Líbranos del bien (12 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Líbranos del bien
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—No.

—Está bien, no te preocupes por la información que te pedí que buscaras.

—¿Sobre fertilidad?

—Sí.

Ella lo miró con evidente alivio.

—Pero me gustaría que tuvieras el oído alerta por si pescas algo acerca de Bianca Marcolini y su familia.

—¿Incluido el horrendo padre y sus aún más horrendas ideas políticas?

—Sí. Por favor.

—¿La policía piensa pagarme o se supone que es uno de mis deberes de ciudadana del Estado?

Brunetti se puso en pie.

—La policía te traerá otra
grappa.

Capítulo 12

Brunetti durmió hasta casi las nueve y luego se quedó en la cocina leyendo los periódicos que Paola había subido antes de ir a la universidad. Todos los artículos daban los nombres de las personas arrestadas en la redada de los
carabinieri,
pero sólo
Il Corriere
informaba de que los
carabinieri
seguían buscando al presunto organizador del tráfico. Ninguno de los artículos daba detalles sobre el paradero de los niños, aunque
La Repubblica
decía que sus edades oscilaban entre uno y tres años.

En este punto, Brunetti interrumpió la lectura: si incluso una persona tan poco imaginativa como Alvise se había indignado al oír que un niño de dieciocho meses había sido separado de sus padres, ¿qué habrían de sentir los padres de un niño de tres años? Brunetti no podía considerar a las personas que habían adoptado a los niños más que como padres, no padres adoptivos sino, sencillamente, padres.

Fue directamente a su despacho. En la mesa encontró más papeles, cosas de rutina, asuntos de personal, ascensos, nuevas disposiciones sobre el registro de armas de fuego. También había —lo cual era más interesante— una nota de Vianello. El inspector había escrito que iba a hacer una visita para hablar acerca de «sus médicos». No «con» sino «acerca de», lo que indicaba a Brunetti que el inspector seguía con la que se había convertido en su casi personal investigación de la relación que sospechaba que existía entre tres especialistas del Ospedale Civile y uno o más farmacéuticos locales.

El interés de Vianello se había despertado semanas antes, cuando uno de sus informadores —cuya identidad Vianello se resistía a revelar— dijo que quizá interesara al inspector conocer la frecuencia con la que ciertos farmacéuticos, que estaban autorizados a programar las visitas a especialistas, enviaban a sus clientes a esos tres médicos. Vianello mencionó la información a la
signorina
Elettra, que la encontró tan sorprendente como él. Entre los dos habían convertido el caso en una especie de proyecto científico escolar y rivalizaban para descubrir cómo aquellos tres médicos habían atraído la atención del informante de Vianello.

La explicación fue aportada por la hermana de la
signorina
Elettra, también médico, cuando les dijo que una reciente innovación burocrática daba acceso a los farmacéuticos al ordenador central de la sanidad pública de la ciudad, a fin de permitirles programar las visitas a los especialistas, de los pacientes que les enviaban los médicos de atención primaria. Con ello se evitaba a los pacientes pérdidas de tiempo haciendo cola en los hospitales para pedir hora. Por este servicio el farmacéutico percibía unos honorarios.

La
signorina
Elettra, al igual que Vianello, inmediatamente imaginó el procedimiento: lo único que un farmacéutico avispado necesitaba era un especialista, o más de uno, que se aviniera a aceptar visitas de pacientes fantasmas. ¿Y cuánto más productivo no sería generar directamente las visitas al especialista, para lo que el farmacéutico no tenía más que escribir al pie de una receta cualquiera, cuatro palabras recomendándola? La sanidad pública, la ULSS, no era famosa por su eficacia administrativa, y parecía poco probable que se examinara atentamente la caligrafía de las recetas: lo único que se cotejaba era el nombre del paciente y su número de registro. Los pacientes casi nunca veían su ficha médica, por lo que la posibilidad de que se enterasen de sus visitas fantasma al especialista era remota. La sanidad pública no tendría por qué cuestionar el cargo del médico por la visita ni los honorarios del farmacéutico por haberla programado. Se ignoraban los tratos que hacían el médico y el farmacéutico, aunque 25-75 parecía un reparto equitativo. Si una visita al especialista suponía entre 150 y 200 euros, el farmacéutico que consiguiera programar cuatro o cinco a la semana podía darse por satisfecho, y más aún, los médicos, que aumentaban sus ingresos pero no el volumen de trabajo.

Era, pues, de suponer que esta mañana Vianello estaba en algún lugar de la ciudad hablando con la persona que le había dado el soplo del tejemaneje, o con alguno de sus otros informadores. Brunetti no sabía, y prefería no preguntar, qué daba Vianello a cambio de aquella información, como, por su parte, confiaba en que nadie le preguntara cómo se las ingeniaba él para recompensar a sus propias fuentes por la información que le facilitaban.

Seguro de que, a su vuelta, Vianello le pondría al corriente de las novedades, Brunetti marcó el número de Neurología y preguntó por la
signora
Sandra.

—Aquí el comisario Brunetti,
signora
—dijo cuando ella contestó.

—Está mejor —dijo ella, saltándose preliminares, para ahorrarles tiempo a ambos.

—¿Ya ha hablado?

—No conmigo ni con nadie del personal, por lo menos, que yo sepa.

—¿Con su esposa?

—No lo sé, comisario. Ella se ha ido a su casa hará una media hora, y ha dicho que volvería a la hora del almuerzo. El
dottor
Damasco ha llegado hace un rato y en este momento está en la habitación.

—Si yo fuera al hospital ahora, ¿podría hablar con él?

—¿Con quién? ¿Con el
dottor
Damasco o con el
dottor
Pedrolli?

—Con cualquiera. Con los dos.

La voz de la mujer se redujo a un susurro.

—El
carabiniere
sigue en el pasillo, delante de la habitación. No dejan entrar a nadie más que a la esposa y al personal del hospital.

—En tal caso, tendré que hablar sólo con el
dottor
Damasco —dijo Brunetti.

Después de una pausa larga, la enfermera dijo:

—Si viene enseguida, quizá pueda hablar con los dos.

—¿Cómo dice?

—Venga a Enfermería. Si yo no estoy, espéreme. En el cajón superior de la derecha encontrará un estetoscopio. —La mujer colgó el teléfono.

Brunetti salió de la
questura
sin decir adónde iba, fue andando hasta el hospital y se dirigió a la planta de Neurología. Detrás del mostrador no había nadie. Brunetti tuvo un momento de nerviosismo, miró hacia el pasillo para cerciorarse de que estaba desierto, dio la vuelta a la mesa y abrió el cajón de arriba a mano derecha. Extrajo el estetoscopio, se lo colgó del cuello y volvió a situarse al otro lado. Sacó dos hojas de la papelera, las sujetó a una tablilla y se puso a leerlas.

Al cabo de un momento, la
signora
Sandra, que hoy llevaba vaqueros negros y bambas negras, se reunió con él. Otra enfermera a la que Brunetti no conocía se les acercó por detrás y Sandra dijo dirigiéndose a Brunetti:

—Ah,
dottore,
me alegro de que haya podido venir. El
dottor
Damasco lo espera. —Y, a la otra enfermera—: Maria Grazia, por favor, acompaña al
dottor
Costantini a la 307. El
dottor
Damasco lo está esperando.

Brunetti se preguntaba si Sandra trataba de mantenerse al margen del subterfugio, por si después había problemas, pero luego se le ocurrió que el guardia podía haber observado su actitud protectora hacia el
dottor
Pedrolli y sospechar de ella.

Con la mirada en los papeles, copias de informes de laboratorio que no tenían ningún sentido para él, Brunetti siguió a la enfermera hacia la habitación. El
carabiniere
uniformado que estaba sentado frente a la puerta miró a la enfermera y luego a Brunetti cuando se acercaban.

—Dottor
Costantini —explicó la mujer señalando a Brunetti—. Ha venido para una consulta con el
dottor
Damasco.

El guardia asintió y reanudó la lectura de la revista que tenía abierta sobre las rodillas. La enfermera abrió la puerta, anunció al
dottor
Costantini e hizo entrar a Brunetti. Ella se quedó en el pasillo y cerró la puerta.

Damasco miró al recién llegado y movió la cabeza de arriba abajo.

—Ah, sí, Sandra me ha dicho que quería usted vernos. —Volviéndose hacia Pedrolli, que tenía los ojos fijos en Brunetti, dijo—: Gustavo, éste es el hombre que estuvo aquí ayer.

Pedrolli miraba a Brunetti sin parpadear.

—Es policía, Gustavo, ya te lo dije.

Pedrolli levantó la mano derecha y la movió arriba y abajo sobre el pecho, donde Brunetti llevaba el estetoscopio.

—Los
carabinieri
han puesto un guardia en la puerta. La única manera de que pudiera entrar a hablar contigo era hacerse pasar por médico —explicó Damasco.

La expresión de Pedrolli se suavizó. La barba disimulaba los surcos de las mejillas que parecían haberse acentuado desde la víspera. Estaba tendido en la cama, con la manta subida hasta el pecho. Por encima de la manta, Brunetti vio un pijama a rayas azules y blancas. El pelo, que había sido castaño claro, estaba canoso, lo mismo que la barba. Tenía la tez y los ojos claros que suelen acompañar a este tono de pelo. Un hematoma negro le bajaba desde encima de la oreja y desaparecía en la barba.

Brunetti permanecía en silencio, atento a si Pedrolli querría, o podría, decir algo. Al dejar la tablilla en la mesita de noche, el estetoscopio le rozó el brazo, y se sintió ridículo por aquella impostura.

Transcurrió un minuto sin que ninguno de los tres hombres hablara. Finalmente, Damasco dijo, sin disimular la impaciencia:

—De acuerdo, Gustavo. Si te empeñas, seguiremos jugando a las adivinanzas. —Y a Brunetti—: Si levanta un dedo la respuesta es sí. Dos dedos, no. —Como Brunetti no respondiera, apremió—: Adelante, comisario. Es engorroso y, probablemente, innecesario, pero si es el medio que Gustavo ha adoptado para protegerse, tendremos que aceptarlo. —Damasco extendió el brazo y asió un pie de Pedrolli por encima de la manta con un afectuoso apretón, como para compensar la sequedad de su tono. —En vista de que Brunetti seguía sin hablar, agregó—: No le he preguntado sobre lo sucedido. Es decir, sólo si recordaba haber sido golpeado, y no lo recuerda. Es lo único que me preocupa, como médico.

—¿Y como amigo? —preguntó Brunetti.

—Como amigo… —empezó Damasco y se detuvo un momento a reflexionar—. Como amigo, he aceptado la descabellada idea de Sandra de hacerle entrar a usted para que pueda hablar con él.

Pedrolli parecía seguir la conversación; por lo menos, su mirada iba del uno al otro. Cuando Damasco terminó de hablar, Pedrolli miró a Brunetti, esperando la respuesta.

—Como ya le ha dicho su amigo —empezó Brunetti volviéndose hacia el hombre que estaba en la cama—, soy policía. Ayer, de madrugada, uno de mis agentes me llamó para decirme que un hombre había sido agredido y estaba en el hospital, y vine a enterarme de lo sucedido. Mi preocupación era, y sigue siendo, la agresión armada a un ciudadano, no el motivo ni su propia reacción. Por lo que yo sé, usted actuó como lo habría hecho cualquier ciudadano que fuera atacado en su domicilio: trató de defender a su familia y a sí mismo.

Brunetti hizo una pausa y miró a Pedrolli. El médico levantó un dedo.

—Ignoro cómo van a llevar este caso los
carabinieri,
cómo presentarán la información, y cuáles serán las acusaciones que formulen contra usted,
dottore
—dijo Brunetti, decidiendo ajustarse a la verdad todo lo posible—. Pero me consta que creen poder imputarle una larga lista de cargos.

A esto, Pedrolli levantó la mano derecha y la agitó en el aire.

—El oficial con el que hablé mencionó soborno de funcionario público, falsificación de documentos oficiales, resistencia al arresto y agresión a un agente de la autoridad en acto de servicio. El hombre al que pegó.

Nuevamente, se alzó la mano en señal de interrogación.

—No; nada grave. Ni siquiera tiene rota la nariz. Mucha sangre pero poco daño.

Pedrolli cerró los ojos con lo que podía ser expresión de alivio. Después miró a Brunetti y, con los dedos de la mano derecha, le tomó la izquierda y movió su alianza arriba y abajo.

—Su esposa está bien,
dottore
—respondió Brunetti, sorprendido por la preocupación de Pedrolli, dado que hacía poco que la mujer había salido de la habitación.

Pedrolli meneó la cabeza, repitió la señal con el anillo y después, para mayor claridad, juntó las muñecas como si estuvieran atadas. O esposadas.

Brunetti levantó las dos manos rechazando la idea.

—No se han presentado cargos contra ella,
dottore.
Y el capitán me dijo que, probablemente, no los habrá.

A esto, Pedrolli se señaló el pecho con el índice de la mano derecha, y Brunetti dijo:

—Sí, sólo contra usted,
dottore.

Pedrolli inclinó la cabeza hacia un lado y encogió el hombro contrario, como resignándose a su suerte.

Brunetti añadió, a título de información y sin hacer derroche de sinceridad:

—Esta investigación no me incumbe,
dottore.
Será hecha por los
carabinieri,
no por nosotros. —Hizo una pausa y prosiguió—: Es cuestión jurisdiccional. Habiendo hecho ellos el arresto, el caso les pertenece. —Esperó la señal de que Pedrolli había comprendido, o creído, sus palabras y añadió—: Mi cometido se limita a esclarecer las circunstancias de la agresión de la que ha sido víctima, agresión que puede constituir delito. —Brunetti sonrió y se volvió hacia el
dottor
Damasco—. No quiero cansar a su amigo,
dottore.
—Eligiendo cuidadosamente las palabras, añadió—: Si se produce algún cambio, ¿me avisará?

Antes de que Damasco pudiera responder, Pedrolli extendió el brazo y asió a Brunetti por la muñeca, tirando de él con fuerza, para que se acercara a la cama. Movió los labios, pero de ellos no salió sonido alguno. Al observar la extrañeza de Brunetti, Pedrolli hizo con los dos brazos ademán de acunar y mecer a un niño.

—¿Alfredo? —preguntó Brunetti.

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