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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (5 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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¿Por qué había renunciado a todo ello dejando que Frans se llevara al chico?

Hanna creía saber la respuesta. Era la arrogancia que le provocaba el alcohol. Eran las promesas de un papel en una nueva serie policíaca de TV4 que habían hinchado su ego un poco más. Pero, sobre todo, August. A Lasse, el niño se le antojaba raro, algo inquietante y repulsivo; y eso Hanna pensaba que era muy curioso: ¿cómo podía alguien juzgar así a August?

La mayor parte del tiempo se la pasaba sentado en el suelo con sus puzles y sin molestar a nadie. Y, sin embargo, Lasse parecía odiarlo. Era probable que tuviera que ver con su mirada, esa curiosa mirada que se dirigía más bien hacia dentro que hacia fuera y que solía provocar en la gente una sonrisa y comentarios como que el chico debía de tener una vida interior muy rica. Pero a Lasse esa mirada, por algún motivo, se le metía bajo la piel.

—¡Joder, Hanna! Ese niño me traspasa con su mirada —podía llegar a exclamar.

—Pero ¿no dices que es idiota?

—Sí, es idiota, pero hay algo más, algo raro. Me da la sensación de que quiere hacerme daño.

Menuda tontería. August no le hacía el menor caso a Lasse; ni a Lasse ni, en realidad, a ninguna otra persona. Y no quería hacerle daño a nadie. Lo que ocurría, simplemente, era que el mundo exterior le molestaba y que él era feliz en su burbuja. Pero Lasse, en su delirio alcohólico, pensaba que el niño urdía alguna venganza. Ésa era la razón, con toda seguridad, por la que había dejado que August y el dinero desaparecieran de su vida. Qué patético. O al menos eso fue lo que pensó Hanna en su momento. Pero ahora, allí de pie ante el fregadero, fumándose un cigarrillo con tanta ansia que le cayó tabaco en la lengua, se preguntó si a pesar de todo no habría algo de verdad en ello. Era posible que August odiara a Lasse. Era posible que quisiera realmente castigarlo por todos los golpes que había recibido, y era posible que… —Hanna cerró los ojos mientras se mordía los labios— también la odiara a ella.

Sus pensamientos habían empezado a ir por los caminos del autodesprecio desde que una nostalgia casi insoportable había empezado a apoderarse de ella por las noches hasta el punto de llegar a plantearse si Lasse y ella no resultaban perjudiciales para August. «He sido una mala persona», murmuró mientras Lasse le gritaba algo. No oyó lo que decía.

—¿Cómo? —contestó.

—¿Dónde coño está la sentencia de la custodia?

—¿Para qué la quieres?

—Para demostrar que no tiene derecho a tenerlo.

—Pensaba que te alegrabas de haberte librado de él.

—Estaba borracho y fui un idiota.

—¿Y ahora, de repente, te has convertido en un tío sobrio e inteligente?

—La hostia de inteligente —le espetó mientras se acercaba a ella, furioso y decidido al mismo tiempo. Y entonces ella cerró los ojos y se preguntó por enésima vez por qué se había torcido todo tanto.

Frans Balder ya no se parecía a ese catedrático impecablemente aseado que se había presentado en casa de su exmujer. Ahora el pelo apuntaba en todas direcciones, y el labio superior le brillaba de sudor; llevaba por lo menos tres días sin ducharse ni afeitarse. A pesar de sus buenas intenciones de ser un padre a tiempo completo y a pesar de ese momento de esperanza y emoción que experimentó en Hornsgatan, había vuelto a sumirse en esa profunda concentración suya que con tanta facilidad podía confundirse con el enfado.

Le rechinaban hasta los dientes. Hacía ya horas que la tormenta y todo lo relacionado con el mundo exterior habían dejado de existir, razón por la cual tampoco advirtió lo que estaba sucediendo junto a sus pies. Se trataba de unos pequeños y torpes movimientos, como si un gato o un perro se hubiesen colado entre sus piernas, aunque tardó un buen rato en darse cuenta de que era August el que gateaba bajo su escritorio. Frans lo miró aturdido, como si el aluvión de códigos de programación aún perdurara cual velo que cubría sus ojos.

—¿Qué quieres?

August alzó la mirada y lo contempló con unos ojos claros y suplicantes.

—¿Qué? —repitió Frans—. ¿Qué quieres?

Y entonces ocurrió algo. El niño cogió un papel del suelo, lleno de algoritmos cuánticos, y pasó la mano por encima, de un lado a otro. Por un segundo, Frans pensó que el chico estaba a punto de sufrir otro ataque. Pero no; más bien daba la sensación de que August jugaba a escribir con impetuosos movimientos, lo que hizo que el cuerpo de su padre se tensara. Y de nuevo vino a su mente ese algo importante y lejano, como ya había sucedido en aquel cruce de Hornsgatan. Aunque con la diferencia de que ahora sí sabía de qué se trataba.

Eran reminiscencias de su propia infancia, cuando los números y las ecuaciones tenían más importancia para él que la vida misma. Se le iluminó la cara y exclamó:

—¡Te gustan los números! ¿A que sí?

Y, acto seguido, salió corriendo a por bolis y unas hojas de rayas que puso delante de August, en el suelo.

Luego apuntó la serie de números más sencilla que se le ocurrió, la de Fibonacci, donde cada número es la suma de los dos anteriores: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21. Dejó un espacio en blanco para la siguiente suma, que sería 34, pero se le antojó demasiado simple, de modo que también escribió una progresión geométrica: 2, 6, 18, 54… en la que cada nuevo número era el resultado de multiplicar el último por tres, así que el siguiente número, por lo tanto, sería el 162. Para este tipo de problemas, consideró, un niño dotado no necesitaría muchos conocimientos previos. En otras palabras: la idea que tenía Frans de lo fácil —matemáticamente hablando— era, por decir algo, especial. Enseguida se puso a soñar despierto con la posibilidad de que el niño no fuera en absoluto retrasado, sino más bien una especie de copia mejorada de él mismo, que también había tardado mucho en hablar e interactuar socialmente, pero que había entendido las relaciones matemáticas mucho antes de pronunciar su primera palabra.

Se quedó esperando un buen rato sentado junto al chico. Pero, como era lógico, no pasó nada. August se limitó a mirar fijamente los números con su vidriosa mirada, como si esperara que las respuestas saltaran del papel por sí mismas. Frans acabó por dejarlo solo y subió a la cocina a por un vaso de agua con la intención de ponerse a trabajar en la mesa del comedor provisto de lápiz y papel, pero no consiguió concentrarse y terminó hojeando distraído un nuevo número de la revista
New Scientist
. Así pasaría una media hora.

Luego se levantó y bajó a echarle un vistazo a August. De entrada, nada parecía haber ocurrido: el chico seguía agachado en la misma posición inmóvil en la que lo había dejado, pero luego Frans descubrió una cosa que, en un principio, sólo le provocó cierta curiosidad.

Fue un poco más tarde cuando tuvo la sensación de que se hallaba ante algo del todo inexplicable.

No había mucha gente en el Bishops Arms. Era todavía muy pronto, y el tiempo no invitaba precisamente a salir de casa, ni siquiera al pub local. Pese a ello, al entrar se encontró con cierto bullicio y gente riendo, y oyó una voz que le gritaba:

—¡Kalle Blomkvist!

Procedía de un hombre de rostro sonrosado y abotargado, con el pelo encrespado y voluminoso y un pequeño y sinuoso bigote, a quien Mikael había visto por el barrio muchas veces y del que creía que se llamaba Arne. El mismo que, con la puntualidad de un reloj, solía aparecer por el pub todos los días a las dos, pero que ese día, al parecer, había llegado antes de lo habitual para unirse a tres compañeros de francachela que estaban en una mesa situada a la izquierda de la barra.

—Mikael —le corrigió Blomkvist con una sonrisa.

Arne —o comoquiera que se llamase— y sus amigos se rieron, como si el nombre correcto de Mikael fuera lo más divertido que habían oído en mucho tiempo.

—¿Algún
scoop
cociéndose? —continuó Arne.

—Sí, estoy pensando seriamente en desvelar los sucios trapicheos del Bishops Arms.

—¿Crees que Suecia está preparada para una historia así?

—No, lo más probable es que no.

En realidad, a Mikael Blomkvist le gustaba esa pandilla. Y no porque acostumbrara a cruzar con ellos el típico saludo ocasional y alguna que otra frase coloquial que les soltaba al pasar, sino porque esos tipos, a pesar de todo, formaban parte de una vida de barrio con la que él se sentía muy a gusto, motivo por el cual no se ofendió lo más mínimo cuando uno de ellos le largó:

—He oído que estás acabado.

Todo lo contrario. Esas palabras le pusieron todo el acoso mediático que había sufrido en su justa perspectiva y lo bajaron hasta ese nivel casi cómico al que pertenecía.

—«Quince años hace que estoy acabado; saludos, hermana botella, la belleza es efímera…» —contestó recitando un poema de Fröding mientras barría el local con la mirada buscando a alguien que tuviese una pinta lo suficientemente arrogante como para telefonear a un pobre periodista y ordenarle que bajara al pub en un día como ése. Pero, exceptuando a Arne y a su pandilla de borrachos, no vio a nadie. Así que se acercó a la barra para hablar con Amir.

Amir era un hombre grande, gordo, muy campechano y trabajador, todo un padre de cuatro hijos que llevaba el establecimiento desde hacía ya unos años. Mikael y él habían hecho buenas migas, y no porque Mikael fuera un buen cliente, todo lo contrario, sino porque en alguna que otra ocasión se habían echado una mano. Más de una vez, cuando Blomkvist esperaba compañía femenina en su casa y no había podido pasar por Systembolaget, Amir lo proveía de unas cuantas botellas de vino. Mikael, por su parte, había ayudado a un amigo de Amir —que no tenía papeles— con la redacción de varios escritos dirigidos a Inmigración.

—¿A qué se debe este honor? —preguntó Amir.

—He quedado con una persona.

—¿Alguien interesante?

—No creo. ¿Qué tal está Sara?

Sara era la mujer de Amir, y acababan de operarla de la cadera.

—Se queja mucho y no para de tomar pastillas para el dolor.

—¡Qué fastidio! Dale muchos recuerdos.

—Lo haré —respondió Amir.

Siguió charlando con éste un rato más, pero allí no aparecía ningún Linus Brandell. Mikael pensó que aquello debía de ser alguna broma. Bueno, no pasaba nada; había bromas más pesadas que la de hacelo bajar a uno al pub de su barrio. Estuvo un cuarto de hora tratando problemas médicos y de índole económica antes de despedirse de Amir y dirigirse hacia la puerta para volver a casa. Fue entonces cuando llegó.

No era por el hecho de que August hubiera dado con la solución de aquella serie numérica. Cosas así no impresionaban especialmente a un hombre como Frans Balder. No, era por lo que había junto a los números, algo que a primera vista parecía una fotografía o un cuadro, pero que en realidad era un dibujo, una fiel reproducción de ese semáforo de Hornsgatan ante el que pasaron aquella noche. El dibujo no sólo estaba captado de forma extraordinaria —hasta el más mínimo detalle, con una especie de nitidez matemática— sino que brillaba, literalmente, con luz propia.

Sin que nadie le hubiera enseñado nada sobre la creación tridimensional ni el trabajo artístico de luces y sombras, August parecía dominar la técnica a la perfección. La ardiente luz roja del semáforo, envuelta en la oscuridad otoñal de una Hornsgatan que también parecía arder, le deslumbró con una relampagueante intensidad y, en medio de la calle, pudo apreciar al hombre que Frans había visto y que le resultaba ligeramente familiar. El rostro de ese hombre había sido cortado por encima de las cejas. Parecía asustado, o, al menos, presa de una inquietante alteración, como si August le hubiese desconcertado, y caminaba —¿cómo diablos había conseguido plasmar eso?— algo tambaleante.

—¡Dios mío! —exclamó Frans—. ¿Esto lo has hecho tú?

August ni asintió ni negó, tan sólo se limitó a mirar hacia la ventana. A Frans Balder le inundó la extraña certeza de que, a partir de ese momento, su vida no sería igual.

La verdad era que Mikael no sabía muy bien con quién se iba a encontrar, con toda probabilidad con algún pijo de la zona de Stureplan, alguien joven y petulante. Pero quien fue a su encuentro parecía un vagabundo: un chico bajito con los vaqueros rotos, un largo y sucio pelo moreno con un flequillo que le cubría los ojos y una mirada somnolienta y algo evasiva. Tendría unos veinticinco años, quizá alguno menos, y presentaba una piel malsana y unas boqueras bastante feas en los labios. Definitivamente, Linus Brandell no tenía el aspecto de alguien que pudiera estar en posesión de un importante
scoop
.

—Linus Brandell, supongo.

—Correcto. Siento llegar tarde. Me he encontrado por casualidad con una tía a la que conocía, una que iba a mi clase en el colegio, y…

—¿Qué te parece si vamos ya con lo nuestro? —le interrumpió Mikael para llevarlo hasta una mesa del fondo.

Cuando Amir se acercó con una discreta sonrisa, pidieron dos Guinness, y luego permanecieron callados durante un momento. Mikael no podía entender por qué se sentía tan irritado. No le solía pasar. Quizá fuera por culpa de toda esa historia con Serner. Sonrió a Arne y a su pandilla, quienes, desde su mesa, no les quitaban los ojos de encima.

—Iré al grano —anunció Linus.

—Estupendo.

—¿Sabes qué es Supercraft?

Mikael Blomkvist no sabía gran cosa de los juegos de ordenador, pero hasta él había oído hablar de Supercraft.

—Me suena el nombre, sí.

—¿Nada más?

—No.

—Entonces no tendrás ni idea de que lo que lo caracteriza, o mejor dicho, lo que lo hace tan particular, es que hay una función de IA, Inteligencia Artificial, ya sabes, especialmente desarrollada para este juego, que te permite hablar con otro combatiente sobre la estrategia de guerra que se va a emplear, sin que sepas con seguridad, al menos al principio, si estás hablando con una persona real o con una creación virtual.

—Mira qué bien —comentó Mikael. No había nada que le interesara menos que los detalles de un maldito juego de ordenador.

—Es una pequeña revolución en el negocio, y la verdad es que yo he participado en su desarrollo —continuó Linus Brandell.

—Felicidades. Supongo que te habrás forrado.

—Ése es justo el problema.

—¿Qué quieres decir?

—Que nos han robado la tecnología. Truegames se está llevando miles de millones sin habernos pagado ni un céntimo.

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