Lo que no te mata te hace más fuerte (25 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¿La tecnología de la qué?

—De la Inteligencia Artificial. Trabajaba con redes neuronales, procesos cuánticos digitales y ese tipo de cosas.

—Sigo sin entender nada.

—En otras palabras: intentó hacer que los ordenadores pensaran…, en fin, que se asemejaran al cerebro humano.

«¿Que se asemejaran al cerebro humano?». Jan Bublanski se preguntó qué pensaría el rabino Goldman sobre eso.

—Se cree que ya había sido víctima del espionaje industrial —continuó Richard Ekström—. Ése es el motivo por el que este crimen interesa tanto al Ministerio de Industria. Sin duda conoces la postura que siempre ha defendido Lisa Green respecto a la protección de la investigación y de innovación suecas y la solemnidad con la que habla del tema.

—Sí, sí.

—Y al parecer también existía una situación de riesgo. Balder contaba con protección policial.

—¿Quieres decir que fue asesinado a pesar de tener protección policial?

—Bueno, quizá no fuera la mejor protección del país; eran Flinck y Blom, de la policía de orden público.

—¿Los Casanovas?

—Sí, los enviaron allí de repente, en plena noche y en medio de la tormenta y la confusión general. En su defensa hay que decir que no fue una tarea fácil. Aquello era un poco caótico. A Frans Balder le dispararon en la cabeza cuando los chicos se estaban ocupando de un borracho que había aparecido de pronto junto a la entrada de la casa. Así que imagínatelo: el asesino aprovechó ese breve momento de descuido.

—No me gusta cómo suena.

—No, suena a algo muy profesional, y encima parece ser que lograron entrar en el sistema de alarmas.

—¿De modo que eran varios?

—Creemos que sí. Además…

—¿Qué?

—Hay ciertos detalles algo delicados en este asunto.

—¿Ciertos detalles que gustarán a los medios de comunicación?

—Que les encantarán —continuó Ekström—. El borracho ese, por ejemplo, que apareció como de la nada en plena noche, es nada más y nada menos que Lasse Westman.

—¿El actor?

—El mismo, lo que resulta extremadamente inoportuno.

—¿Porque saldrá en titulares?

—Bueno, eso también, claro. Pero sobre todo porque nos exponemos a que nos caigan sobre la mesa un montón de escabrosos líos de divorcio. Lasse Westman dijo que había ido allí para buscar a su hijastro, un chico de ocho años que estaba con Balder, un chico que… espera…, a ver si no me equivoco en esto…, que ciertamente es hijo biológico de Balder, pero del que, según una sentencia de custodia, Balder no es capaz de ocuparse.

—¿Por qué se considera que un catedrático experto en hacer que los ordenadores se asemejen a los humanos no es capaz de ocuparse de su propio hijo?

—Porque en ocasiones anteriores ya mostró una enorme irresponsabilidad: su trabajo era más importante que atender a su hijo. Un desastre de padre, si lo he entendido bien. En todo caso, es una historia muy delicada. Ese niño que, por lo tanto, no debería haberse hallado en casa de Balder, fue, muy probablemente, testigo del asesinato.

—¡Dios mío! ¿Y qué ha dicho?

—Nada.

—¿Ha entrado en
shock
?

—Lo más seguro, pero es que nunca dice nada. Es mudo y parece que algo retrasado. No nos será de gran ayuda.

—O sea, que va a ser una investigación larga.

—A menos que hubiera un motivo por el que Lasse Westman apareciese de forma tan oportuna justo cuando el asesino entró en la planta baja de la casa y le disparó a Balder en la cabeza. Creo que tendrías que tomarle declaración a Westman con urgencia.

—Si es que acepto la investigación.

—Lo harás.

—¿Tan seguro estás?

—Yo diría que no tienes elección. Además, me he guardado lo mejor para el final.

—¿Y qué es?

—Mikael Blomkvist.

—¿Qué le pasa?

—Por alguna razón que desconocemos se encontraba allí cuando se cometió el crimen. Por lo visto, Frans Balder lo había llamado para contarle algo.

—¿En plena noche?

—Eso parece.

—¿Y luego lo mataron a tiros?

—Justo antes de que Blomkvist llamara a la puerta. Tengo entendido que hasta pudo ver al asesino.

Jan Bublanski se rió. Una reacción poco correcta, se viera como se viese, que ni siquiera él sabría explicarse. Quizá fuera una respuesta nerviosa o, posiblemente, la sensación de que la vida se repetía.

—¿Perdón? —dijo Richard Ekström.

—Nada, sólo un poco de tos. ¿Así que ahora tenéis miedo de que os haya caído encima un periodista de investigación que os deje en evidencia?

—Mmm, bueno, puede. En cualquier caso damos por sentado que la revista
Millennium
ya está a toda máquina con la historia. De hecho, ahora mismo estoy intentando encontrar alguna medida legal para poder pararlos o, al menos, para que les pongan ciertas restricciones. No es del todo imposible que esto sea considerado un asunto de seguridad nacional.

—¿También nos vas a endosar a la Säpo?

—Sin comentarios —respondió Ekström.

«Vete a la mierda», pensó Bublanski.

—¿Y quién se va a encargar? ¿Protección Industrial, con Ragnar Olofsson y todo su grupo? —preguntó.

—Sin comentarios, como te he dicho. ¿Cuándo puedes empezar?

«Vete a la mierda otra vez», pensó Bublanski.

—Lo haré con un par de condiciones —dijo éste unos instantes después—. Quiero trabajar con mi equipo de siempre: Sonja Modig, Curt Svensson, Jerker Holmberg y Amanda Flod.

—Claro que sí, perfecto, pero tendrás que coger a Hans Faste también.

—¡Ni hablar! ¡Por encima de mi cadáver!

—Lo siento, Jan, no es negociable. Alégrate de haber podido elegir a todos los demás.

—Tú no tienes remedio, ¿sabes?

—Eso dicen.

—¿De modo que Faste va a ser nuestro pequeño infiltrado de la Säpo?

—No, en absoluto, pero creo que a todos los equipos les viene bien alguien que piense de forma diferente.

—¿Para que nos vuelva a inculcar todos esos prejuicios e ideas preconcebidas de antes, ahora que los hemos perdido?

—No digas tonterías.

—Hans Faste es un idiota.

—No, Jan, no lo es. Más bien es un…

—¿Qué?

—Un conservador. Es una persona que no se deja embaucar por las últimas corrientes feministas.

—Ni por la primera tampoco. Como mucho, es posible que haya acabado aceptando lo del voto femenino, aunque no estoy del todo seguro.

—Ya está bien, Jan, por favor. Hans Faste es un investigador extremadamente fiable y leal. Y punto. No vamos a hablar más de eso. ¿Tienes otras condiciones?

«Que te parta un rayo», pensó Bublanski.

—Que me dejes ir al médico. Y que, mientras tanto, Sonja Modig se encargue de la investigación —dijo.

—¿Crees que es una buena idea?

—Cojonuda —le espetó.

—Vale, vale… Hablaré con Erik Zetterlund para que informe oportunamente a Sonja —contestó Richard Ekström al tiempo que una mueca de fastidio aparecía en su cara.

Richard Ekström, por su parte, tampoco estaba del todo seguro de que hubiera sido una buena idea aceptar esa investigación.

Alona Casales raramente hacía turnos de noche. Se había librado de ello durante muchos años echándole la culpa, no sin algo de razón, al reumatismo que durante determinados períodos la obligaba a tomar cortisona en dosis bastante elevadas, que no sólo le daba a su rostro una forma redonda, como de luna llena, sino que también subía su tensión arterial, razón por la cual necesitaba sus horas de sueño y sus rutinas. Y sin embargo allí estaba ella, trabajando a las 03.10 horas. Había llegado en coche desde su casa de Laurel, Maryland, conduciendo por la 175 East bajo una ligera lluvia hasta que apareció la señal que indicaba «
NSA, LA PRÓXIMA A LA DERECHA. SÓLO EMPLEADOS
».

Tras pasar los controles y la valla eléctrica continuó hacia ese cubo negro que conformaba el edificio principal de Fort Meade. Estacionó en el enorme aparcamiento que había justo a la derecha del radomo de color azul claro que se asemejaba a una gigantesca pelota de golf y que tenía en su interior un sinfín de antenas parabólicas, para luego subir —pasando otros cuantos controles de seguridad— hasta su lugar de trabajo, en la planta doce, donde la actividad no parecía muy intensa.

Aun así, le sorprendió lo caldeado que estaba el ambiente, y no tardó mucho tiempo en comprender que eran Ed the Ned y sus jóvenes
hackers
los que causaban esa sensación de enorme tensión que reinaba en la oficina. Aunque conocía muy bien a Ed the Ned, no se molestó en saludarlo.

Ed se le antojó endemoniado, como poseído, plantado en medio de la sala echándole un rapapolvo a un chico cuya cara irradiaba un brillo de gélida palidez; un muchacho bastante extraño, pensó Alona, al igual que todos esos jóvenes genios de los que Ed se rodeaba. El chaval era enclenque y lucía un peinado infernal. Además, estaba extrañamente encorvado y parecía sufrir algún tipo de espasmo en los hombros, pues a intervalos regulares le daban como sacudidas. Tal vez tuviera miedo de verdad, y el hecho de que Ed acabara la bronca pegándole una patada a una silla no lo tranquilizó mucho; el chico se quedó como esperando a que le propinara una bofetada, una buena torta. Pero entonces ocurrió algo inesperado.

Ed se calmó y le alborotó el pelo como un padre cariñoso, un gesto muy raro viniendo de él, que no era muy dado a las muestras de afecto ni a chorradas semejantes. Él era un
cowboy
que nunca haría algo tan sospechoso como abrazar a un hombre. Pero tal vez se encontrara tan desesperado que hasta estaba dispuesto a recurrir a un poco de humanidad para lograr sus propósitos. Ed llevaba los pantalones desabrochados y la camisa manchada de café o Coca-Cola. Su rostro presentaba un color rojo poco sano y su voz sonaba ronca y grave, como si hubiese gritado demasiado. Alona pensó que nadie de su edad y con ese sobrepeso debería castigarse tanto.

Aunque sólo habían pasado doce horas, parecía que Ed y sus chicos llevaban viviendo allí una semana. Por todas partes había tazas de café de cartón y restos de comida basura, y gorras, y sudaderas. Y sus cuerpos desprendían un agrio tufo de sudor y nerviosismo. Todos estaban, en definitiva, removiendo cielo y tierra para rastrear al
hacker
. Al final, Alona, con una campechanía muy forzada, les gritó:

—¡Venga, chicos, dadle duro!

—¡Si tú supieras…!

—Muy bien. ¡Coged a ese cabrón!

No lo decía totalmente en serio. En su fuero interno creía que la intrusión tenía su gracia. Muchos de los que trabajaban en la NSA parecían pensar que podían hacer más o menos todo lo que quisieran, como si les hubieran dado carta blanca, por lo que era muy saludable que se dieran cuenta de que los del otro bando se hallaban en condiciones de devolver el golpe. «El que vigila al pueblo acaba siendo vigilado por el pueblo» era, al parecer, lo que el
hacker
había escrito, y le resultó bastante divertido, aunque, claro está, no se ajustaba en absoluto a la realidad.

Ahí, en el Puzzle Palace, contaban con una ventaja total y absoluta; su insuficiencia sólo se manifestaba cuando intentaban entender algo realmente serio, como sucedía en esos momentos con Alona. Había sido Catrin Hopkins la que la había despertado con su llamada para informarla de que el catedrático sueco había sido asesinado en su casa, en las afueras de Estocolmo. Y aunque eso en sí mismo no constituía un asunto de mayor importancia para la NSA —al menos de momento—, sí lo era para Alona.

El asesinato demostraba que ella había interpretado las señales de forma correcta, y ahora debía ver si podía seguir avanzando. Entró en su ordenador para abrir el implícito gráfico de la organización que había realizado, donde el evasivo y misterioso Thanos figuraba en lo más alto, pero donde también había nombres concretos como Ivan Gribanov, diputado de la Duma rusa, y el alemán Gruber, un tipo con formación académica superior que había estado implicado en una red de trata de blancas.

No entendía por qué el asunto tenía tan poca prioridad para la NSA ni por qué sus jefes lo remitían siempre a otras autoridades tradicionalmente más asociadas con la lucha contra el crimen. A ella no le resultaba nada inverosímil que esa agrupación criminal tuviera protección estatal o conexiones con los servicios de inteligencia rusos, ni que todo ello pudiera considerarse parte de la guerra comercial que sostenían el Este y el Oeste. Aunque contaban con pocos datos y las pruebas no eran nada concluyentes, existían claros indicios de que se robaba tecnología occidental que luego acababa en manos rusas.

Pero era verdad que la madeja estaba muy enredada, y en algunas ocasiones ni siquiera era fácil saber si se había cometido un delito o no, o si una tecnología parecida se había desarrollado en otro sitio y al mismo tiempo por pura casualidad. Además, el concepto de robo dentro de la industria se había convertido en una noción fluctuante, muy difícil de definir. Cada dos por tres se robaba y se tomaba prestado de todo, unas veces como parte del intercambio creativo y otras porque se sabía dar legitimidad jurídica a los abusos.

Por lo general, las grandes empresas acojonaban a las más pequeñas con la ayuda de abogados intimidatorios, y nadie veía ya nada raro en que los científicos innovadores que trabajaban por cuenta propia fueran, a efectos prácticos, personas sin ninguna protección legal. Además, a menudo el espionaje industrial y los ataques de los
hackers
se consideraban sólo una forma más de analizar el entorno, y tampoco se podía afirmar que esos compañeros del Puzzle Palace contribuyeran precisamente a una gran mejora moral en ese campo.

Por otra parte… El asesinato no resultaba tan fácil de relativizar, por lo que Alona decidió solemnemente hacer todo lo que estuviera en sus manos para intentar acabar con esa organización. No llegó muy lejos; apenas había estirado los brazos y masajeado su cuello cuando percibió unos pasos jadeantes a su espalda.

Era Ed, que con su encorvado y torcido cuerpo ofrecía una imagen absurda. A él también se le habría cargado la espalda. Con sólo mirarlo, Alona sintió de pronto cierto alivio en el cuello.

—Ed, ¿a qué debo el honor?

—Me pregunto si nos habrá surgido un problema común.

—Siéntate, hombre. Necesitas descansar un poco.

—O que me cuelguen del techo un rato. Ya sabes, desde mi limitada perspectiva…

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