Lo que no te mata te hace más fuerte (28 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Jan Bublanski se quedó unos instantes sumido en sus pensamientos mientras miraba la foto del eufórico Axel.

—¡Menuda historia!

—Desde luego.

—Y en un caso normal, ahora estaríamos muy cerca de hallar una solución. El motivo lo encontraríamos en algún aspecto del conflicto sobre la custodia o del divorcio. Pero unos tipos que parecen guerreros ninja y que van por ahí manipulando sofisticados sistemas de alarma no encajan en todo esto.

—Pues no.

—Y luego me pregunto otra cosa.

—¿Qué?

—Si August no sabe leer, ¿para qué diablos quería esos libros?

Mikael Blomkvist, sentado frente a Farah Sharif en la mesa de la cocina de ésta, miraba hacia Tantolunden con una taza de té en la mano. Y aunque sabía que era un signo de debilidad, desearía no tener que escribir ningún reportaje; le habría gustado poder estar allí con ella, sin más, sin presionarla lo más mínimo.

No parecía que hablar le sirviera de mucho. Farah tenía la cara desencajada, y esos ojos oscuros de intensa mirada —con la que lo había atravesado al abrir la puerta— parecían ahora desorientados. A veces murmuraba el nombre de Frans, como si fuera un mantra o un conjuro. Tal vez lo amara. Él, sin duda, sí la había amado a ella. Farah tenía cincuenta y dos años, y era una mujer intensamente atractiva; no es que fuera bella en el sentido clásico de la palabra, pero tenía porte de reina.

—¿Cómo era? —intentó saber Mikael Blomkvist.

—¿Frans?

—Sí.

—Una paradoja.

—¿En qué sentido?

—En todos. Pero sobre todo, tal vez, en que trabajaba muy duro en lo que más inquietud le provocaba. Quizá más o menos como Oppenheimer en Los Álamos. Se dedicaba a lo que él pensaba que podría ser nuestra ruina.

—Ahora no te sigo.

—Frans quería recrear la evolución biológica a nivel digital. Trabajaba con algoritmos autodidactas, algoritmos que mediante el método de ensayo y error pueden mejorarse a sí mismos. También contribuyó al desarrollo de los llamados ordenadores cuánticos con los que trabajan Google, Solifon y la NSA. Su meta era conseguir la AGI,
Artificial General Intelligence
.

—Y eso ¿qué es?

—Algo que es igual de inteligente que el ser humano, pero que al mismo tiempo posee la velocidad y la precisión de un ordenador en todas las disciplinas mecánicas. Una creación así nos daría enormes ventajas en cualquier investigación.

—Sin duda.

—La de este campo es muy amplia y, aunque la mayoría de nosotros no tenemos expresamente la ambición de conseguir AGI, la competencia nos empuja a ello. Nadie se puede permitir el lujo de no crear unas aplicaciones con la máxima inteligencia posible o de intentar detener su desarrollo. Piensa tan sólo en lo que se ha conseguido hasta ahora. Piensa en lo que hay en tu teléfono hoy en día y en lo que había en él hace sólo cinco años.

—Ya.

—Frans solía decir, antes de volverse tan reservado en este tema, que estimaba que llegaríamos a la AGI dentro de unos treinta o cuarenta años; no sé, quizá suene algo drástico. Yo me pregunto si no sería una estimación demasiado prudente. La capacidad de los ordenadores se dobla cada dieciocho meses, y nuestro cerebro no asimila muy bien lo que un crecimiento exponencial de esas dimensiones significa. Es un poco como el grano de arroz en la tabla de ajedrez, ya sabes: pones un grano de arroz en el primer cuadro, y dos en el segundo, y cuatro en el tercero, y ocho en el cuarto…

—Y pronto los granos de arroz terminan por inundar el mundo entero.

—El ritmo de crecimiento no hace más que aumentar y al final acaba yendo más allá de nuestro propio control. Lo interesante no es en realidad cuándo alcanzaremos la AGI sino qué es lo que pasará entonces. En una situación así se presentan numerosos escenarios que también dependen del método que hayamos elegido: lo más seguro es que empleemos programas que se actualicen y se mejoren por sí mismos. Llegados a ese punto no hay que olvidar que tendremos un nuevo concepto del tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Que abandonaremos los límites humanos. Seremos arrojados a un nuevo orden donde las máquinas se actualizarán por sí mismas constantemente, las veinticuatro horas del día, y a la velocidad del rayo. Sólo unos pocos días después de haber alcanzado la AGI tendremos la ASI.

—Y eso ¿qué es?


Artificial Super Intelligence
, algo que es más inteligente que nosotros. Llegados ahí el asunto se acelera cada vez más. Los ordenadores empiezan a mejorarse a un ritmo vertiginoso, quizá en un factor diez, y acaban siendo cien, mil, diez mil veces más inteligentes que nosotros. Y entonces ¿qué sucederá?

—Quién sabe…

—Eso es. La inteligencia no es nada previsible de por sí. No sabemos adónde nos llevará la inteligencia humana, y mucho menos aún lo que va a pasar con la Superinteligencia Artificial.

—En el peor de los casos no seremos más interesantes para el ordenador que lo que lo son ahora unas cobayas para nosotros —intervino Mikael mientras pensaba en lo que le había escrito a Lisbeth.

—¿En el peor de los casos? Compartimos el noventa por ciento de nuestro ADN con esos ratones y, supuestamente, somos cien veces más inteligentes. Cien veces, no más. Aquí estaríamos ante algo nuevo, algo que según los modelos matemáticos no posee ningún tipo de inhibición como nosotros lo conocemos, que quizá pueda llegar a ser millones de veces más inteligente. ¿Te lo puedes imaginar?

—Bueno, lo intento al menos —dijo Mikael con una débil sonrisa.

—Quiero decir —siguió ella—: ¿cómo crees que se sentirá un ordenador que se despierte y se vea cautivo y controlado por unos bichos tan primitivos como nosotros? ¿Por qué iba a aceptar una situación así? ¿Por qué iba siquiera a mostrarnos algún tipo de consideración o, mucho menos aún, a dejarnos hurgar en su interior para cerrar el proceso? Nos exponemos al riesgo de encontrarnos ante una explosión de inteligencia, una singularidad tecnológica, como lo llama Vernor Vinge. Todo lo que ocurra después se encuentra más allá de nuestro horizonte de acontecimientos.

—Eso implica, pues, que en el mismo momento en el que creemos una superinteligencia perderemos el control.

—El riesgo es que todo lo que conocemos de nuestro mundo deje de valer, lo que supondrá el fin de la humanidad.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Sé que suena absurdo para el que no haya estudiado mucho este tema, pero se trata de una cuestión absolutamente real. Hoy en día hay miles de personas de todo el mundo que están trabajando para impedir que eso ocurra. Muchos son optimistas, o incluso utópicos. Se habla de unas
friendly
ASI, unas superinteligencias amables programadas ya desde el principio para que sólo nos ayuden. Se imagina algo similar a lo que Asimov cuenta en su novela
Yo, robot
, unas leyes inherentes a las máquinas que les prohíben hacernos daño. El innovador y escritor Ray Kurzweil ve un mundo maravilloso ante sí donde nosotros, con la ayuda de la nanotecnología, nos integramos con los ordenadores y compartimos nuestro futuro con ellos. Sin embargo, como es obvio, no existen garantías de ningún tipo. Las leyes se pueden abolir. La importancia de unas programaciones iniciales puede modificarse, y resulta muy fácil cometer errores antropomórficos: atribuir rasgos humanos a las máquinas, malentender su innata fuerza motriz. Frans estaba obsesionado con esas cuestiones y, como ya he dicho, se sentía dividido: por un lado, ansiaba la llegada de los ordenadores inteligentes; por otro, le preocupaba lo que pudiera pasar con ellos.

—Pero no podía dejar de construir sus monstruos.

—Algo así, dicho de forma drástica.

—¿Hasta dónde había llegado?

—Más lejos, creo, de lo que nadie se podría haber ni siquiera imaginado. Creo que ése es otro de los motivos por los que se mantuvo tan reservado con su trabajo en Solifon. Temía que su programa cayera en las manos equivocadas. Incluso tenía miedo de que el programa acabara en Internet y formase parte de ese universo. Lo había bautizado como August, en honor a su hijo.

—¿Y dónde está ahora ese programa?

—No daba ni un solo paso sin él. Lo más probable es que cuando lo mataron lo tuviera a su lado, junto a la cama. Pero lo espeluznante es que la policía afirma que allí no había ningún ordenador.

—No, yo tampoco vi ninguno. Aunque la verdad es que estaba concentrado en otras cosas.

—Debió de ser horrible.

—Quizá sepas que también vi al asesino —continuó Mikael—. Llevaba una gran mochila.

—Eso no suena muy bien. Aunque con un poco de suerte el ordenador aparecerá en alguna parte de la casa. Yo sólo he hablado con la policía muy brevemente, y me ha dado la sensación de que aún no controlaba del todo la situación.

—Esperemos que lo encuentren. ¿Tienes alguna idea de quién podría haber robado su tecnología la primera vez?

—Sí, la verdad es que sí.

—Estás despertando mucho más mi curiosidad.

—Lo entiendo. Pero lo triste de la historia, por lo que a mí respecta, es que yo tengo una responsabilidad personal en todo este fregado. ¿Sabes?, cuando acababa de perder la custodia de August, Frans se estaba matando a trabajar y yo estaba preocupada por su salud, temía que pudiera sufrir un colapso.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace dos años. No dormía por las noches, no hacía más que dar vueltas por la casa culpabilizándose del descuido y del accidente de August. Aun así, no podía dejar su investigación. Se entregó a ella como si fuese lo único que le quedara en la vida, y por eso yo me encargué de que tuviera unos ayudantes que pudieran aligerarle la labor. Le mandé a mis mejores estudiantes; y es cierto que sabía que no eran unos ciudadanos ejemplares, ni mucho menos, pero sí trabajadores y talentosos, y admiraban a Balder de forma desmedida. Y todo parecía tan prometedor… Hasta que…

—Le robaron.

—Sí. Y lo vio confirmado más allá de cualquier duda cuando, en agosto del año pasado, Truegames registró la solicitud de patente en la oficina de patentes de Estados Unidos. Todas las singularidades de su tecnología habían sido copiadas y aparecían allí. Obviamente, lo primero que pensaron fue que un
hacker
había entrado en sus ordenadores. A mí eso no me convencía mucho porque conocía el nivel de sofisticación que tenía el encriptado de Frans. Pero como ninguna otra explicación parecía posible, ése fue el punto de partida. Y es probable que, por un momento, Frans llegara a creérselo. Aunque por supuesto no eran más que tonterías.

—¿Qué dices? —la interrumpió Mikael excitado—. ¡La intrusión fue confirmada por los expertos!

—Ya, por algún idiota de la FRA que quería lucir sus habilidades. Pero sólo fue la manera que tuvo Frans de proteger a sus chicos; o quizá no fuera sólo eso, me temo: sospecho que también quería jugar un poco a los detectives. ¿Cómo pudo haber sido tan estúpido? Es que…

Farah inspiró hondo.

—¿Sí? —dijo Mikael.

—Yo me enteré de todo hace un par de semanas. Frans y el pequeño August estuvieron aquí cenando, y supe enseguida que Frans me quería contar algo importante. Se notaba en el ambiente. Y tras un par de copas de vino me pidió que apartara mi móvil y empezó a hablar bajito. Debo admitir que en un principio me irritó más que otra cosa. Volvió a darme la lata sobre una joven que había conocido y que, supuestamente, era una
hacker
genial.

—¿Una
hacker
genial? —repitió Mikael intentando sonar neutro.

—Una chica de la que habló tanto que me puso la cabeza como un bombo. No te voy a cansar con ello, sólo te diré que era una tía que apareció un día de la nada en una de sus conferencias y comenzó a hablar del concepto de la singularidad.

—¿Y eso qué es?

Farah se sumió en sus pensamientos.

—¿Qué…? Bueno, en realidad no tiene nada que ver con esto —contestó—. Pero el concepto de la singularidad tecnológica viene de la singularidad gravitatoria.

—Soy todo oídos.

—El corazón de las tinieblas, como yo lo llamo: eso que hay en el fondo de los agujeros negros y que constituye una estación final de lo que sabemos acerca del universo, y que incluso puede que tenga salidas hacia otros mundos y épocas. Muchos ven la singularidad como algo irracional y defienden la idea de que, por ese motivo, debe de estar necesariamente protegida por un horizonte de sucesos. Pero esa chica buscaba formas de cálculo procedentes de la mecánica cuántica y afirmaba que sin duda podría haber singularidades desnudas desprovistas de horizontes de sucesos… Oye, tú párame, no dejes que me ponga tan científica… En definitiva, el caso es que esa tía causó una profunda impresión en Frans, y él empezó a abrirse a ella, algo que supongo que es comprensible: un friki tan extremo como Frans no habrá tenido muchas personas de su nivel con las que hablar. Y cuando se enteró de que la tía también era una
hacker
le pidió que examinara los ordenadores. Por aquel entonces todo su equipo estaba en casa de uno de sus ayudantes, un chico que se llama Linus Brandell.

Mikael decidió de nuevo callar lo que sabía.

—Linus Brandell —se limitó a repetir.

—Eso es —continuó ella—. La chica se presentó en su domicilio de Brantingsgatan, y lo primero que hizo fue echarlo de su propia casa. Acto seguido, se puso con los ordenadores. Y no halló ningún signo de intrusión, nada de nada. Pero no se contentó con ello. Tenía una lista de los ayudantes de Frans, así que, desde allí mismo, se metió en sus ordenadores y no tardó mucho en averiguar que uno de ellos se lo había vendido a Solifon.

—¿Quién?

—Frans no deseaba contármelo, y mira que le presioné. Al parecer, la tía lo llamó directamente desde la casa de Linus. Frans se encontraba en San Francisco, y ya te lo puedes imaginar: ¡traicionado por uno de los suyos! Yo creí que denunciaría al chaval en el acto, que lo desacreditaría y lo difamaría y que allí se armaría la de Dios. Pero a Frans se le ocurrió otra idea: le pidió a la chica que fingiera que se trataba de la intrusión de un
hacker
.

—¿Por qué?

—No quería que se eliminara ninguna huella o prueba. Deseaba entender más lo ocurrido, cosa que, a pesar de todo, es comprensible. Que una de las empresas de
software
más importantes del mundo hubiera robado y vendido sus innovaciones era, naturalmente, mucho más grave que el hecho de que algún sinvergüenza, un estudiante amoral e hijo de puta, lo hubiese apuñalado por la espalda. Y no sólo porque Solifon fuera uno de los más prestigiosos grupos de investigación, sino porque llevaba varios años intentando reclutar a Frans. Y eso le puso furioso: «Esos cabrones me estaban robando mientras me hacían la pelota», dijo echando humo.

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