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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (24 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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El bufido que recibió por respuesta le disuadió de volver a proponérselo, aunque nunca entendió por qué se entrenaba con tanta agresividad. Bueno, en realidad tampoco necesitaba una respuesta: no hacía falta tener un motivo especial. Era mejor que entregarse a la bebida. Era mejor que muchas cosas. Y quizá fuera verdad lo que le dijo una noche, muy tarde, haría uno o dos años: que quería estar preparada físicamente por si volvía a meterse en líos.

Él sabía que había tenido problemas. Lo había visto en Google. Había leído todo lo que se había escrito sobre ella en la red y entendía a la perfección que quisiera estar en forma por si alguna nueva sombra siniestra de su pasado hacía acto de presencia. Nadie como él para comprender algo así: sus padres habían sido asesinados por los matones de Mobutu.

Lo que no entendía era por qué Lisbeth tenía épocas en las que pasaba de entrenarse, no se movía nada y se empeñaba en comer sólo comida basura; esos cambios tan bruscos y extremos le resultaban incomprensibles. Cuando Lisbeth entró en el gimnasio esa mañana, con los mismos
piercings
y el mismo atuendo ostensivamente negro de siempre, hacía quince días que no le veía el pelo.

—Buenos días, guapa. ¿Dónde has estado metida? —la saludó él.

—Dedicándome a algo muy muy ilegal.

—Ya me lo imagino. Dándole una paliza a una banda de motoristas o algo así.

Pero ese conato de comentario gracioso no obtuvo respuesta alguna. Lisbeth se limitó a continuar andando en dirección al vestuario con cara de pocos amigos. Entonces él hizo algo que sabía que ella odiaba: se le plantó delante y le impidió el paso mientras la miraba fijamente.

—Tienes los ojos muy rojos.

—Tengo una resaca de caballo. ¡Quítate de en medio!

—En tal caso no te quiero ver aquí, ya lo sabes.

—Corta el rollo, tío. Necesito que me machaques de la hostia —le espetó antes de entrar en el vestuario.

Se cambió y salió con sus pantalones de boxeo —unos que le quedaban enormes— y su camiseta blanca de tirantes y con una calavera negra en el pecho. Ante esa perspectiva, él decidió que no le quedaba más remedio que acceder a su deseo.

La machacó de lo lindo hasta que Lisbeth vomitó tres veces en la papelera mientras él le echaba broncas a más no poder, aunque ella no se quedó corta en sus contestaciones. Luego se marchó, se cambió y abandonó el local sin ninguna palabra de despedida, cosa que dejó a Obinze, como tantas veces, con una sensación de vacío. Era posible, incluso, que estuviera algo enamorado de esa chica. En cualquier caso, se sentía emocionado; imposible no estarlo con una tía que boxeaba así.

Lo último que vio de ella fueron sus pantorrillas, que desaparecieron al final de la escalera. Por eso Obinze no pudo saber que el mundo se había tambaleado a sus pies en cuanto Lisbeth pisó Hornsgatan. Se apoyó en la fachada del edificio respirando con dificultad. Después continuó hasta su casa de Fiskargatan y, una vez dentro, se tomó otro vaso grande de Coca-Cola y medio litro de zumo. Luego se desplomó sobre la cama, donde se quedó tumbada mirando al techo durante unos diez o quince minutos, al tiempo que pensaba en lo de aquí y lo de más allá, en singularidades y horizontes de sucesos, y en ciertos aspectos de la ecuación de Schrödinger, y en Ed the Ned, y en más cosas.

Una vez que el mundo recuperó sus viejos colores de siempre, Lisbeth se levantó y se acercó al ordenador. Por muy pocas ganas que tuviera, siempre se sentía atraída por esa pantalla con una fuerza que no había menguado desde su infancia. Esa mañana, no obstante, no estaba para meterse en aventuras demasiado temerarias. Se limitó a entrar en el ordenador de Mikael Blomkvist y, nada más hacerlo, se quedó helada. Se negó incluso a creérselo. Hacía poco que habían bromeado sobre Balder. Ahora Mikael le escribía que Balder había sido asesinado, que le habían pegado dos tiros en la cabeza.

—¡Joder! —murmuró, y leyó los periódicos en Internet.

Todavía no tenían ningún dato exacto, pero no hacía falta mucha imaginación para saber a quién se referían:

Investigador sueco asesinado a tiros en su casa de Saltsjöbaden.

La policía se mantenía discreta de momento y los periodistas aún no habían sido unos sabuesos muy hábiles, quizá porque todavía no habían entendido el alcance de la historia ni tampoco le habían dedicado demasiada energía. Al parecer, a lo largo de la noche habían ocurrido cosas más importantes: la tormenta y los cortes de luz producidos por todo el país, los disparatados retrasos de los trenes y alguna que otra noticia del mundo de los famosos que Lisbeth ni siquiera intentó comprender.

Del crimen sólo mencionaban que se había producido a las 03.00 horas y que la policía buscaba algún testimonio por el vecindario, a alguien que hubiera observado cualquier detalle fuera de lo normal. Aún no tenían sospechosos pero, por lo que parecía, algunos vecinos habían advertido la presencia de desconocidos rondando por el jardín de la casa. La policía buscaba más información sobre ellos. Al final de la noticia se comunicaba que, a lo largo del día, la policía daría una rueda de prensa que estaría dirigida por el comisario Jan Bublanski. Lisbeth sonrió melancólicamente: había tenido bastante que ver con Bublanski —o Burbuja, como le llamaban a veces— y pensó que mientras se abstuvieran de meter en su equipo a algunos de los cenutrios que había en el cuerpo la investigación podría llevarse a cabo con una más que razonable eficacia.

Luego leyó el mensaje de Mikael Blomkvist una vez más. Quería ayuda. Y, sin ni siquiera pensárselo, respondió «OK». No sólo porque se lo pidiera él sino porque aquello era un tema personal. El luto y la tristeza por haber perdido a alguien no iban con ella, al menos de un modo tradicional. La rabia, en cambio, sí; una rabia fría e implacable. Y aunque manifestaba cierto respeto por Jan Bublanski, no se fiaba demasiado de las fuerzas del orden, a menos que fuera absolutamente necesario.

Estaba acostumbrada a hacer las cosas ella sola, a su manera, sin la ayuda de nadie, y en este caso tenía todos los motivos del mundo para averiguar por qué Frans Balder había sido asesinado. Porque, como es natural, el hecho de contactar con él y comprometerse con su causa no se debía a una casualidad; con toda probabilidad, los enemigos de Balder también eran los enemigos de Lisbeth.

Todo había empezado con la vieja pregunta de si su padre, de alguna manera, seguía vivo. Alexander Zalachenko, Zala, no sólo había llevado a la muerte a su madre y arruinado su infancia. También había estado al mando de una red criminal, había traficado con drogas y armas, y había vivido de la explotación y humillación de las mujeres. Lisbeth era de la opinión de que el mal no desaparece, tan sólo se transforma adoptando otras formas de vida. Desde aquel día de hacía poco más de un año en el que se había despertado de madrugada en el hotel Schloss Elmau de los Alpes bávaros, Lisbeth llevaba una investigación para averiguar qué había pasado con su herencia.

Los viejos compinches de su padre, sin embargo, se habían convertido, en su mayoría, en unos patéticos perdedores: bandidos depravados, asquerosos chulos o gánsteres de poca monta. Ninguno de ellos era un criminal de la talla de Zala, de modo que, durante mucho tiempo, Lisbeth estuvo prácticamente convencida de que la organización, tras su muerte, se había desintegrado y había desaparecido. Aun así, continuó con sus pesquisas, y al final dio con algo que apuntaba en una dirección completamente inesperada. Fue el rastro de uno de los jóvenes adeptos de Zala, un tal Sigfrid Gruber, lo que la puso en el camino correcto.

En vida de Zala, Gruber había destacado como uno de los integrantes más inteligentes de la red y, a diferencia de otros compañeros, se licenció en la universidad tanto en tecnología informática como en ciencias empresariales, algo que, al parecer, le había abierto las puertas de unos círculos más exclusivos. En la actualidad, su nombre figuraba en un par de investigaciones relativas a la grave delincuencia dirigida contra empresas del sector de la alta tecnología: robos de tecnología innovadora, chantajes, negocios de
insider
y ataques de
hackers
.

Normalmente, Lisbeth no habría ido más allá de esa pista. No sólo porque el asunto, aparte de la implicación de Gruber, no pareciera estar relacionado con las viejas actividades de su padre, sino también porque nada podía preocuparla menos que el hecho de que unas empresas ricas hubieran perdido algunas de sus innovaciones. Pero luego todo cambió.

En un informe confidencial —redactado por el GCHQ británico— al que le había podido echar mano, se cruzó con algunas palabras codificadas que se asociaban a esa banda a la que Gruber, supuestamente, pertenecía ahora. Y esas palabras la sobresaltaron, razón por la cual luego no fue capaz de dejar la historia. Averiguó todo lo que pudo sobre el grupo y, al final, en algo tan poco sofisticado como un sitio de
hackers
medio abierto, se topó con el recurrente rumor de que la banda había robado la tecnología de la IA de Frans Balder para luego vendérsela a Truegames, una empresa ruso-americana de juegos.

Fue a raíz de esa información cuando decidió aparecer en una conferencia que daba el catedrático en la KTH, donde discutió las singularidades del fondo de los agujeros negros. Al menos ése fue uno de los motivos.

S
EGUNDA PARTE

Los laberintos de la memoria

Del 21 al 23 de noviembre

Eidética
: Estudio de las personas con memoria eidética, también llamada fotográfica.

La investigación demuestra que las personas con memoria eidética tienen más facilidad que otras para estresarse y ponerse nerviosas.

La mayoría de las personas con memoria eidética —aunque no todas— son autistas. También existe una relación entre la memoria fotográfica y la sinestesia, el fenómeno de la asimilación conjunta de dos o más sentidos; por ejemplo, cuando los números se perciben en colores y cada serie de números forma un cuadro en la mente.

Capítulo 12

21 de noviembre

Jan Bublanski ansiaba tener un día libre para poder mantener una larga conversación con el rabino Goldman, de la congregación de Södermalm, sobre ciertas dudas relacionadas con la existencia de Dios que ya hacía tiempo que le atormentaban.

No era que fuera camino de convertirse en ateo, en absoluto, pero el propio concepto de divinidad se le antojaba cada vez más problemático. Por ello necesitaba comentarlo, así como también esa sensación que le asaltaba últimamente de que nada tenía sentido, e incluso los sueños que albergaba de dejar el cuerpo de policía y cambiar de vida.

Jan Bublanski se consideraba un buen investigador de homicidios; su porcentaje de crímenes resueltos, visto en conjunto, resultaba extraordinario, y de vez en cuando aún podía sentirse estimulado por su trabajo, pero no estaba seguro de que quisiera seguir dedicándose a investigar asesinatos el resto de sus días. A lo mejor debería reciclarse, ahora que aún se hallaba a tiempo. Soñaba con dar clases y ayudar a que la gente joven creciese y aprendiera a confiar en sí misma, quizá porque él mismo se sumía con cierta frecuencia en la más profunda de las dudas sobre sus propias capacidades. Pero si tuviera que dedicarse a la docencia no sabría qué enseñar, pues Jan Bublanski nunca había adquirido unos conocimientos muy sólidos en otra materia que no perteneciera a su ámbito profesional; su saber se limitaba a aquello con lo que había tenido que lidiar en la vida: la muerte violenta y las siniestras perversiones del ser humano. Y ésos eran unos campos sobre los que, definitivamente, no quería dar clase.

Eran las ocho y diez de la mañana, y estaba delante del espejo del cuarto de baño ajustándose la kipá, que tal vez tuviera ya, por desgracia, demasiados años. En su día había lucido un color azul claro que quizá se considerara algo extravagante, pero que ahora estaba más bien descolorido y desgastado; un pequeño símbolo de su propio deterioro, pensó, porque, la verdad, tampoco era que estuviera muy contento con su aspecto.

Se veía abotargado, y ajado, y calvo. Algo distraído cogió la novela de Isaac Bashevis Singer
El mago de Lublin
. La amaba con tanta pasión que, desde hacía muchos años, la tenía siempre en el baño por si le entraban ganas de leerla cuando su estómago le daba problemas. Pero esa mañana, apenas abierto el libro, le interrumpió el teléfono, y al ver que se trataba del fiscal Richard Ekström su ánimo no mejoró. Una llamada suya no sólo era sinónimo de más trabajo sino que también suponía un encargo que, con toda probabilidad, tendría un interés político y mediático. Si no, Ekström se habría escaqueado como una sabandija.

—¡Hola, Richard, qué agradable sorpresa! —mintió Bublanski—. Aunque mucho me temo que estoy ocupado.

—¿Qué? No, no… Para esto no estás ocupado, Jan. Esto es algo que no puedes dejar de lado. Me han dicho que tienes el día libre.

—Sí, es cierto, pero es que tengo que ir a… —No quería decir «la sinagoga»; su judaísmo no era muy popular en el cuerpo— al médico —añadió.

—¿Estás enfermo?

—No exactamente.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Casi enfermo?

—Algo así.

—Pues entonces no hay problema, porque casi enfermos lo estamos todos, ¿a que sí? Esto es un asunto de máxima importancia, Jan. Incluso Lisa Green, la ministra de Industria, se ha puesto en contacto conmigo; y está completamente de acuerdo en que seas tú quien se encargue de la investigación.

—Me parece muy poco probable que ella sepa quién soy yo.

—Bueno, quizá no con nombre y apellido; lo cierto es que no le permiten inmiscuirse en un asunto policial como éste. Sin embargo, todos coincidimos en que necesitamos un peso pesado.

—El peloteo ya no me hace efecto, Richard. ¿De qué se trata? —preguntó. Y nada más pronunciar esas palabras se arrepintió de haberlo hecho.

Sólo con formular la pregunta había dicho que sí a medias, lo que Richard Ekström interpretó de inmediato —se lo notó— como una pequeña victoria.

—El investigador y catedrático Frans Balder ha sido asesinado esta noche en su casa de Saltsjöbaden.

—¿Y ése quién es?

—Uno de nuestros investigadores más conocidos internacionalmente. Es una autoridad mundial en el tema de la tecnología de la IA.

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