Brunetti se puso en pie.
—Deseo que todo se arregle,
dottore.
Si en algo puedo ayudarle, hágamelo saber —dijo Brunetti tendiendo la mano.
Pedrolli se la estrechó brevemente, pareció ir a decir algo, pero guardó silencio.
Brunetti dijo que ya conocía el camino y se fue, pensando en parar a tomar algo antes de su entrevista con el suegro del médico.
Brunetti entró en una
trattoria
situada al pie del segundo puente en el trayecto del hospital a
campo
Santa Marina. No había mesa libre, y tuvo que conformarse con un plato de
cicchetti
y un vaso de
vino novello,
en la barra. En torno flotaban conversaciones, que no oía, absorto como estaba recordando la sorpresa de Pedrolli ante la mención de su historial clínico. ¿O, quizá, ante la sugerencia de que podía haberse hecho de él un uso ilícito?
Los
fondi di carciofi
estaban deliciosos, y Brunetti pidió dos más, y también otra
polpetta,
con el correspondiente vaso de vino. Cuando terminó no había saciado el hambre pero, por lo menos, la había mitigado. Estas comidas a salto de mata eran uno de los gajes del oficio, además de las llamadas telefónicas de madrugada, como la recibida al principio de este caso. Pagó, salió y se encaminó hacia
campo
Santa Marina cortando por detrás de Miracoli.
No había hecho falta que Paola le dijera dónde estaba la sede del partido de Marcolini: todos los venecianos lo sabían, cualesquiera que fuesen sus tendencias políticas. La Lega Doge era uno de los partidos separatistas que, durante los últimos años, habían brotado en el Norte, alimentados por el primario cóctel de miedo, descontento y resentimiento que el cambio social había producido en Italia. Sus partidarios detestan a los inmigrantes, a las izquierdas y a las mujeres con igual ferocidad, a pesar de que los necesitan: a unos, para que trabajen en sus fábricas; a otros, para echarles la culpa de los males del país; y a las últimas, para demostrar su virilidad acostándose con ellas.
Giuliano Marcolini era el fundador de la Lega Doge: Brunetti se negaba a llamarlo «ideólogo», ya que el término sugería que el partido podía tener algo que ver con ideas. En un período de veinte años, Marcolini había convertido su pequeño negocio de accesorios para fontanería en una cadena de grandes tiendas: el propio Brunetti sabía que los trabajadores que cuatro años antes le habían reformado el cuarto de baño habían adquirido el material en un establecimiento Marcolini.
Hay millonarios que compran equipos de fútbol, los hay que adquieren esposa nueva o hacen reconstruir a la vieja, otros financian hospitales o galerías de arte: a Brunetti le había caído en suerte vivir en un país en el que los ricos fundan partidos políticos. En clara imitación de otros partidos separatistas, la Lega Doge se había dotado de una bandera en la que campeaba un animal rampante; pero como el león ya estaba afiliado a otro partido, se reclutó al grifo, a pesar de ser un animal que aparece raramente en la historia de Venecia y es figura poco frecuente en la iconografía veneciana. Los colores del partido eran púrpura y amarillo, y el saludo, el puño alzado sobre la cabeza, en una actitud que recordaba el saludo del Black Power que hicieron unos atletas afroamericanos en las Olimpiadas de México 1968, lo cual no dejaba de resultar embarazoso, por lo menos, para las personas dotadas de cierto sentido histórico. Un socarrón periodista de la izquierda preguntó si el saludo era una alusión a la legendaria tacañería de los venecianos, y la primera aparición de las banderas y camisetas púrpura y amarillo coincidió, desgraciadamente, con la presentación de la colección de primavera de un conocido diseñador gay que había elegido los mismos colores para sus prendas.
Pero la vehemencia de la retórica de Marcolini y la fe de sus seguidores superaron esos contratiempos iniciales, y, seis años después de su fundación, la Lega Doge ya había conseguido la alcaldía de seis municipios del Véneto y numerosos puestos en los consejos municipales de Verona, Brescia y Treviso. En Roma, los políticos empezaban a prestar atención al
signor
Marcolini y a lo que la derecha llamaba sus «ideas», y la izquierda, sus «opiniones». Marcolini era cortejado por los políticos que creían que podía serles útil, lo que hacía pensar a Brunetti en la observación hecha a propósito de Hitler por el jefe de uno de los partidos políticos que serían barridos por el Führer: «Caramba, ese hombre sabe hablar: podríamos utilizarlo.»
Cuando salía a
campo
Santa Marina, Brunetti iba pensando en qué actitud adoptar. Brava, por supuesto; la del hombre muy hombre que no aguanta tonterías ni de las mujeres ni de los extranjeros, a menos, desde luego, que los extranjeros sean hombres y europeos y hablen una lengua civilizada como el italiano, aunque los hombres de verdad hablan dialecto, ¿no? De haber sabido aquella mañana que iría a ver a Marcolini, Brunetti se habría vestido para la ocasión, aunque no imaginaba cuál podía ser la indumentaria adecuada para presentarse en la sede de la Lega Doge. Algo paramilitar y ligeramente prepotente: ¿las botas de Marvilli, quizá?
Pasó por delante del hotel y entró en Ramo Bragadin. La primera puerta de la derecha se abría a un patio desde el que una escalera conducía a las oficinas de la Lega Doge. En los bajos tenía el taller un marmolista, y Brunetti se preguntó cómo soportarían el ruido los vecinos de arriba. Pulsó el timbre y enseguida le abrió la puerta un joven bien rasurado que vestía americana de
tweed
y pantalón vaquero negro.
—Guido Brunetti —dijo el comisario sin mencionar el rango, tendiendo la mano—. Tengo una cita con el
signor
Marcolini. —Hablaba articulando las palabras con precisión, como el que no está habituado a expresarse en italiano.
El joven, que tenía la cara tan chupada que los ojos parecían aún más juntos de lo mucho que ya lo estaban, sonrió a su vez, estrechó la mano de Brunetti y respondió en dialecto:
—El
signor
Marcolini estará libre dentro de un momento,
signore.
Lo acompañaré a su despacho.
Brunetti acogió el cambio al dialecto con un audible suspiro de alivio, al ser relevado de la molestia de tener que hablar en una lengua extranjera.
Brunetti no habría podido adivinar cómo decoraría las oficinas de su partido político un magnate de la fontanería, pero lo que veía le parecía muy apropiado. Una de las paredes del corredor por el que lo conducía el joven, tenía ventanas por las que se veía la casa de enfrente y, mirando hacia atrás,
campo
Santa Marina. La otra pared estaba cubierta de pares de banderas de la Lega con las astas cruzadas, del tamaño de las que desfilan en el Palio y, por consiguiente, un poco grandes para este interior de techo no muy alto. Había también varios escudos, copias modernas de originales medievales, que parecían hechos de cartón piedra muy machacado. El joven llevó a Brunetti a una sala grande en cuyo techo se veía un fresco recién restaurado —excesivamente restaurado, quizá— que representaba un acontecimiento celestial para asistir al cual, por lo visto, era preceptivo desnudar no sólo las espadas sino también grandes extensiones de sonrosadas carnes femeninas. Firuletes de estuco blanco circundaban la escena con una trémula orla, de donde partían volutas color pastel que apuntaban amenazadoramente hacia los ángulos de la habitación.
Seis sillas de una madera tan reluciente que casi parecía plástico estaban alineadas junto a una pared, bajo un cuadro con marco dorado de Víctor Manuel III pasando revista a las tropas, quizá antes de alguna catastrófica batalla de la Primera Guerra Mundial. Al mirar la escena, Brunetti reparó en que o bien el artista había añadido veinte centímetros al monarca o la mayoría de los combatientes italianos de la Primera Guerra Mundial eran enanos.
—Es antes de Caporetto —dijo el joven.
—Ah —dejó escapar Brunetti—. Una batalla trascendental.
—Y no será la última —dijo el joven con tanto fervor en la voz que Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo con la boca abierta.
—No me cabe duda —dijo el comisario moviendo la cabeza de arriba abajo con hombría en dirección a la escena pintada.
Un sofá de peluche rojo, que parecía haber empezado sus días en un burdel francés, estaba arrimado a la pared del fondo, en la que había otros grabados, éstos, de batallas reales. Las armas eran diferentes, pero todas hacían caer de rodillas a un soldado que, con una mano, levantaba la bandera italiana y, con la otra, se oprimía el pecho a la altura del corazón.
En la mesita situada delante del sofá estaba una colección de panfletos púrpura y amarillo con el correspondiente grifo protector campeando en la bandera italiana de la portada. Brunetti los miró y sonrió al joven.
Antes de que alguno de ellos pudiera hablar, una voz gritó algo desde detrás de la puerta del extremo, lo que hizo adelantarse rápidamente al joven, mientras decía por encima del hombro:
—Ahora lo recibirá.
Brunetti lo siguió. El joven entró y dio un taconazo, sucedáneo coreográfico, estimó Brunetti, del saludo puño en alto.
—El
signor
Brunetti,
commendatore
—dijo, haciéndole entrar, y añadió incluso una reverencia.
Cuando Brunetti pasó por delante de él, el joven retrocedió hacia la sala y cerró la puerta. Brunetti le oyó alejarse taconeando y miró a la figura que estaba poniéndose en pie, en la que reconoció al hombre al que había visto hablar con Patta en el hospital.
Brunetti disimuló la sorpresa llevándose la mano a los labios para aclararse la garganta. Volvió la cara, tosió una vez, luego otra, y siguió avanzando hacia la mesa, mientras se permitía sonreír tímidamente.
En otras culturas, se habría calificado a Giuliano Marcolini de obeso; los italianos, empero, favorecidos con una lengua que dispensa eufemismos con magnanimidad infinita, lo llamarían
«robusto».
Era de menor estatura que Brunetti, pero su ancho tórax y abultado abdomen hacían que pareciera aún más bajo. Llevaba un traje similar al de la primera vez que Brunetti lo había visto, pero ni las rayas grises verticales de éste disimulaban sus anchuras. La adiposidad le había alisado las arrugas de la cara, lo que hacía que no aparentara mucha más edad que Brunetti.
Marcolini tenía los ojos hundidos, ojos claros, de hombre del Norte; la cara bronceada, oscura como la de un árabe; las orejas grandes, que lo parecían aún más en aquella cabeza de pelo cortado a cepillo; la nariz larga y gruesa; y manos de campesino.
—Ah, comisario —dijo poniéndose en pie. Cruzó el despacho moviéndose con notable agilidad para un hombre de su corpulencia. Brunetti le dio la mano, mantuvo la sonrisa mientras aquel hombre trataba de triturarle todos los huesos y no sólo devolvió la presión sino que la aumentó. Su oponente abandonó con una sonrisa de admiración.
Marcolini indicó a Brunetti una silla idéntica a las de la antesala y acercó otra, situándola de cara a su visitante.
—¿Qué puedo hacer por usted, comisario? —preguntó Marcolini. Tenía detrás una mesa con carpetas, papeles, un teléfono y varios marcos de fotos de plata, de los que Brunetti sólo veía el dorso.
—Llamar a un médico para que me examine la mano —dijo Brunetti con una risa ahogada a la que trató de infundir jovialidad, mientras agitaba la mano.
Marcolini soltó una carcajada.
—Me gusta percibir el potencial de un hombre al que veo por primera vez —dijo—. Es la manera.
Brunetti se reservó la sugerencia de que una sonrisa cortés y unas palabras de presentación podrían servir para ese fin y serían menos dolorosas.
—¿Y qué le ha parecido? —preguntó Brunetti, hablando en dialecto con un deje áspero en la voz.
—Me parece que podremos entendernos.
Brunetti se inclinó hacia su interlocutor, abrió la boca y la cerró, como si no pudiera decidirse a hablar.
—¿Qué? —apremió Marcolini.
—Pocas veces mi trabajo me permite hablar como un hombre de verdad —empezó Brunetti—. Quiero decir, abiertamente. Nosotros hemos de hablar con prudencia. Es necesario. Lo exige la profesión.
—¿Hablar de qué con prudencia? —preguntó Marcolini.
—Verá, no debo expresar una opinión que alguien pudiera tomar a mal, que pudiera considerarse ofensiva o agresiva. —Brunetti hablaba con sonsonete, como el que recita de mala gana una lección aprendida por obligación.
—¿Decir lo políticamente correcto? —apuntó Marcolini con malicia.
Brunetti se echó a reír sin disimular el desdén.
—Sí, justo, lo políticamente correcto —convino recalcando las sílabas.
—¿Con quién han de tener prudencia? —preguntó Marcolini, como si la respuesta le interesara vivamente.
—Pues ya se lo puede figurar. Con los compañeros, con la prensa, con la gente a la que arrestamos.
—¿Han de tratarlos a todos por igual, hasta a los que arrestan? —preguntó Marcolini fingiendo sorpresa.
Brunetti respondió con una sonrisa que procuró hacer lo más astuta posible.
—Por supuesto. Todos somos iguales,
signor
Marcolini.
—¿Incluso los extracomunitarios? —preguntó Marcolini con burdo sarcasmo.
Brunetti se limitó a resoplar con repugnancia. Era el hombre que se siente amordazado, pero desea hacer saber a un espíritu afín lo que piensa de los extranjeros.
—Mi padre los llamaba negratas —reveló Marcolini—. Él combatió en Etiopía.
—También el mío estuvo allí —mintió Brunetti, cuyo padre había luchado en Rusia.
—Aquello empezó muy bien. Mi padre me decía que vivían como príncipes. Pero luego todo se vino abajo. —Marcolini no habría podido parecer más agraviado si aquello se lo hubieran arrebatado también a él.
—Y ahora los tenemos a todos aquí —dijo Brunetti con inquina, dejando caer sus cartas lentamente, una a una. Alzó las manos con ademán de asco e impotencia.
—¿No está afiliado, verdad? —preguntó Marcolini, que, al parecer, no creía necesario ser más explícito.
—¿A la Lega? —preguntó Brunetti—. No. —Hizo una pausa y agregó—: Por lo menos, oficialmente.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Marcolini sorprendiéndolo.
—Que me parece lo más prudente no manifestar mis ideas políticas —dijo Brunetti, con la expresión de alivio del que por fin puede sincerarse. Pero agregó, para evitar confusiones—: Por lo menos, en mi trabajo; cuando estoy trabajando.