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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (23 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Mikael Blomkvist creía que ese individuo había desaparecido allí abajo, en la orilla, pasando a través de los chalés de los vecinos, y eso coincidía con los testimonios de Peter Blom y Dan Flinck, los policías. Éstos no habían conseguido apreciar ni el más mínimo rasgo de la cara del hombre, pero lo oyeron correr por la orilla y alejarse cuando, en vano, procedieron a su persecución. Al menos eso era lo que afirmaban que habían hecho, aunque Erik Zetterlund no estaba del todo seguro de que hubiera sido así.

Era muy probable que Blom y Flinck se hubiesen acobardado, creía, y se hubieran limitado a quedarse allí parados en la oscuridad, temblando, sin iniciativa alguna. En cualquier caso, fue en ese punto cuando se cometió el gran error. En lugar de organizar una intervención policial inmediata, analizando y vigilando todas las salidas de la zona, e intentando montar controles de carretera, parecía que las medidas tomadas, cualesquiera que fuesen, habían sido muy escasas, por no decir nulas. Bien era cierto que, a esas alturas, Flinck y Blom aún no se habían enterado de que se había producido un asesinato y que, justo después, se tuvieron que ocupar de un niño descalzo que, histérico, había salido corriendo de la casa; seguro que no les resultó fácil mantener la cabeza fría. Aun así, el tiempo iba en su contra, y aunque Mikael Blomkvist no fue muy prolijo en detalles quedaba bastante claro que él también se mostraba crítico con la actuación de los agentes: al parecer, hasta dos veces les llegó a preguntar si habían dado aviso a la central, y en ambas ocasiones sólo obtuvo por respuesta un movimiento afirmativo de cabeza.

Más tarde, cuando Mikael Blomkvist oyó por casualidad una conversación que Flinck mantenía con el centro de control, se dio cuenta de que aquel movimiento de cabeza que él había percibido como afirmativo era más bien negativo o, en el mejor de los casos, una especie de gesto de confusa incomprensión. Fuera como fuese, los refuerzos tardaron en llegar y ni siquiera cuando lo hicieron las cosas se llevaron a cabo con corrección, tal vez porque la información de Flinck había sido muy poco precisa.

La negligente incompetencia se había reproducido en otros niveles, de modo que Erik Zetterlund estaba inmensamente agradecido de que no le pudieran echar la culpa a él, pues a esa hora aún no habían requerido su presencia. En cualquier caso, ahora él había asumido el mando y lo que no podía hacer era empeorar la situación. Su expediente no era lo que se dice brillante, y menos en los últimos tiempos, así que debía aprovechar la oportunidad para mostrar sus habilidades o, al menos, para no meter la pata.

Se hallaba en la entrada del salón y acababa de terminar una conversación con Milton Security en torno al individuo que había aparecido esa noche en las cámaras de vigilancia. Se trataba de un hombre que en nada coincidía con la descripción que había hecho Mikael Blomkvist del presunto asesino, sino que más bien daba un poco la impresión de ser un yonqui viejo y flaco pero que, por lo visto, era muy competente en cuestiones tecnológicas. En Milton Security creían que ese individuo había manipulado el sistema de alarmas para inutilizar todas las cámaras y todos los sensores, una información que no contribuía mucho a reducir el desagrado que le producía la historia.

Y no sólo por la profesionalidad con que el tipo lo había preparado todo, sino también por la idea de cometer un asesinato a pesar de la vigilancia policial y de un sofisticado sistema de alarmas. ¡Una manifestación de confianza en sus propias capacidades que no le gustaba nada! En realidad, Erik debía ir a la planta baja para hablar con los técnicos, pero algo lo retuvo allí arriba: estaba mirando fijamente al vacío con una profunda sensación de incomodidad cuando, de pronto, sus ojos se clavaron en el hijo de Balder, quien, a todas luces, era su testigo clave pero que al parecer no sólo no sabía hablar sino que tampoco entendía nada de lo que ellos decían. En otras palabras: todo muy en consonancia con lo que cabía esperar de ese jaleo.

Erik vio cómo el niño sostenía en su mano la pequeña pieza de un puzle que, sin duda, resultaba demasiado grande para él, y se echó a andar hacia la escalera curvada que le conduciría a la planta baja. Acto seguido, se quedó de piedra. A su mente acudió la primera sensación que había tenido del chico. Al entrar en la casa, sin saber muy bien lo que había pasado, le dio la impresión de ser igual a cualquier otro niño de su edad. No había nada en su persona que lo hiciera diferente, pensó; bueno, nada excepto la mirada asustada y los hombros tensos. Erik incluso lo podría haber descrito como un chaval inusualmente guapo, de ojos grandes y con un pelo rizado y alborotado. Fue después cuando se enteró de que era autista y tenía un grave retraso. Es decir: se trataba de algún dato que no había podido deducir al verle sino de algo que le habían contado, y eso significaba —creía— que el asesino conocía al niño de antes o que, al menos, estaba al tanto de lo que le pasaba. Si no, difícilmente lo habría dejado con vida y se habría arriesgado, así, a que lo reconociera en un careo o… Aunque Erik no se permitió continuar con el hilo de su argumentación hasta el final, la idea le excitó, por lo que decidió, a pasos acelerados, acercarse al niño.

—Tenemos que interrogarle ahora mismo —dijo con una voz que, de modo involuntario, había adquirido un tono demasiado alto y acalorado.

—Por Dios, sé prudente con él —dijo Mikael Blomkvist, quien por casualidad se encontraba al lado.

—No te metas en esto —le espetó Erik—. Puede que conozca al autor del crimen. Tenemos que buscar álbumes de fotos para enseñárselos. Tenemos, de alguna manera, que…

El niño le interrumpió dando un golpe sobre el puzle y barriéndolo con la mano, por lo que Erik Zetterlund no vio más solución que murmurar un «perdón» y bajar a ver a sus técnicos.

Erik Zetterlund salió de allí y Mikael Blomkvist se quedó contemplando al chico. Le dio la sensación de que algo más estaba a punto de sucederle, quizá que le diera un nuevo ataque, y lo último que Mikael quería era que el niño volviera a hacerse daño. Pero no, August se puso tenso y con la mano derecha empezó a trazar círculos sobre la alfombra a una vertiginosa velocidad.

De pronto, se detuvo en seco y levantó la mirada con ojos suplicantes y, aunque por un momento Mikael se preguntó qué querría decirle, dejó de pensar en ello cuando el más alto de los policías —que según había podido saber se llamaba Peter Blom— se sentó al lado del niño para intentar que volviera a montar su puzle. Entonces Mikael se dirigió a la cocina en busca de un poco de paz. Estaba muerto de cansancio y tenía ganas de volver a casa. Pero antes, al parecer, querían que echara un vistazo a unas imágenes que habían sido captadas por una cámara de vigilancia, aunque ignoraba cuándo tenían previsto enseñárselas. Todo se le hacía eterno y la investigación se le antojaba caótica y muy mal organizada; ansiaba desesperadamente meterse en la cama de una vez por todas.

Ya había hablado con Erika dos veces para informarla de lo que había pasado y, a pesar de que todavía sabían muy poco del crimen, estaban de acuerdo en que Mikael preparara un amplio reportaje para el próximo número. No sólo porque el homicidio en sí mismo tuviera visos de tragedia y la vida de Frans Balder mereciera ser contada, sino también porque Mikael tenía una conexión personal con la historia que elevaría su escrito a otro nivel y les daría ventaja sobre la competencia. Sólo la intrigante conversación telefónica mantenida con Balder esa noche, cuando éste le convenció para que acudiera a su casa, otorgaría a su reportaje una autenticidad y una tensión inusitadas.

No hacía falta que ninguno de los dos mencionara la importancia que podría tener para todo el tema de Serner y la crisis de la revista, eso ya se sobreentendía. Erika había previsto que Andrei Zander, el eterno suplente, realizara el trabajo previo de documentación mientras Mikael se iba a la cama a descansar unas horas. De forma bastante categórica, Erika —mitad madre cariñosa mitad redactora jefe autoritaria— le había dicho que se negaba a admitir en la redacción a su reportero estrella agotado antes de que ni siquiera hubiera empezado a ponerse manos a la obra.

Mikael aceptó sin problemas. Andrei era un chico diligente y simpático, y sería maravilloso despertarse por la mañana con toda la investigación preliminar hecha; y, ya puestos a pedir, que también le facilitara una lista de personas cercanas a Balder a las que entrevistar. Y como para distraer su mente, reflexionó sobre los continuos problemas que tenía Andrei con las mujeres y que había compartido con Mikael más de una noche en torno a unas cervezas en el Kvarnen. Andrei era joven, inteligente y guapo. Debería ser un buen partido para quien fuera, pero por culpa de alguna faceta demasiado sensible e implorante en su carácter siempre lo acababan abandonando, y eso le afectaba profundamente. Andrei era un romántico empedernido. Siempre soñaba con un gran amor y un gran
scoop
.

Mikael se sentó y contempló la oscuridad de la noche. Sobre la mesa de aquella cocina, al lado de una caja de cerillas, un ejemplar de la revista
New Scientist
y un cuaderno donde había anotadas unas incomprensibles ecuaciones, descubrió un bonito dibujo, quizá algo amenazante, que representaba un paso de peatones. Junto a un semáforo, se veía a un hombre con unos ojos turbios, entornados, y unos finos labios. Al hombre lo habían retratado a vuela pluma y, sin embargo, se podía apreciar cada arruga de su rostro y los pliegues de la cazadora y de los pantalones. No parecía especialmente simpático. Tenía un lunar con forma de corazón en la barbilla.

Pero lo que destacaba en el dibujo era el semáforo: brillaba con una luz nítida e inquietante, y había sido captado con gran habilidad siguiendo alguna especie de técnica matemática. Casi se podían intuir unas líneas geométricas por debajo. «Será que Frans Balder se dedicaba al dibujo como
hobby
», pensó Mikael. Pero el motivo le llamó la atención: no era muy común.

Claro que, por otra parte, ¿por qué alguien como Balder iba a dibujar puestas de sol o barcos? Un semáforo quizá suponía un motivo tan interesante como cualquier otro. A Mikael le fascinó la sensación de fotografía exacta e instantánea que rezumaba el dibujo. Ahora bien, por mucho que Frans Balder hubiera estado estudiando detenidamente el semáforo, era poco probable que le hubiera pedido al hombre que cruzara el paso de peatones una y otra vez. Quizá ese individuo sólo fuera un añadido ficticio o quizá Frans Balder tuviera una memoria fotográfica, al igual que… Mikael se sumergió en sus pensamientos. Luego cogió el teléfono y llamó, por tercera vez, a Erika.

—¿Vienes ya? —preguntó ella.

—No, todavía no, por desgracia. Antes tengo que mirar un par de cosas. Pero quisiera pedirte un favor.

—Para eso estamos.

—¿Te importaría ir a mi ordenador y entrar en él? Sabes mi contraseña, ¿verdad?

—Yo lo sé todo de ti.

—Muy bien. Métete en mis documentos y abre un archivo que se llama
El cajón de Lisbeth
.

—Me temo que ya sé dónde va a acabar todo esto.

—¿De veras? Quiero que escribas lo siguiente…

—Espera, se está abriendo. Vale, de acuerdo…, ahora sí. Aquí ya hay algo escrito.

—Es igual, ignóralo. Lo que quiero es que pongas lo que te voy a decir y que quede al principio de todo lo que hay. ¿Me sigues?

—Sí, sí, te sigo.

—Escribe: «Lisbeth, quizá ya lo sepas, pero Frans Balder está muerto, le han pegado dos tiros en la cabeza. ¿Puedes buscar algún motivo por el que alguien querría matarlo?».

—¿Eso es todo?

—Bueno, no es poco teniendo en cuenta que llevamos bastante tiempo sin vernos. Seguro que piensa que tengo mucho morro por pedírselo así. Pero creo que un poco de ayuda nos vendría bien.

—¿Un poco de ayuda? Querrás decir la ayuda ilegal de una
hacker
.

—Haré como que no lo he oído. Espero verte pronto.

—Yo también.

Lisbeth Salander había conseguido volver a conciliar el sueño y se despertó a las 07.30 horas. No estaba bien del todo: le dolía la cabeza y sentía náuseas. Pero se encontraba mejor que antes. Se vistió apresuradamente y se tomó un desayuno rápido consistente en dos empanadillas de carne hechas en el microondas y un vaso grande de Coca-Cola. Luego metió ropa de gimnasio en una bolsa negra de deporte y salió. El temporal había amainado. Aun así, todavía se veía, a diestro y siniestro, basura y viejos periódicos que el viento había dispersado por la ciudad. Bajó desde la plaza de Mosebacke para luego seguir por Götgatan; y lo más seguro era que durante todo el trayecto no dejara de refunfuñar.

Tenía cara de cabreo, y al menos dos personas se echaron a un lado, asustadas, al verla pasar. Pero Lisbeth no estaba enfadada, sólo concentrada y decidida. No le apetecía nada ir a entrenarse, lo único que quería era mantener su rutina y eliminar toxinas del cuerpo, por lo que siguió bajando hasta Hornsgatan y, justo antes de Horngatspuckeln, esa especie de joroba que tiene la calle, giró a la derecha hasta el club de boxeo Zero, que se situaba en el sótano y que esa mañana se le antojó aún más deteriorado que nunca.

A aquel local le vendría bien una buena capa de pintura y un poco de
lifting
general. Daba la impresión de que allí no se había hecho nada desde los años setenta, ni con las instalaciones ni con la decoración. Los pósteres que había en las paredes seguían siendo de Ali y Foreman. Uno tenía la sensación de que allí acababa de librarse aquel legendario combate de Kinsasa, algo que podía deberse al hecho de que Obinze, el responsable del local, lo hubiera vivido
in situ
, cuando era pequeño, y de que luego hubiese salido corriendo y se hubiera puesto a dar vueltas bajo la liberadora lluvia del monzón mientras gritaba «¡Ali bumaye!». Esas carreras no sólo constituían su recuerdo más feliz, sino también lo que él llamaba la última fase de «los días de la inocencia».

Poco después se vio obligado a huir con su familia del terror de Mobutu, y ya desde entonces nada fue igual; así que quizá no fuera tan raro que quisiera conservar ese momento de la historia o, de alguna manera, legarlo a ese club de boxeo, dejado de la mano de Dios, del barrio de Södermalm, Estocolmo. Obinze hablaba de ese combate cada dos por tres; aunque lo cierto, para ser sinceros, era que siempre hablaba, y mucho, sobre todo tipo de cosas.

Era grande, enorme más bien, y calvo, y parlanchín hasta decir basta. Y uno de los muchos del club a los que Lisbeth les caía bien, aunque Obinze, como otros, pensaba que estaba algo loca. Había épocas en las que Lisbeth se entrenaba con más frecuencia e intensidad que todos ellos, dándoles fuerte y salvajemente a los
punch balls
, los
punch bags
e incluso a los
sparrings
. Había en ella una especie de furiosa y primitiva energía que Obinze apenas había visto en su vida. Una vez, antes de conocerla, le llegó a proponer que se dedicara al boxeo de modo profesional.

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