—¿Y los historiales? ¿No querrá verlos el médico de esa clínica antes de examinar a… a la pareja?
—Ah, eso —dijo ella como si ya la aburrieran semejantes detalles—. El
dottor
Rizzardi ha pedido a un amigo del Ospedale que los prepare.
—¿Para el
signor
Brunini y su…, hmm, compañera?
—Exacto. Ya deben de estar listos, y el amigo del
dottor
Rizzardi no tiene más que enviarlos por fax a Verona.
¿Tenía Brunetti alternativa? La pregunta era absurda.
Pocas novedades ocurrieron durante el día y medio anterior al momento en que el comisario tuvo que asumir el papel del
signor
Brunini. Las parejas arrestadas en Verona y Brescia fueron enviadas a casa, y la petición de la policía de que fueran puestas bajo arresto domiciliario fue desestimada por los magistrados de una y otra ciudad. Los niños, según informaban dos artículos, habían sido confiados a los servicios sociales. Al
dottor
Pedrolli el magistrado de Venecia le comunicó que también él podía irse a su casa y volver a su trabajo, pero, por recomendación del
dottor
Damasco, optó por permanecer en el hospital. Los
carabinieri
decidieron imputarle sólo los cargos relacionados con la adopción irregular de un niño, y no volvió a hablarse de resistencia al arresto ni agresión a un agente de policía en el desempeño de sus obligaciones. Ni él ni su esposa trataron de ponerse en contacto con Brunetti, que tuvo la precaución de solicitar un informe por escrito a los
carabinieri,
aunque había muy poco sobre lo que informar.
En vista de lo cual, Brunetti, impulsado por el deseo de hacer que ocurriera algo, fuera lo que fuera, el viernes tomó el Eurocity de las 13:29 a Munich que tenía su llegada a Verona a las 14:54.
—Mire, si quiere lo dejamos —dijo Brunetti cuando el tren entraba en la estación de Verona.
La
signorina
Elettra levantó la mirada de su ejemplar de
Il Manifesto,
sonrió y respondió:
—En tal caso, yo tendría que volver al despacho, ¿no, comisario? —La sonrisa era cálida, pero se borró en el momento en que ella dobló el periódico y se puso en pie. Dejó el periódico en el asiento y se colgó el abrigo del brazo.
Cuando ella salió al pasillo, Brunetti recogió el periódico y le gritó:
—Olvida esto.
—No; vale más que se quede ahí. Dudo que los pacientes de la clínica lean algo que no sea
Il
Giornale.
No es cosa de hacer saltar las alarmas presentándome con un diario comunista.
—A uno se le olvida que los comunistas se comen a los niños crudos —dijo Brunetti en tono coloquial mientras iban hacia el extremo del coche.
—¿Los comunistas? —dijo ella volviéndose a mirarlo en lo alto de la escalera.
—Así lo creía mi tía Anna —dijo Brunetti, y añadió—: Quizá todavía lo cree. —Bajó del tren detrás de ella y fueron hacia la escalera que conducía al nivel inferior y la salida de la estación.
Había una fila de taxis. Brunetti abrió la puerta del primero y la sostuvo mientras la
signorina
Elettra subía. Cerró, dio la vuelta y entró por el otro lado. Dio el nombre y la dirección de la Clínica Villa Colonna al taxista, que parecía indio o pakistaní. El hombre movió la cabeza afirmativamente, como si conociera el sitio.
Ni Brunetti ni la
signorina
Elettra hablaron mientras el taxi se metía entre el tráfico, giraba a la izquierda delante de la estación y circulaba en dirección a lo que Brunetti suponía el Oeste. Como le había ocurrido tantas otras veces, lo asombraba la cantidad de coches que llenaban las calles, y el ruido que hacían, aun amortiguado por los cristales de las ventanillas, que estaban subidos. Los coches parecían venírseles encima desde todas las direcciones, y algunos hacían sonar el claxon, un ruido que a Brunetti siempre le había parecido agresivo. El taxista rezongaba entre dientes en una lengua que no era italiano, frenando o acelerando, según se cerrara o se abriera el espacio delante de ellos. Por más que lo intentaba, Brunetti no conseguía entender por qué la percepción de la relación entre causa y efecto que tenía él parecía diferir de la que tenía un automovilista.
Se recostó en el respaldo y contempló las interminables hileras de edificios nuevos de su izquierda, todos de poca altura, todos feos y, al parecer, todos destinados a la venta de algo.
La
signorina
Elettra preguntó en voz baja:
—¿Seguimos adelante con nuestro plan?
—Creo que sí —respondió él, aunque el plan era sólo de ella: ni lo habían hecho entre los dos, ni, por supuesto, había sido idea de él—. Yo seré el hombre obsequioso, dispuesto a todo con tal de hacer feliz a su pareja.
—Y yo tendré un papel muy interesante.
Antes de que él pudiera responder, el taxi frenó bruscamente, proyectándolos hacia adelante y obligándolos a apoyar las manos en los asientos de enfrente, para no caer. El taxista juró, golpeó varias veces el cuadro con el puño y siguió refunfuñando. Delante de ellos había un camión de caja cuadrada, con las luces del freno encendidas. Mientras ellos lo miraban, de debajo del camión empezaron a salir gases negros. A los pocos segundos, el taxi estaba envuelto en una nube oscura y el interior se llenó del olor acre del aceite quemado.
—¿Va a explotar ese camión? —preguntó Brunetti al taxista, sin detenerse a pensar cómo podía el hombre saber tal cosa.
—No, señor.
Más tranquilo, Brunetti se apoyó en el respaldo y miró a la
signorina
Elettra, que se tapaba la boca y la nariz con la mano.
Brunetti fue a sacar el pañuelo para dárselo cuando el taxi, con una fuerte sacudida, arrancó y sorteó al camión. Ahora avanzaban a una velocidad que los comprimía contra el respaldo. Cuando Brunetti se volvió a mirar por la luneta trasera, ya habían perdido de vista al camión.
—¡Dios mío! —dijo la
signorina
Elettra—. ¿Cómo puede vivir así la gente?
—No tengo ni idea —respondió Brunetti. Se quedaron en silencio y, al poco rato, el taxi aminoró la marcha y entró en una avenida que describía un arco frente a un reluciente edificio de tres pisos, todo metal y vidrio.
—Doce euros cincuenta —dijo el taxista parando el coche.
Brunetti le dio un billete de diez y uno de cinco y le dijo que se quedara con el cambio.
—¿Quiere recibo? —preguntó el taxista—. Se lo hago por el importe que quiera.
Brunetti le dio las gracias, dijo que no era necesario, se apeó y dio la vuelta al taxi para abrir la puerta a la
signorina
Elettra. Ella giró el cuerpo, extendió las piernas y se puso en pie, luego se colgó de su brazo y se inclinó hacia él.
—Empieza la función, comisario —dijo con una amplia sonrisa rematada con un guiño.
Las puertas automáticas se abrían a un vestíbulo que podría haber sido de una agencia de publicidad o quizá, incluso, de unos estudios de televisión. Por todas partes resplandecía el dinero. Sin estridencia, sin vulgar ostentación, pero allí estaba, en el parquet, en las miniaturas persas de las paredes y en el tresillo de piel color crema dispuesto en torno a una mesa de mármol con un centro de flores más espléndido que cualquiera de los que la
signorina
Elettra había encargado para la
questura.
Una joven no menos bonita que las flores, aunque de colorido más discreto, estaba sentada detrás de una mesa de vidrio, en la que no se veían papeles ni bolígrafos, sólo un ordenador de pantalla plana y un teclado. A través del vidrio de la mesa, Brunetti observó que la joven tenía los pies juntos, calzados con zapatos color marrón que asomaban por los bajos de un pantalón que parecía de seda negra.
Al acercarse ellos, la joven les sonrió, revelando hoyuelos a cada lado de una boca perfecta. El pelo parecía rubio natural, aunque Brunetti había renunciado ya a pretender distinguirlo, y los ojos eran verdes, uno mínimamente más grande que el otro.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó, haciendo que la pregunta sonara como si ésta fuera su máxima aspiración.
—Me llamo Brunini —dijo él—. Tengo hora a las tres y media con el
dottor
Calamandri. Otra vez la sonrisa.
—Un momento, por favor. —La muchacha giró el cuerpo hacia un lado y pulsó varias teclas con sus dedos de uñas cortas. Esperó un segundo, volvió a mirarlos y dijo—: Tengan la bondad de sentarse ahí. El
dottore
les atenderá dentro de cinco minutos.
Brunetti asintió y empezó a darse la vuelta. La joven salió de detrás de su mesa y los acompañó hasta el tresillo, como si dudara de que pudieran hacer una travesía de dos metros sin ayuda.
—¿Desean beber algo? —preguntó sin dejar que se le borrara la sonrisa.
La
signorina
Elettra movió negativamente la cabeza, sin molestarse en decir «gracias». Por algo era la amante consentida de un hombre rico, y estas mujeres no sonríen a sus inferiores. Ni sonríen a mujeres más jóvenes que ellas y, menos aún, estando en compañía de un hombre.
Ellos se sentaron, la joven volvió a su mesa y se puso a operar con su ordenador, cuya pantalla Brunetti no podía ver. Miró las revistas que estaban debajo de las flores:
AD, Vogue, Focus.
Nada tan vulgar como
Gente, Oggi
o
Chi,
la clase de revistas que uno espera poder hojear en la sala de espera del médico.
Brunetti tomó
Architectural Digest
pero la dejó sin abrirla, al recordar que el papel que interpretaba exigía que estuviera pendiente de su compañera. Inclinándose hacia ella preguntó:
—¿Estás bien?
—Lo estaré en cuanto termine todo esto —dijo ella sonriéndole con esfuerzo.
Estuvieron un rato en silencio y, nuevamente, Brunetti dejó caer la mirada en las portadas de las revistas. Oyó abrirse una puerta y, al levantar la cabeza, vio a otra mujer, mayor y menos atractiva que la recepcionista, que se acercaba a ellos. Tenía el pelo castaño, que llevaba peinado con raya en medio y cortado a ras de los lóbulos de las orejas, tapándole las mejillas y, por el borde de la falda de lana gris que llevaba debajo de la bata blanca, asomaban unas piernas largas y musculosas, de mujer que juega al tenis o corre, pero no menos bonitas por ello.
Brunetti se puso en pie. Ella le tendió la mano diciendo:
—Buenas tardes,
signor
Brunini.
Brunetti manifestó el placer que le producía conocerla. Entonces observó el motivo de aquel peinado: una gruesa capa de maquillaje pretendía —sin conseguirlo— cubrir unas señales de acné o de otra afección cutánea. Las marcas, concentradas en la parte posterior de las mejillas, quedaban casi cubiertas por el pelo.
—Soy la
dottoressa
Fontana, ayudante del
dottor
Calamandri. Les acompañaré a su despacho.
La
signorina
Elettra, más segura frente a una competencia no tan potente como la que representaba la recepcionista, se permitió una sonrisa benévola. Se asió del brazo de Brunetti, dando a entender que podía necesitar su apoyo para recorrer la distancia que pudiera haber hasta el despacho del
dottor
Calamandri.
La
dottoressa
Fontana los llevó por un pasillo en el que la elegancia del vestíbulo había dado paso a la funcionalidad de una institución médica: el suelo era de mosaico gris y los cuadros de las paredes, vistas de la ciudad, en blanco y negro. Las piernas de la doctora estaban tan buenas por detrás como por delante.
La
dottoressa
Fontana se paró frente a una puerta a mano derecha, llamó con los nudillos y abrió. Hizo pasar a Brunetti y a la
signorina
Elettra, entró detrás de ellos y cerró la puerta.
Un hombre algo mayor que Brunetti estaba sentado detrás de una mesa cuya superficie no pretendía optar a otro calificativo que el de caótica. Por todas partes, montones de carpetas, papeles, catálogos, revistas, cajas de medicamentos, lápices, bolígrafos, una navaja del ejército suizo y boletines médicos abandonados como si el lector hubiera tenido que marcharse precipitadamente.
El mismo desorden se observaba en la persona del médico: por el cuello de la bata se le veía un flojo nudo de corbata y del bolsillo del pecho, que tenía bordadas sus iniciales, asomaban varios lápices y un termómetro.
Tenía un aire de perplejidad, como si no pudiera explicarse semejante desbarajuste. Aquel hombre de cara redonda que los miraba sonriendo recordó a Brunetti los médicos de su infancia, que acudían a visitar a un enfermo a cualquier hora del día o de la noche, sin escatimar tiempo ni esfuerzo a sus pacientes.
Brunetti lanzó una rápida mirada al despacho y vio los obligados títulos colgados de las paredes, vitrinas con cajas de medicamentos y el pie de una camilla de reconocimiento cubierta con una banda de papel, que asomaba por detrás de un biombo.
Calamandri se levantó e, inclinándose sobre la mesa, tendió la mano primero a la
signorina
Elettra y después a Brunetti, les dio las buenas tardes y señaló dos de las sillas situadas delante de la mesa. La
dottoressa
Fontana se sentó a la derecha, en la tercera silla.
—Aquí tengo su expediente —dijo Calamandri en tono profesional y, con un certero movimiento, extrajo una carpeta marrón de uno de los rimeros de encima de la mesa. Apartó papeles para hacer un hueco a la carpeta y la abrió. Apoyó la palma de la mano derecha, con los dedos extendidos, en el contenido y miró a sus visitantes.
—He visto los resultados de todas las exploraciones y pruebas, y creo que vale más que les diga toda la verdad. —La
signorina
Elettra levantó una mano y la dejó en suspenso, a medio camino de la boca—. Comprendo que no es lo que desean oír, pero es la información más objetiva que puedo darles.
La
signorina
Elettra exhaló un pequeño suspiro y dejó caer la mano en el regazo, junto a la otra, que apretaba el bolso. Brunetti la miró y le oprimió el antebrazo con gesto de consuelo.
Calamandri esperaba que ella dijera algo, o Brunetti, pero, en vista de que ninguno de los dos hablaba, prosiguió:
—Podría sugerirles que volvieran a hacerse las pruebas…
La
signorina
Elettra lo interrumpió con un violento movimiento de la cabeza.
—No. Ya basta de pruebas —dijo secamente. Miró a Brunetti y añadió, suavizando el tono—: No puedo pasar otra vez por todo eso, Guido.