Líbranos del bien (13 page)

Read Líbranos del bien Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Líbranos del bien
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pedrolli asintió.

Brunetti dio unas palmadas en el dorso de la mano derecha de Pedrolli.

—Él está bien,
dottore.
No se preocupe. Está muy bien.

Pedrolli agrandó los ojos, y Brunetti vio asomar unas lágrimas. Volvió la cabeza, fingiendo que Damasco había dicho algo, y cuando volvió a mirar a Pedrolli, éste tenía los ojos cerrados.

Damasco se adelantó diciendo:

—Le llamaré si hay novedad, comisario.

Brunetti asintió en señal de agradecimiento, recuperó la tablilla y salió de la habitación. El
carabiniere
seguía sentado delante de la puerta, pero casi ni miró a Brunetti. En Enfermería, Brunetti no vio a nadie, ni tampoco en el pasillo. Desprendió los papeles de la tablilla y los arrojó a la papelera, luego puso la tablilla en la mesa. Se quitó el estetoscopio, lo guardó en el cajón y salió de la planta.

Capítulo 13

Brunetti regresó a la
questura
sin prisas, pensando en las cosas que había dejado de preguntar y dando vueltas a las incógnitas del… ni siquiera sabía cómo llamarlo: caso, situación, dilema, fregado… Pedrolli.

Sin información de las otras adopciones y con el persistente silencio de Pedrolli, Brunetti ignoraba los detalles de la adquisición tanto del niño del doctor como de los otros. No sabía si las madres eran italianas, dónde habían dado a luz, cómo y dónde se había hecho entrega de los niños, ni cuál era la tarifa. Esta palabra lo horrorizó. Luego estaba el aspecto burocrático: ¿cuánto papeleo se precisaba para probar la paternidad? En una caja metálica color naranja de galletas de Navidad, guardaban él y Paola las partidas de nacimiento de los niños, las fichas médicas, las cartillas de vacunación, las fes de bautismo, los recordatorios de la primera comunión y varios certificados escolares. Si mal no recordaba, la caja estaba en el estante de arriba del armario del dormitorio, y los pasaportes, en un cajón del estudio de Paola. No recordaba cómo habían conseguido los pasaportes de los chicos; seguramente, habrían tenido que presentar los certificados de nacimiento, que también habrían sido necesarios para matricularlos en la escuela.

Toda la información oficial sobre los nacimientos y defunciones ocurridos en Venecia, así como los cambios de domicilio, se guarda en el Ufficio Anagrafe. Al salir del hospital, Brunetti decidió pasarse por allí: no podía haber momento más oportuno para hablar con algún empleado acerca del proceso burocrático que tiene por objeto la creación de la identidad legal.

Caminando tras un lento cortejo de turistas, Brunetti cruzó el Ponte del Lovo, pasó por delante del teatro y dobló la esquina pero, al llegar al Ufficio Anagrafe y entrar en el laberinto de oficinas municipales de la calle Loredan, vio cómo sus planes se frustraban por una banalidad: aquel día, los funcionarios municipales hacían huelga para protestar por el retraso en la firma de su convenio, que había expirado diecisiete meses atrás. Brunetti se preguntó si la policía —funcionarios municipales al fin y al cabo— tenía derecho a hacer huelga, decidió que sí, y entró en Rosa Salva a tomar café y luego en la librería Tarantela, a ver qué novedades habían recibido. No vio nada que lo sedujera: las biografías de Mao, Stalin y Lenin seguramente lo llevarían a la desesperación. Había leído una crítica desfavorable de una nueva traducción de Pausanias que le hizo desistir de su compra. Como tenía por costumbre no salir de una librería con las manos vacías, se decidió por
Lettere dalla Russia,
una traducción de las crónicas del
marquis
de Custine de sus viajes por Rusia de 1839, editada en Turín en 1977. El libro se refería a una época más moderna que la que le interesaba normalmente, pero era el único que lo atraía y, con huelga o sin huelga, ya no podía entretenerse más.

Brunetti se sentía muy virtuoso al reanudar la marcha hacia la
questura
para volver al trabajo, sabiendo que había una huelga de funcionarios que le brindaba la oportunidad de irse a casa a empezar el libro. Entró en su despacho muy satisfecho de sí mismo, dejó el libro en la mesa y se acercó los papeles que se habían acumulado. Por más que se esforzaba en concentrarse en listas y propuestas, no podía dejar de dar vueltas a los interrogantes que suscitaba Pedrolli. ¿Por qué Marvilli se había negado a dar más información? ¿Quién había autorizado el asalto de los
carabinieri
al domicilio de un ciudadano de Venecia? ¿Qué poder había hecho acudir al
vicequestore
a la habitación de Pedrolli, a las pocas horas de su ingreso en el hospital? ¿Y cómo se habían enterado los
carabinieri
de la ilegalidad cometida por el pediatra?

Su reflexión fue interrumpida por el timbre del teléfono.

—Brunetti.

—Baje ahora mismo. —Y la voz de Patta cesó bruscamente.

Al levantarse Brunetti, su mirada tropezó con la contracubierta del libro que acababa de comprar: «… la arbitraria imposición del poder que caracterizaba…».

—Ah,
Monsieur le Marquis
—dijo en voz alta—, y eso que no sabíais de la misa la mitad…

No vio a la
signorina
Elettra. Brunetti llamó a la puerta y entró en el despacho del
vicequestore
sin esperar respuesta. Patta estaba sentado a una mesa cubierta por el cúmulo de papeles propio del funcionario público estresado; su bronceado veraniego empezaba a palidecer, lo que acentuaba la impresión de incansable dedicación a las múltiples tareas del cargo.

Brunetti aún no había llegado a la mesa cuando Patta preguntó:

—¿En que está trabajando, Brunetti?

—En el asunto del personal de equipajes del aeropuerto y en el del Casino —dijo como el que informa al dermatólogo acerca del hongo que ha pillado por enésima vez en el trabajo.

—Todo eso puede esperar —dijo Patta, apreciación que su subordinado compartía plenamente. Y, cuando Brunetti llegó frente a la mesa, el
vicequestore
preguntó—: Supongo que ya se habrá enterado de esa descoordinación que ha habido con los
carabinieri,
¿no?

—¿Una descoordinación ha sido? Sí, señor.

—Bien. Siéntese, Brunetti. Me pone nervioso ahí de pie.

Brunetti obedeció.

—Los
carabinieri
se extralimitaron y tendrán que dar gracias si el hombre al que mandaron al hospital no los demanda. —La observación de Patta acrecentó a los ojos de Brunetti la importancia del individuo al que había visto hablar con el
vicequestore
frente a la puerta de Pedrolli. Tras un momento de reflexión, Patta concedió—: Aunque no creo que lo haga. Nadie desea esa clase de complicaciones judiciales. —Brunetti pensó en preguntar si el hombre del pelo blanco desearía involucrarse en la consiguiente causa legal, pero la prudencia le aconsejó no revelar que estaba enterado de la visita de Patta al hospital, y se limitó a preguntar:

—¿Qué desea que haga, señor?

—Parece que no está muy clara la naturaleza de las comunicaciones que hubo entre los
carabinieri y
nosotros —empezó Patta. Miró a Brunetti entornando los ojos, como para comprobar si recibía el mensaje en clave y sabría actuar en consecuencia.

—Comprendo —dijo Brunetti. Así pues, los
carabinieri
podían aportar la prueba de que habían informado a la policía acerca de la operación, y la policía no había encontrado la prueba de haberlo recibido. Brunetti indagó entonces en las reglas de la lógica que con tanto interés había estudiado en la universidad, hacía ya décadas. Algo decían acerca de la dificultad —¿o era la imposibilidad?— de demostrar una negativa. Eso significaba que Patta estaba tanteando el terreno para decidir qué sería menos arriesgado: culpar a los
carabinieri
por abuso de fuerza o encontrar en la
questura
a un chivo expiatorio que se llevara el varapalo por no haber dado curso al mensaje de los
carabinieri.

—Visto lo ocurrido a ese médico, quiero que usted se encargue de que se le trate con la debida consideración. Para que no pase algo más.

Brunetti se abstuvo de terminar la frase del
vicequestore
con las palabras: «… que pueda traerme complicaciones».

—Desde luego,
vicequestore. ¿Le
parece bien que hable con él o, quizá, con la esposa?

—Sí —dijo Patta—. Haga lo que crea conveniente. Sólo procure que el asunto no se nos vaya de las manos y nos cree problemas.

—Por supuesto,
vicequestore
—dijo Brunetti.

Patta, una vez transferida la responsabilidad, fijó la atención en los papeles que tenía en la mesa.

—Le tendré informado, señor —dijo Brunetti poniéndose en pie.

Muy absorto en las obligaciones del cargo para responder de viva voz, Patta agitó una mano, y Brunetti abandonó el despacho.

Ya que Paola había accedido a ayudarle buscando información acerca de Bianca Marcolini, Brunetti, haciendo de tripas corazón, bajó al ordenador de la sala de los agentes, donde causó la admiración de sus colegas por la soltura con que se conectó a internet y tecleó
«infertilità»
sin tener que rectificar más que dos errores de pulsación.

Durante la hora siguiente, el comisario, rodeado de la rama uniformada del personal, fue el aglutinante de una labor corporativa orientada a la recopilación de datos. En ocasiones, alguno de los agentes más jóvenes no es que tratara de quitar de en medio a su superior pero sí deslizaba la mano por debajo de la del comisario, para teclear una palabra o dos. No obstante, Brunetti en ningún momento cedió el mando del teclado ni del ratón, e insistía en imprimir todo aquello que le parecía de interés, con la vana ilusión de que realizaba una labor de documentación análoga a la que solía hacer en sus tiempos de estudiante, en la biblioteca de la universidad.

Cuando hubo terminado y recogió el montón de hojas acumulado en la impresora, lo asaltaron dos pensamientos: la información era muy rápida, casi instantánea, pero él no sabía en qué medida era fiable. ¿Qué acreditaba a una página más que a otra? ¿Y qué demonios era «Il Centro per le Ricerche sull'Uomo» o el «Istituto della Demografia»? Que él supiera, detrás de las fuentes consultadas tanto podía estar la Iglesia católica como una sociedad abortista.

Hacía tiempo que Brunetti se había hecho a la idea de que la mayor parte de lo que leía en los libros, diarios y revistas era sólo una aproximación de la verdad, sesgada siempre hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero, por lo menos, sabía de qué pie cojeaban la mayoría de los periodistas y, con los años, había aprendido a leer discriminando y casi siempre conseguía descubrir una parte de verdad —no se hacía ilusiones de encontrarla toda— en lo que leía. Pero frente a la Red, al ignorar el contexto, todas las fuentes le merecían la misma confianza. Brunetti se encontraba a la deriva en lo que bien podía ser un mar de mentiras y distorsiones de internet, sin la brújula que había aprendido a usar en las aguas más familiares de las mentiras periodísticas.

Cuando por fin volvió a su despacho y se puso a leer lo que había impreso, descubrió entre las distintas fuentes una sorprendente coincidencia. Aunque las cifras y porcentajes variaban ligeramente, saltaba a la vista el fuerte descenso del índice de natalidad en la mayoría de los países occidentales, por lo menos, entre la población autóctona. Los inmigrantes tenían más hijos. Él sabía que existía una definición políticamente correcta de este hecho estadístico esencial: «diversidad cultural», «expectativas culturales diferentes»… Comoquiera que se formulara la idea: los pobres tenían más hijos que los ricos, como siempre, sólo que antes morían más niños a causa de enfermedad y de miseria y, ahora, asentados en Occidente, sobrevivían.

Por un lado, en toda Europa aumentaba el número de los niños nacidos de los inmigrantes, mientras, por otro lado, los nativos tenían dificultades para reproducirse. Actualmente, las europeas tenían su primer hijo a una edad más avanzada que las mujeres de la generación anterior. El número de las parejas que contraían matrimonio era menor. El precio de la vivienda se había disparado espectacularmente, lo que dificultaba formar un hogar a los jóvenes de clase trabajadora. ¿Y cuántas parejas podían permitirse tener un hijo, con un solo sueldo?

Estos factores, Brunetti lo sabía, simplemente, planteaban opciones, no suponían impedimentos físicos insuperables. La constante disminución de la cantidad de esperma viable, por el contrario, no era mera cuestión optativa. ¿La causaba la contaminación? ¿Algún cambio genético? ¿Una enfermedad no detectada? Las páginas de la Red mencionaban repetidamente un número de sustancias fálicas, que se encontraban en multitud de productos de uso habitual, entre otros, los desodorantes y los envoltorios de los alimentos: al parecer, se observaba una proporción inversa entre su presencia en la sangre y el índice espermático del hombre. Aunque había coincidencia en atribuir a estas sustancias la causa del deterioro ocurrido durante el medio siglo último, ninguno de los artículos se atrevía a mencionarlas como causa directa. Brunetti siempre había opinado que las mayores expectativas económicas debían de haber influido en la tasa de natalidad tanto como el declive del índice espermático. Al fin y al cabo, siempre había habido millones de espermatozoides y aunque ahora su número se hubiera reducido a la mitad tenían que seguir siendo suficientes.

Uno de los artículos señalaba que el índice espermático de los inmigrantes que llevaban varios años en Europa también empezaba a disminuir, lo cual confirmaba la teoría de que la contaminación ambiental era la causa.

¿No era el plomo de las conducciones de agua lo que, según se decía, contribuyó al deterioro de la salud y la fertilidad de la población de la Roma imperial? Ahora ya poco importaba, pero los romanos, por lo menos, no sospechaban la posible relación; sería en épocas posteriores cuando se descubriera la causa, pero tampoco se hacía algo por remediarla.

Las disquisiciones históricas de Brunetti fueron interrumpidas por la llegada de Vianello. El inspector entró en el despacho con una amplia sonrisa en la cara y un fajo de papeles en la mano.

—Yo siempre había odiado el delito administrativo, pero ahora cuantas más cosas sé de él más me apasiona —dijo poniendo los papeles en la mesa y sentándose.

Brunetti se preguntó si Vianello no estaría pensando en cambiar de profesión, y a buen seguro que la
signorina
Elettra no sería ajena a tal decisión.

Other books

Taming a Highland Devil by Killion, Kimberly
When Fangirls Cry by Marian Tee
Secrets of Sloane House by Shelley Gray
The Color of Distance by Amy Thomson
Earth by Timothy Good
Theodosia and the Serpents of Chaos-Theo 1 by R. L. Lafevers, Yoko Tanaka
The Bad Lady (Novel) by Meany, John