeramente la cabeza en señal de saludo para luego sentarse en una de las sillas que se habían colocado a modo de pequeño e improvisado auditorio.

Ove Levin se aclaró la voz con un carraspeo mientras miraba nervioso a Mikael Blomkvist. Ese reportero estrella que se le había antojado tan beligerante cuando lo saludó en la puerta daba ahora la impresión de mostrar un educado interés y de no tener la menor intención de discutir o crear polémica. Pero eso no tranquilizaba a Ove Levin lo más mínimo. Blomkvist y él habían trabajado juntos en
Expressen
durante una sustitución de verano. Por aquel entonces solían escribir noticias breves y rápidas, así como bastantes tonterías. Muchos días, cuando acababan su jornada, iban a tomar algo a un bar, donde soñaban con grandes reportajes y primicias, y donde pasaban horas y horas diciendo que nunca se contentarían con textos convencionales y superficiales, sino que siempre llegarían hasta lo más profundo. Eran jóvenes y ambiciosos, y lo querían todo ya. A veces Ove Levin echaba de menos esos tiempos, pero no el sueldo, claro, ni el horario. Y ni tan siquiera los momentos pasados en los bares y con las chicas, aunque sí los sueños; en más de una ocasión llegó a añorar la fuerza que tenían esos sueños. Podía sentir nostalgia de ese palpitante deseo de cambiar la sociedad y el periodismo, escribir de tal forma que el mundo se detuviese y el poder inclinara la cabeza. Y, por supuesto, otras veces —eso era inevitable, incluso para un
crack
como él— se llegó a preguntar: «¿Qué fue de todo eso? ¿Adónde fueron a parar todos esos sueños?».

Micke Blomkvist, por su parte, los había cumplido todos, uno a uno. Y no sólo porque fuera el responsable de algunas de las denuncias más importantes de los últimos tiempos, sino también porque escribía realmente con esa fuerza y ese
pathos
con los que un día soñaron y porque jamás cedía a las presiones de los de arriba ni transigía con sus ideales, mientras que Ove, en cambio… Bueno, en realidad era él quien había llegado más lejos, ¿verdad? Hoy ganaba sin duda diez veces más que Blomkvist, algo que le producía una enorme satisfacción. ¿De qué le servían a Micke sus
scoops
cuando ni siquiera podía comprarse una buena casa de vacaciones? Allí seguía, joder, en su pequeño cobertizo de Sandhamn. ¿Qué era esa chabola comparada con el nuevo chalé que Ove había adquirido en Cannes? ¡Nada! Estaba claro que era él, Ove, quien había elegido el mejor camino para su carrera profesional.

En lugar de ir de un periódico a otro intentando hacerse un sitio, Ove había empezado a trabajar como analista mediático en el Grupo Serner y allí había establecido una relación personal con el mismísimo Haakon Serner, lo que le había cambiado la vida y le había hecho rico. En la actualidad era el máximo responsable de toda una serie de periódicos, revistas y canales de televisión, cosa que le encantaba. Le encantaban el poder, el dinero y todo lo que eso conllevaba, pero aun así… era lo suficientemente noble como para reconocer que, a veces, también soñaba con lo otro. Era verdad que no muy a menudo, y sin embargo… También quería ser considerado un buen periodista, como Blomkvist, y era muy probable que ésa fuera la razón por la cual se había empecinado en que el Grupo entrara en la revista
Millennium
aportando capital. Un pajarito le había contado que la revista estaba atravesando una crisis económica y que la redactora jefe, Erika Berger, quien siempre le había gustado secretamente, no quería perder a sus dos últimos fichajes: Sofie Melker y Emil Grandén, algo que a duras penas podría hacer si
Millennium
no recibía nuevo capital.

En resumen: que Ove Levin había visto una inesperada oportunidad de entrar en uno de los productos más prestigiosos del mundillo mediático nacional, aunque nadie podía afirmar que la dirección del Grupo Serner mostrara mucho entusiasmo por la idea. Todo lo contrario: se quejaban de que se trataba de una revista anticuada, socialista, con tendencia a meterse con sus colaboradores y con importantes empresas anunciantes, y que si Ove no hubiera argumentado en su favor con tanta pasión probablemente el asunto se habría quedado en nada. ¡Y cómo insistió! La inversión que se barajaba para
Millennium
no era más que calderilla para el Grupo, dijo, una aportación insignificante que tal vez no diera muchos beneficios pero que, en cambio, podría crear algo mucho más importante, esto es: credibilidad. En la fase en la que se hallaban, después de todos los recortes y baños de sangre, se podían decir muchas cosas sobre el Grupo Serner, pero no que la credibilidad fuera, precisamente, el bien más destacado del consorcio; de modo que apostar por
Millennium
sería una señal de que el Grupo, a pesar de todo, se preocupaba por el periodismo de calidad y la libertad de expresión. Bien era cierto que a la dirección del Grupo Serner no le sobraba pasión ni por la libertad de expresión ni por el periodismo de investigación que practicaba
Millennium
, aunque un poco más de credibilidad, por otro lado, no le vendría mal. Eso, a pesar de los pesares, lo entendían todos. De esta manera Ove Levin consiguió que dieran el visto bueno a la inversión. Y durante mucho tiempo pareció una jugada de lo más afortunada para todas las partes implicadas.

Serner tuvo buena prensa, y
Millennium
podría mantener su plantilla y apostar por aquello que hacía tan bien: reportajes en profundidad, bien escritos. Ove Levin irradiaba felicidad. Llegó incluso a participar en un debate público en el Club de los Publicistas, donde dijo con toda modestia:

—Creo en los buenos proyectos. Siempre he luchado por el periodismo de investigación.

Pero luego… No quería pensar en eso. Empezaron a ir a por Blomkvist, algo que en realidad no le quitaba precisamente el sueño. Al menos al principio. Desde que Mikael se había erigido en la gran estrella del firmamento periodístico no había podido impedir regocijarse en su fuero interno cada vez que se metían con él en los medios. Aunque en esta ocasión la satisfacción no duró mucho. Thorvald, el joven hijo de Serner, vio el revuelo que se había organizado en los medios de comunicación y se encargó de echar más leña al fuego y convertirlo en algo muy grave. Y no porque fuera importante para él, por supuesto; a Thorvald le daba igual lo que pensaran los periodistas. Pero le interesaba el poder.

Le encantaban las intrigas, y aquí vio la oportunidad de ganar unos cuantos puntos o de, simplemente, darles un escarmiento a los representantes de la vieja generación de la junta. Así que en muy poco tiempo logró que el director ejecutivo Stig Schmidt —quien hasta hacía bien poco no podía dedicarse a ese tipo de tonterías— declarara que ya no se podía permitir que
Millennium
tuviera un trato especial, y que la revista debía, al igual que todos los demás productos del Grupo, adaptarse a los tiempos que corrían.

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