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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (18 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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En todas las cartas y envíos se ponía como destinatario a Karl Axel Bodin, y todos los que no eran de la familia debían llamarlo Karl. Pero en casa se sabía que ese nombre era falso, que su verdadero nombre era Zala, o, para ser más exactos, Alexander Zalachenko. Se trataba de un hombre que con muy pocos medios podía infundir un miedo atroz en la gente y que, sobre todo, estaba cubierto por un manto de invulnerabilidad. Así era, al menos, como lo veía Lisbeth.

Aunque por aquel entonces ella ignoraba aún el secreto de su padre, se dio cuenta de que éste podía hacer lo que le diera la gana y salir siempre bien parado. Ése era uno de los motivos por los que desprendía esa desagradable y arrogante actitud. Se trataba de una persona intocable por la vía normal, cosa de la que él era plenamente consciente. Los papás de otros niños podían ser denunciados ante los servicios sociales y la policía, pero Zala tenía unas fuerzas apoyándole que estaban por encima de todo eso, y lo que Lisbeth acababa de recordar en sueños era el día en el que encontró a su madre en el suelo, inconsciente, y decidió intentar, ella sola, neutralizar a su padre.

Era eso, y algún que otro recuerdo más, lo que constituía su auténtico agujero negro.

La alarma sonó a la 01.18 y Frans Balder se despertó sobresaltado. ¿Había alguien dentro de la casa? Sintió un terror inexplicable y estiró el brazo: August estaba a su lado. Como ya era habitual, el chico debía de haberse metido en la cama del padre, y ahora gemía inquieto, como si el aullido de la alarma se hubiese introducido en sus sueños. «Mi pequeño», pensó Frans. Luego se quedó de piedra. ¿Estaba oyendo pasos?

No, seguro que se los había imaginado; no se podía oír nada más que la alarma. Preocupado, miró por la ventana. El viento parecía haber arreciado como nunca. El agua del mar azotaba el embarcadero y la orilla. Los cristales temblaban y se combaban ligeramente. ¿Podrían las violentas ráfagas de viento de la tormenta haber activado la alarma? Quizá no fuera más que eso.

Sin embargo, tenía que comprobarlo, claro, y pedir ayuda si fuera necesario, y ver si esa vigilancia de la que se iba a encargar Gabriella Grane había llegado ya. Hacía horas que dos agentes de la policía de orden público estaban en camino. Qué ridículo. Siempre había algo que los retrasaba, ya fuera el mal tiempo, ya una serie de contraórdenes: «¡Venid a echarnos una mano!». Si no era por una cosa era por otra. Estaba de acuerdo con Gabriella: una desesperante incompetencia.

Pero ése era un tema del que debería ocuparse luego. Ahora tenía que llamar: August acababa de despertarse, o estaba a punto de hacerlo, y Frans debía actuar rápido, pues un August histérico que golpeara su cuerpo contra el cabecero de la cama era lo último que necesitaba en ese instante. Los tapones, se le ocurrió, los viejos tapones verdes para los oídos que había comprado en el aeropuerto de Frankfurt.

Los sacó de la mesita de noche y los introdujo con sumo cuidado en los oídos de su hijo. Luego lo arropó y lo besó en la mejilla mientras le acariciaba los rebeldes rizos. A continuación se aseguró de que el cuello del pijama estuviera bien y de que la cabeza descansara sobre la almohada de forma cómoda. Resultaba incomprensible: Frans tenía miedo, y lo lógico sería que se diera prisa o, al menos, que sintiese que debía apresurarse.

Pese a ello, retrasó sus movimientos y se quedó ocupándose del niño. Quizá se tratara de un sentimentalismo surgido a raíz de ese crítico momento. O quizá quisiera postergar al máximo el encuentro con quienquiera que fuese el que le esperaba. Y entonces deseó haber tenido un arma. Aunque lo cierto era que no habría sabido cómo usarla.

Él era un maldito programador informático al que, de repente, en la vejez, le había invadido el instinto paternal, nada más. No debería haberse metido en ese lío. «¡Que Solifon y la NSA y todas las bandas criminales se vayan a la mierda!». Pero ahora le tocaba hacer de tripas corazón, así que se acercó hasta el recibidor con pasos sigilosos, inseguros y, antes de nada, antes incluso de echar un vistazo al camino, desconectó la alarma. El ruido había alterado todo su sistema nervioso, y en el silencio que siguió se quedó quieto, como paralizado, incapaz de acometer ninguna acción. De pronto sonó su móvil. Y, aunque se asustó, agradeció la distracción.

—¿Sí? —contestó.

—Buenas noches. Soy Jonas Anderberg y estoy de guardia en Milton Security. ¿Va todo bien?

—¿Qué? Eh… Sí… Bueno, creo que sí. Ha saltado la alarma.

—Sí, ya lo sé. Y según nuestras instrucciones, en un caso así usted debe bajar al cuarto especial que tiene en su sótano y cerrar la puerta con llave. ¿Se encuentra usted allí abajo?

—Sí —mintió.

—Bien, muy bien. ¿Sabe qué es lo que ha pasado?

—No. Me ha despertado la alarma. No sé qué la habrá activado. ¿No habrá sido la tormenta?

—No, no creo… Espere un segundo.

A Jonas Anderberg se le advirtió una falta de concentración en la voz.

—¿Qué pasa? —preguntó Frans nervioso.

—Parece que…

—Joder, suéltelo ya. Me está poniendo de los nervios.

—Perdón… Tranquilo, tranquilo… Estoy repasando las secuencias de las cámaras y parece ser que…

—¿Qué?

—Que alguien le ha hecho una visita. Un hombre, sí; bueno, luego lo podrá ver usted mismo. Un tipo bastante larguirucho con gafas oscuras y gorra ha estado husmeando por la finca. En dos ocasiones por lo que veo, aunque para poder darle algún otro dato tengo que estudiarlo con más detenimiento.

—¿Quién podrá ser?

—Bueno, mire, no es fácil decir nada concreto.

Jonas Anderberg pareció volver a estudiar las imágenes.

—Pero quizá… No, no lo sé… No, no debería sacar conclusiones tan precipitadas —continuó.

—Sí, por favor, hágalo. Necesito algo concreto. Aunque sea como pura terapia.

—De acuerdo. Lo que puedo decir es que hay al menos una circunstancia que es tranquilizadora.

—¿Y cuál es?

—Su forma de andar. Se mueve como un yonqui, como un chico que acabara de meterse un buen chute. Hay algo exageradamente afectado y rígido en su manera de moverse, lo que, por un lado, podría indicar que se trata de un drogata del montón, de un chorizo. Pero por el otro…

—¿Sí?

—Oculta su cara de un modo preocupantemente hábil. Y además…

Jonas se calló de nuevo.

—Siga.

—Espere.

—Me está poniendo de los nervios, ¿sabe?

—No es mi intención, pero me temo que…

Frans Balder se quedó helado: el ruido de un motor se aproximaba a su garaje.

—… que tiene visita.

—¿Y qué hago?

—Quédese donde está.

—De acuerdo —dijo Frans. Y se quedó, casi paralizado, en el sitio donde estaba, que era otro muy distinto al que Jonas Anderberg creía.

Cuando sonó el móvil, a la 01.58, Mikael Blomkvist todavía estaba despierto, pero como el teléfono se encontraba en el bolsillo de sus vaqueros, tirados en el suelo, no consiguió responder a tiempo. Además, se trataba de un número oculto, razón por la que soltó unas cuantas palabrotas antes de volver a meterse bajo las sábanas y cerrar los ojos.

Estaba decidido a no pasar otra noche en vela. Desde que Erika se había dormido, un poco antes de la medianoche, no había hecho más que dar vueltas en la cama pensando en su vida. La verdad era que, en general, no le había proporcionado mucha satisfacción, ni siquiera en lo tocante a su relación con Erika. La quería desde hacía décadas, sí, y nada parecía indicar que ella no sintiera lo mismo por él.

Pero ya no era tan fácil; quizá lo que le pasaba fuera que Mikael había empezado a sentir simpatía por Greger. Greger Beckman era artista y el marido de Erika, y se trataba de un hombre al que nadie podría tachar de envidioso o mezquino. Todo lo contrario: cuando Greger sospechó que Erika no soportaría perder a Mikael o que ni siquiera sería capaz de resistirse a acostarse con él de vez en cuando, no montó ninguna escena ni amenazó con largarse a China con su esposa. Llegó a un acuerdo con ella:

—Puedes estar con él con la condición de que siempre vuelvas a mí.

Y así lo hicieron.

Crearon una relación a tres bandas, una constelación poco convencional en la que Erika, las más de las veces, pasaba la noche en su casa de Saltsjöbaden con Greger, pero otras lo hacía con Mikael, en Bellmansgatan. Durante todos estos años, Mikael Blomkvist siempre había pensado que era una solución fantástica, una solución a la que deberían apuntarse más parejas de esas que vivían bajo la dictadura de la dualidad. Cada vez que Erika decía «Amo más a mi marido cuando también puedo estar contigo», o en cuanto Greger, en alguna recepción o cóctel, abrazaba fraternalmente a Mikael, éste le daba las gracias al cielo por el acuerdo.

Ahora bien, últimamente, a pesar de todo, había empezado a dudar —quizá porque disponía de más tiempo para reflexionar sobre su vida— y a plantearse que tal vez todas esas cosas a las que llamamos acuerdos no siempre lo son.

Todo lo contrario: una parte puede imponer su propia voluntad con cierto despotismo, bajo la apariencia de un acuerdo común, y luego resulta que, no obstante, otra de las partes sufre por mucho que se insista en que no es así. Haciendo un ejercicio de sinceridad, la llamada que le hizo Erika a Greger esa misma noche no había sido recibida con aplausos precisamente. ¿Y quién sabía si en ese instante Greger no permanecía también despierto dando vueltas en su cama?

Mikael se esforzó por pensar en otra cosa. Hubo un momento en el que incluso intentó soñar despierto, lo que no le ayudó mucho, así que al final optó por levantarse, decidido a hacer algo provechoso. ¿Por qué no estudiar un poco más el tema del espionaje industrial? O mejor aún: ¿por qué no esbozar una alternativa de financiación para
Millennium
? Se vistió y se sentó frente al ordenador. Empezó por leer su correo.

Como ya solía ser habitual, la mayoría de los correos eran pura mierda, aunque algunos de ellos lo animaron un poco: había gritos de ánimo por parte de Christer, y Malin, y Andrei Zander, y Harriet Vanger ante la inminente batalla que se iba a librar con el Grupo Serner. A todos les contestó haciendo gala de un espíritu combativo mucho más apasionado que el que en realidad poseía. Luego entró en el archivo de Lisbeth, donde, a decir verdad, no esperaba encontrar nada. Pero de pronto su cara se iluminó: había contestado. Por primera vez en lo que parecía una eternidad había dado señales de vida:

La inteligencia de Balder no es nada artificial. Y la tuya, ¿cómo va últimamente?
¿Y qué pasaría, Blomkvist, si creáramos una máquina que fuera un poco más inteligente que nosotros mismos?

Mikael sonrió y pensó en la última vez que se vieron, en el Kaffebar de Sankt Paulsgatan, de modo que tardó un poco en caer en la cuenta de que su saludo contenía dos preguntas: la primera en forma de pulla amistosa que, sin duda y por desgracia, era bastante acertada. Lo que había escrito en la revista en esos últimos tiempos no sólo carecía de inteligencia sino también de un genuino valor periodístico. Como tantos otros periodistas, había hecho su trabajo recurriendo a tópicos y a caminos ya trillados. Pero así estaban las cosas, y no tenía sentido seguir dándoles vueltas. La segunda pregunta, sin embargo, ese pequeño enigma, le atraía más; y no porque le interesara especialmente el tema sino porque quería responderle con algo ingenioso.

«Si creáramos una máquina que fuera más inteligente que nosotros mismos —pensó—, ¿qué pasaría?». Se dirigió a la cocina para coger una botella de agua Ramlösa y luego se sentó en la mesa. Del piso de abajo subía el ruido de los ataques de tos de la señora Gerner y, a lo lejos, en el hervidero urbano, aullaba la sirena de una ambulancia en medio de la tormenta. «Pues lo que pasaría —se respondió—, es que tendríamos una máquina que sería capaz de hacer todas las cosas inteligentes que hacemos y un poco más, como por ejemplo…». Se rió en voz alta cuando cayó en la cuenta del sentido que ella le había dado a la pregunta: una máquina así tendría la capacidad de construir algo que fuera más inteligente todavía, puesto que nosotros fuimos capaces de crear a la máquina. Y entonces ¿qué pasaría?

Pues, evidentemente, que esta nueva máquina, a su vez, también sería capaz de crear algo que fuera mucho más inteligente todavía. Y con la siguiente creación pasaría lo mismo, al igual que con la siguiente, y con la siguiente a la siguiente…; de modo que todas esas máquinas superinteligentes muy pronto mostrarían el mismo interés por el ser humano que el que nosotros mostramos por unos simples ratones de laboratorio. Asistiríamos a una explosión de inteligencia más allá de cualquier posibilidad de control, sería como en las películas de
Matrix
. Mikael sonrió mientras volvía al ordenador para ponerse a escribir:

Si creáramos una máquina así tendríamos un mundo en el que ni siquiera Lisbeth Salander sería tan chula.

Luego se quedó mirando por la ventana —todo lo que la tormenta de nieve le dejaba ver— al tiempo que, de vez en cuando y a través de la puerta abierta, le echaba un vistazo a Erika, que dormía profundamente sin preocuparse por máquinas que fueran más inteligentes que el hombre. Al menos en esos momentos. Después cogió el teléfono.

Le parecía haber oído un clin. En efecto, tenía un mensaje de voz, algo que, sin saber muy bien por qué, le produjo una ligera inquietud. Tal vez porque, aparte de las llamadas de antiguas amantes que se acordaban de él cuando estaban borrachas y querían llevarlo a la cama, por las noches no solía recibir buenas noticias. Por eso escuchó el mensaje de inmediato. La voz sonaba acelerada:

Mi nombre es Frans Balder. Maleducado por mi parte, desde luego, llamarte a estas horas de la noche. Te pido disculpas. Pero es que mi situación se ha vuelto un poco crítica, al menos así es como la siento. Acabo de enterarme de que querías hablar conmigo, lo que, por cierto, constituye una extraña coincidencia. Hay una serie de asuntos que llevo tiempo deseando compartir con alguien y que creo que te podrían interesar. Por favor, ponte en contacto conmigo en cuanto puedas. Me da la sensación de que el tiempo apremia.

Luego Frans Balder había dejado un número de teléfono y una dirección de correo que Mikael apuntó en el acto para, a continuación, quedarse parado un rato tamborileando con los dedos sobre la mesa de la cocina. Después hizo la llamada.

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