Líbranos del bien (27 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Líbranos del bien
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El hombre se levantó y estrechó la mano que le tendía Brunetti. Le sonrió amistosamente, se volvió y fue hacia la puerta. Mientras miraba aquella espalda ancha, vestida con ropa cara, Brunetti sintió el impulso de darle un buen golpe. Se vio a sí mismo derribándolo al suelo, pero comprendió que de nada serviría, si no era capaz de pisotearlo, y sabía que eso no podría hacerlo. De modo que se limitó a cruzar el despacho detrás de Marcolini.

El hombre abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al comisario. Marcolini levantó una mano y Brunetti advirtió que iba a darle una palmada en el hombro o a oprimirle el brazo. La idea lo horrorizó y comprendió que no podría soportarlo. Al pasar por delante de Marcolini, dio dos pasos rápidos para rehuir el contacto, luego se volvió y esbozó un gesto de sorpresa, como si hubiese esperado verlo más cerca.

—Muchas gracias por su tiempo,
signore
—dijo exprimiendo una última sonrisa.

—No hay de qué darlas —dijo Marcolini asentando el cuerpo sobre los talones y cruzando los brazos—. Encantado de ser útil a la policía.

Brunetti notó un sabor metálico en la boca, musitó unas palabras que ni él mismo entendió y salió del edificio.

Capítulo 23

En la calle, Brunetti se sintió asaltado por una horda de furias que siseaban: «Dieciocho meses, dieciocho meses, dieciocho meses.» Habían tenido con ellos al niño dieciocho meses, y entonces Bianca Marcolini había pedido a su padre que hiciera que se lo llevaran de su casa, como si fuera un mueble que le estorbaba o un electrodoméstico que había adquirido a prueba y decidido devolver a la tienda.

Si, cuando uno de sus hijos tenía dieciocho meses, Paola le hubiera dicho que era del cartero, del basurero o del cura párroco, él no lo habría querido menos por ello. Brunetti se llamó al orden: ya estaba otra vez poniéndose de ejemplo, como si en el mundo no hubiera más patrones de conducta.

Siguió andando hacia la
questura,
pero, por más que se esforzaba, no conseguía acallar aquellas voces. Tan ensimismado llegó que estuvo a punto de chocar con Patta, que en aquel momento salía por la puerta principal.

—Ah, Brunetti —dijo el
vicequestore
—. ¿Viene de alguna gestión?

Brunetti asumió una expresión de agobio profesional.

—Sí,
dottore,
pero no quiero retrasarlo de la suya.

—¿Qué otra cortés explicación dar al hecho de que el jefe se iba a su casa dos horas antes de la reglamentaria?

Brunetti prefería que Patta no se enterase de sus actividades y, menos aún, de que había estado haciendo preguntas al jefe de un partido político emergente en el Véneto. Patta creía que los únicos que tenían derecho a hacer preguntas a los políticos eran los camareros; los demás debían mantenerse a la expectativa.

—¿Qué clase de gestión? —preguntó Patta.

Brunetti, recordando la descripción que el
marquis
de Custine hacía de los funcionarios de aduanas del puerto de San Petersburgo, dijo:

—Se ha recibido la denuncia de que los funcionarios del puerto aceptan sobornos y ponen trabas a los que no los pagan.

—Nada nuevo —dijo Patta con impaciencia, acabó de calzarse los guantes y se fue.

En el primer piso, Brunetti fue a la sala de los agentes y se alegró de ver allí a Vianello y Pucetti. No pensaba en si habrían descubierto algo acerca del farmacéutico ni en si podrían ayudarle a resolver el caso: Brunetti se alegraba, simplemente, de estar en compañía de personas que sabía compartirían su visceral repugnancia hacia lo que Marcolini acababa de contarle.

Entró en la sala sin decir nada. Vianello levantó la cabeza y sonrió, y otro tanto hizo Pucetti. Sus escritorios estaban llenos de papeles y carpetas, y Pucetti tenía tinta en la barbilla. Brunetti sintió una emoción extraña que le impedía hablar: dos hombres completamente normales, haciendo su trabajo.

Ahora bien, la sonrisa de Vianello era la del depredador que acaba de vislumbrar el flanco moteado de un gamo en el linde del calvero.

—¿Qué hay? —preguntó Brunetti.

—¿Has visto a la
signorina
Elettra? —preguntó el inspector. Brunetti observó en Pucetti una sonrisa parecida.

—No. ¿Por qué?

—Anoche, la compañera del
signor
Brunini recibió una llamada telefónica.

Brunetti tardó unos segundos en procesar la información: llamada recibida en el
telefonino
que había comprado, cuyo número había dado a la clínica: número del
signor
Brunini y teléfono al que la
signorina
Elettra había quedado encargada de contestar.

—¿Y?

—El comunicante dijo que creía poder ayudar al
signor
Brunini y, por supuesto, también a la
signorina.

—¿Eso es todo? —preguntó Brunetti.

—La
signorina
Elettra no ha podido contener la emoción al recibir la noticia. —Como Brunetti no respondiera, el inspector prosiguió—: No hacía más que repetir: «Un bebé, un bebé…», hasta que el hombre dijo que sí, que estaba hablando de un bebé.

—¿Y ahora qué? ¿Dejó un número?

Vianello ensanchó la sonrisa.

—Más que eso. Accedió a encontrarse con ella y con el
signor
Brunini. Ella me ha dicho que, mientras quedaban en la hora y el sitio, no hacía más que llorar.

Brunetti tuvo que sonreír a su vez.

—¿Y?

—No sabía qué querrías hacer —dijo Vianello. Marvilli se había comportado honrada y hasta generosamente con ellos: lo menos que podían hacer era devolverle el favor dándole una información que podía ayudarle en su carrera. Por otra parte, nunca estaba de más contar con un amigo en los
carabinieri.
Habría podido llamarle él, pero Brunetti prefería que hiciera la llamada Vianello: así no daría tanto la impresión de que estaba pagándole un favor personal.

—El caso pertenece a los
carabinieri
—dijo Brunetti al fin—. ¿Querrás llamar a Marvilli?

—¿Y la cita?

—Explícale la situación. Si quieren que vayamos nosotros, iremos. Que decidan ellos.

—De acuerdo —dijo Vianello, pero no extendió el brazo hacia el teléfono—. No es hasta pasado mañana —añadió.

Brunetti carraspeó y abordó el asunto que lo había llevado allí:

—¿Habéis terminado con los nombres que estaban en el ordenador de Franchi?

—Ahora mismo —dijo Vianello—. Hemos repasado los historiales y encontrado una docena que contienen información que podría ser interesante para ciertas personas.

«Qué exquisita diplomacia se gasta hoy el inspector», pensó Brunetti.

—¿Quieres decir ser motivo de chantaje? —preguntó.

Pucetti se echó a reír y dijo a Vianello:

—Ya le he dicho que era mejor hablar claro.

Vianello prosiguió:

—Creo que podríamos repartirnos los historiales e ir a ver a la gente.

—¿No se puede hacer por teléfono? —preguntó Pucetti con extrañeza.

Brunetti se adelantó a hablar sin dar tiempo a Vianello de responder, consciente de la clase de información que podían contener los historiales.

—El primer contacto, sí; para averiguar si hay motivo, después habrá que ir personalmente. —Señaló las carpetas—. ¿Hay algo que sea delito?

Vianello extendió la mano con un ligero balanceo.

—Dos de ellos toman muchos tranquilizantes, pero eso sería culpa del médico, no suya, creo yo.

Parecía un asunto muy leve.

—¿No hay nada mejor? —preguntó, y comprendió que la palabra no podía ser menos apropiada.

—Me parece que yo tengo algo —dijo Pucetti, titubeando.

Los otros dos hombres vieron al joven agente rebuscar entre las carpetas que tenía encima de la mesa y extraer una.

—Es una norteamericana —empezó.

«Una mechera», fue lo primero que pensó Brunetti, pero enseguida comprendió que ésta no era la clase de información que podía tener un farmacéutico.

—En realidad, quizá se trate del marido —matizó Pucetti.

Vianello suspiró audiblemente, y Pucetti prosiguió: —Durante los dos últimos años, la mujer ha estado en Pronto Soccorso cinco veces. Los otros no dijeron nada.

—La primera vez, fractura del tabique nasal —dijo Pucetti abriendo la carpeta y deslizando el índice por la primera hoja. Pasó a la segunda—. Tres meses después, un profundo corte en la muñeca. Dijo que se le había roto una copa en el fregadero.

—Ya —murmuró Vianello.

—A los seis meses, volvió con dos costillas rotas. —Se caería rodando por la escalera, imagino —apuntó Vianello.

—Justo —respondió Pucetti. Pasó otra hoja y dijo—: Después, una rodilla, rotura de ligamentos: se cayó en un puente.

Ni Brunetti ni Vianello hablaban. El crujido de la siguiente hoja sonó con fuerza en el silencio.

—Luego, el mes pasado, se dislocó un hombro.

—¿Volvió a caer por la escalera? —preguntó Vianello.

Pucetti cerró la carpeta.

—No lo dice.

—¿Son residentes? —preguntó Brunetti.

—Tienen un apartamento, pero vienen como turistas —respondió Pucetti—. Ella paga las facturas del hospital en metálico.

—Entonces, ¿cómo ha ido a parar al ordenador del farmacéutico? —preguntó Brunetti.

—La primera vez fue a comprar analgésicos a la farmacia —dijo Pucetti.

—Le habrá hecho falta un montón —musitó Vianello.

Haciendo caso omiso de la observación de Vianello, Pucetti terminó su explicación:

—Por eso está en el ordenador.

Brunetti consideró la conveniencia de intervenir en el caso y desistió.

—Empecemos por los venecianos o, por lo menos, los italianos, a ver si conseguimos que nos digan algo. Si comprenden que estamos enterados del motivo del chantaje, quizá hablen. Y quizá descubramos quién destrozó la farmacia.

—Están las muestras de la sangre —les recordó Vianello, aunque sin grandes esperanzas de que hubiera resultados—. Sería más fácil si pudiéramos cotejar las muestras con la sangre de alguna de esas personas. Las tiene Bocchese desde el día del asalto a la farmacia.

—O algún laboratorio —dijo Brunetti. Agarró el teléfono y marcó el número de Bocchese. El técnico contestó.

—¿Y esas muestras de sangre? —preguntó Brunetti.

—Estoy bien, gracias,
dottore.
¿Y usted? También yo me alegro de oírle.

—Perdone, Bocchese, pero tenemos prisa.

—Ustedes siempre tienen prisa, comisario. Nosotros, los científicos, nos tomamos las cosas con más calma. Por ejemplo, tenemos que esperar a que las muestras nos lleguen de los laboratorios, y eso nos enseña a tener paciencia.

—¿Cuándo las tendrán?

—Los resultados tenían que haber llegado ayer —dijo Bocchese.

—¿No podría usted llamarles?

—¿Y preguntarles qué?

—Si pueden decirle lo que encontraron en la sangre.

—Si tuvieran los resultados, me los habrían enviado por e-mail.

—De todos modos, ¿hará el favor de llamar y preguntarles si ya los tienen? —preguntó Brunetti, procurando mantener la voz lo más plácida y cortés posible.

—Desde luego. Encantado. ¿Quiere que le llame cuando sepa algo?

—Si es tan amable —dijo Brunetti.

Bocchese resopló y colgó.

Ninguno de los otros dos se molestó en preguntar, sabedores del personal y soberano régimen de trabajo de Bocchese, pautado y conocido sólo por él mismo.

Brunetti colgó el teléfono con estudiada paciencia.

—Los caminos del Señor son infinitos —fue todo lo que se le ocurrió decir.

—¿Cómo lo enfocamos? —preguntó Vianello, sin mostrar ni la menor curiosidad por los caminos del Señor.

—¿Conocéis a alguna de las personas de la lista? —preguntó Brunetti.

Vianello asintió levantando una carpeta. Pucetti tuvo que buscar un poco más.

—Veamos —dijo Brunetti, repasando la lista de nombres. Reconoció dos, el de una compañera de Paola a la que había visto una vez y el de un cirujano del hospital que había operado a la madre de un amigo suyo.

Vista la hora, acordaron que lo mejor sería que cada uno llamara a sus conocidos y concertara una cita para el día siguiente. Brunetti subió a su despacho y leyó las carpetas. Al
dottor
Malapiero le habían recetado L-dopa por primera vez tres años antes. Hasta Brunetti sabía que éste era el fármaco más utilizado en el tratamiento de los primeros síntomas de Parkinson.

Por lo que se refería a Daniela Carlon, la colega de Paola, Brunetti la había visto en una ocasión, un encuentro casual durante el cual él y Paola se habían sentado con ella a tomar café. La conversación había resultado mucho más agradable de lo que él esperaba: al principio, no le había parecido muy atractiva la idea de asistir como oyente a una conversación entre una profesora de Literatura Inglesa y una profesora de Persa, pero, al descubrir que Daniela había pasado años en el Próximo Oriente con su marido, un arqueólogo que seguía trabajando en Siria, Brunetti sintió que se le despertaba el interés. Al poco rato, él y Daniela estaban hablando de Arriano y de Quinto Curcio, mientras Paola escuchaba en silencio, eclipsada por una vez en materia de libros aunque no molesta por ello.

Constaba en el historial clínico de Daniela Carlon que hacía dos meses había estado ingresada en el hospital, para un aborto. El feto se hallaba en el tercer mes de gestación. Por lo que Brunetti recordaba de aquella conversación, que había tenido lugar poco antes, el marido llevaba ocho meses en Siria.

El comisario decidió hacer en primer lugar la llamada más fácil y, por la esposa del médico, se enteró de que el
dottor
Malapiero estaba en Milán y no regresaría hasta dentro de dos días. No dejó mensaje y dijo que volvería a llamar.

Daniela contestó al teléfono y, después de un momento de extrañeza porque fuera Brunetti y no Paola quien llamaba, preguntó:

—¿Qué sucede, Guido?

—Deseo hablar contigo.

La pausa que siguió se prolongó hasta sugerir implicaciones embarazosas.

—Asunto de trabajo —agregó Brunetti, incómodo.

—¿Trabajo tuyo o mío?

—Mío, lamentablemente.

—¿Por qué lamentablemente? —preguntó ella.

Ésa era precisamente la situación que Brunetti deseaba evitar: mantener semejante conversación por teléfono, sin poder observar las reacciones ni estudiar las expresiones de ella mientras hablaban.

—Porque se trata de algo relacionado con una investigación.

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