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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (26 page)

BOOK: Líbranos del bien
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—Sí, comprendo —dijo Marcolini—. ¿Y qué le trae aquí, comisario? El
conde
Falier me ha llamado para preguntar si querría recibirle. Usted es su yerno, ¿verdad?

—Sí —dijo Brunetti con voz átona—. Precisamente, deseo hablarle de su yerno de usted.

—¿Qué hay de él? —preguntó Marcolini instantáneamente, con cierta curiosidad pero poco entusiasmo.

—Mi departamento intervino en su problema con los
carabinieri
—explicó Brunetti en un tono de voz que denotaba desagrado ante aquel recuerdo.

—¿De qué manera?

—La noche de la redada me llamaron para que fuera a verlo al hospital.

—Creí que se encargaban del caso los
carabinieri
—dijo Marcolini.

—En efecto, pero nuestra oficina no procesó el aviso de los
carabinieri,
y cuando ocurrió aquello nos llamaron a nosotros. —Con la voz de un burócrata irritado, Brunetti agregó—: El caso no era nuestro, pero recibimos la denuncia de que un ciudadano había sido agredido.

—¿Y ustedes acudieron?

—Desde luego. Cuando te llaman tienes que ir —dijo Brunetti, satisfecho de su perfecta imitación del pequeño tambor.

—Justo. Pero aún no me ha dicho cuál es el motivo de su visita.

—Ante todo, quiero ser totalmente franco con usted,
signore.

El gesto de asentimiento de Marcolini fue de una sorprendente benevolencia.

—A mi superior no le gusta que nos hayamos visto involucrados en un asunto de los
carabinieri,
y me ha pedido que indague. —Aquí Brunetti hizo una pausa, como para cerciorarse de que Marcolini le seguía y, al ver que éste movía la cabeza de arriba abajo, prosiguió—: Se nos han dado distintas versiones acerca de la procedencia de ese niño. Según una, se trata de un hijo que Pedrolli tuvo con una extracomunitaria a la que conoció en el Sur —dijo, pronunciando «extracomunitaria» y «Sur» con el desdén que el caso requería. Observó el efecto de esa entonación en Marcolini y agregó—: Luego está la historia de que la mujer tuvo ese niño con su marido. —Aquí se detuvo, para dejar hablar a su interlocutor.

—¿Por qué quieren saber eso, comisario?

—Como ya le he dicho,
signore,
si no es hijo de Pedrolli, pensamos que deberíamos dejar el caso en manos de los
carabinieri.
—Sonrió y terminó—: Pero, si es hijo suyo, la intervención de mis superiores, y de usted mismo, podría influir.

—¿Intervención? —preguntó Marcolini—. ¿Influir? No entiendo.

Brunetti adoptó una expresión de diáfana buena fe.

—Cerca de los servicios sociales,
signore.
Tal como van las cosas, es probable que el niño acabe en un orfanato. —Ésa era la realidad, a partir de la cual Brunetti seguía tejiendo su ficción—. Finalmente, quizá fuera posible, por el bien del niño, devolverlo a sus padres.

—¡Sus padres! —barbotó Marcolini con una voz sin vestigio de afabilidad—. Sus padres son una pareja de albaneses que entraron ilegalmente en el país. —Hizo una pausa efectista y subrayó—: ¡Albaneses, por el amor de Dios!

Por toda respuesta, Brunetti imprimió en su cara una expresión de vivo interés, y Marcolini prosiguió:

—Probablemente, la madre debe de ser una especie de puta. Sea lo que sea, lo cierto es que no tuvo reparo en vender a su hijo por diez mil euros. Así que será mejor para él que lo lleven al orfanato.

—Eso lo ignorábamos,
signore
—dijo Brunetti con gesto de reprobación.

—En este asunto hay muchas cosas que ustedes ignoran y que los
carabinieri
ignoran —dijo Marcolini con creciente indignación—. Eso de su aventura en Cosenza es cuento. Él asistía a no sé qué congreso y, mientras estaba allí, hizo un trato para comprar al niño. —Brunetti fingió un gesto de sorpresa, como si oyera esto por primera vez.

Marcolini se levantó y dio la vuelta a la mesa.

—Si realmente hubiera ocurrido lo que él dijo al principio, yo podría entenderlo. Un hombre tiene sus necesidades, y él estuvo allí toda una semana. Si se la hubiera tirado, lo comprendería. Por lo menos, sería hijo suyo. Pero Gustavo nunca ha sido de los que saben echar una cana al aire, y aquí se trata sólo de un pequeño bastardo albanés al que su madre puso en venta y que mi yerno, como un imbécil, compró y se trajo a casa.

Marcolini se levantó, tomó una de las fotos de encima de la mesa y se la puso en la mano a Brunetti.

—Mire, aquí lo tiene. El pequeño albanés.

Brunetti miró la foto y vio a Pedrolli, a su esposa y, entre los dos, a un niño de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. Marcolini fue hasta la pared y volvió.

—Tendría que haber visto a ese pequeño intruso, con su cabeza cuadrada de albanés, plana por detrás, como la tienen ellos. ¿Cree que yo quería que mi hija fuera su madre? ¿Imagina que yo iba a consentir que eso heredara todo lo que yo he conseguido, con tanto esfuerzo? —Recuperó la foto y la arrojó a la mesa cara abajo. Brunetti oyó romperse el cristal, pero Marcolini no debió de oírlo, o no debió de importarle, porque agarró otra foto y se la puso delante a Brunetti.

—Mire, ésta es Bianca, a los dos años. Ése es el aspecto que ha de tener una criatura. —Brunetti miró a una niña de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. No dijo nada, pero movió la cabeza de arriba abajo, para dar a entender que había captado lo que fuera que se suponía que tenía que detectar en la foto—. ¿Qué me dice? —inquirió Marcolini—. ¿No es ése el aspecto que ha de tener una criatura?

—Muy bonita,
signore.
Entonces y ahora.

—Y casada con un idiota —dijo Marcolini dejándose caer pesadamente en la silla.

—¿Y no está preocupado por ella,
signore
? —preguntó Brunetti, esforzándose por imprimir conmiseración en la voz.

—¿Preocupado, por qué?

—Porque ella eche de menos al niño.

—¿Eche de menos? —preguntó Marcolini. Entonces miró al techo y lanzó una carcajada—. ¿Quién cree que me pidió que llamara por teléfono?

Capítulo 22

Brunetti no fue capaz ni de intentar reprimir un gesto de asombro, y se quedó mirando a su interlocutor unos segundos con la boca abierta.

—Comprendo —dijo con voz opaca.

—¿A que le he dado una sorpresa? —dijo Marcolini con risa cavernosa—. Bueno, confieso que también ella me la dio a mí. Yo pensaba que se había encariñado con el crío, y por eso no decía nada, aunque, según iba creciendo, más albanés lo veía yo. Porque no era como nosotros —dijo con convicción—. Y no me refiero a mí, a Bianca o a mi esposa: es que no parecía italiano.

Marcolini miró al comisario, para comprobar que le escuchaba con atención. Así era, por supuesto, y Brunetti procuraba aparentar que le escuchaba, además, con aprobación.

—Pero yo callaba porque, en fin, ella parecía quererlo, y yo me habría guardado de decir o hacer algo que pudiera disgustarla o afectar a nuestra relación.

—Desde luego —dijo Brunetti con una sonrisa amistosa, de padre a padre. Y apremió—: ¿Pero…?

—Pero un día, estando ella en casa, en mi casa, nuestra casa, quiero decir, el periódico hablaba del caso de la rumana que había vendido a su hijo. En el Sur —especificó Marcolini con displicencia—. Ahí es donde ocurren todas esas cosas. Esa gente no sabe lo que es el honor.

Brunetti asintió, como si nunca hubiera oído verdad más grande.

—Yo hice un comentario. Me repelía aquello, pero enseguida temí haber hablado más de la cuenta. Y entonces mi hija me dijo que ellos habían hecho lo mismo, en fin, que ella pensaba que Gustavo lo había hecho. Que él en modo alguno podía ser el padre. —Marcolini se interrumpió, para comprobar, una vez más, que Brunetti lo seguía, y Brunetti no se perdía palabra.

»Juro que, hasta aquel momento, yo creía que el niño era de Gustavo y que su aspecto se debía a que había salido a la madre, porque su influencia era más fuerte. Como ocurre con los negros, que basta una pizca de sangre para que los genes predominen. —Por su manera de hablar, parecía Mendel explicando la génesis de sus guisantes.

»Pero entonces Bianca me explicó lo ocurrido. Un colega, un compañero de carrera que trabajaba en Cosenza, tenía una paciente que iba a dar a luz y que quería, en fin, dar a la criatura.

—¿En adopción? —preguntó un Brunetti falsamente ingenuo.

—Llámelo así, si quiere —dijo Marcolini con sonrisa cómplice—. Gustavo habló con su amigo y con la mujer, al regresar se lo explicó a Bianca, y ella accedió porque Gustavo decía que era la única posibilidad de tener un bebé. Ella no quería, me dijo, pero él la convenció. A su edad ya no les permitirían adoptar a un recién nacido, a un niño mayor, quizá, pero no a un bebé, y todas las pruebas indicaban que no podían tener hijos. —Marcolini se interrumpió y soltó una risa áspera y corta como un ladrido—. Es lo único para lo que nos ha servido que Gustavo sea médico: por lo menos, puede entender los números de los análisis. Y Bianca accedió.

—Comprendo —murmuró Brunetti—. ¿Y él se trajo al niño?

—Sí. Allá abajo es fácil hacer esas cosas. Él se presentó en el Anagrafe, dijo que el niño era hijo suyo, y la mujer lo corroboró con su firma. —Marcolini lanzó al techo una mirada que a Brunetti le pareció melodramática y prosiguió—: Es probable que ella ni siquiera sepa leer, pero firmó el documento, y el niño pasó a ser de él. Y Gustavo le dio diez mil euros. —El furor de Marcolini ya no era melodramático sino auténtico—. Hasta mucho después no dijo a Bianca cuánto había pagado. El muy imbécil. —Por su expresión era evidente que tenía algo que añadir, y Brunetti permaneció quieto, con una expresión de intenso interés en la cara.

»Por el amor de Dios, también habría podido conseguirlo por menos. El otro sujeto, el de la rumana, lo consiguió por un
permesso di soggiorno
y una vivienda para la madre. Pero no, el
dottor
Gustavo tenía que dárselas de gran señor y pagar diez mil euros. —Marcolini, falto de palabras, alzó las manos y prosiguió—: Probablemente, ella se los habrá gastado en droga o los habrá enviado a la familia en Albania. Diez mil euros —repitió, claramente incapaz de expresar su indignación con suficiente contundencia.

»Y, cuando lo trajo, yo enseguida le vi la pinta, pero creí que era la influencia de la madre. Usted puede pensar que todos los recién nacidos se parecen, pero aquél… Se veía que no era de los nuestros. Esos ojitos, esa cabeza… —Marcolini meneó la suya con incredulidad, y Brunetti asintió y lanzó un pequeño sonido gutural, animando al hombre a seguir hablando.

»Pero Bianca es mi hija —prosiguió Marcolini, y a Brunetti le pareció que ahora hablaba tanto consigo mismo como con su oyente—. Y yo pensaba que también ella deseaba a ese niño. Pero aquel día me dijo lo que sentía en realidad y que el niño para ella no era más que una carga, algo que debía cuidar y que en realidad no deseaba. Era Gustavo el que estaba loco por el crío y en cuanto llegaba a casa le faltaba tiempo para ponerse a jugar con él. A su mujer casi no le prestaba atención, el niño lo era todo, y eso a ella no podía gustarle.

—Comprendo —dijo Brunetti.

—Entonces le dije: «Como lo que hoy viene en el periódico, ¿eh?», refiriéndome a lo que habíamos estado comentando. Yo quería decir que Gustavo había conseguido el niño de la misma manera, pero Bianca pensó que me refería a la manera en que la policía lo había descubierto.

—¿Una llamada telefónica? —preguntó Brunetti, con la expresión del que se siente muy ufano por tan brillante deducción.

—Sí; una llamada telefónica a los
carabinieri.

—Y entonces ella le pidió que hiciera la llamada, imagino —dijo Brunetti, sabiendo que no podría creerlo hasta que se lo oyera decir a Marcolini.

—Sí; que llamara y les dijera que Gustavo había comprado al niño. Como en el certificado de nacimiento figuraba el nombre de la madre, les sería fácil dar con ella.

—Y así fue, ¿verdad? —preguntó Brunetti, esforzándose por infundir a su voz una nota de aprobación y hasta de entusiasmo.

—Yo no tenía idea de lo que ellos harían al enterarse —dijo Marcolini—. Supongo que Bianca tampoco, Dijo que aquella noche estaba aterrada, que pensó que eran terroristas, ladrones o algo por el estilo. —A Marcolini le temblaba un poco la voz al referirse al sufrimiento de su hija—. Yo no esperaba que asaltaran la casa de aquel modo.

—Por supuesto —convino Brunetti.

—Sólo Dios sabe el miedo que debió de pasar.

—Tuvo que ser espantoso —se permitió agregar el comisario.

—Sí. Yo no quería eso,
per carita.

—Es comprensible, desde luego.

—Y supongo que tampoco tenían por qué ser tan brutales con Gustavo —agregó Marcolini con voz neutra.

—No; desde luego que no.

Las nubes se abrieron y la voz de Marcolini se hizo más cálida.

—Pero resolvió el problema, ¿verdad? —preguntó. Y entonces, como si recordara con quién estaba hablando, dijo—: Puedo confiar en usted, ¿no?

Brunetti estiró los labios en una ancha sonrisa.

—Ni que decir tiene,
signore.
Al fin y al cabo, su padre y el mío combatieron juntos. —Y entonces, atónito por el descubrimiento, añadió—: Además, usted no hizo nada ilegal.

—¿Verdad que no? —preguntó con una sonrisa maliciosa Marcolini, quien, evidentemente, debía de hacer tiempo que había sacado la misma conclusión. Extendió el brazo y dio a Brunetti un viril achuchón en el hombro.

De pronto, el comisario comprendió que sería fácil conseguir que Marcolini siguiera hablando. No tenía más que preguntar para que Marcolini respondiera, quizá hasta con sinceridad. Era un fenómeno frecuente, que Brunetti había observado en las personas a las que interrogaba acerca de los delitos que se les imputaban. El punto de inflexión llegaba cuando el sujeto creía haber conquistado la simpatía del interrogador y, a su vez, depositaba su confianza en él. A partir de ahí, las personas confesaban, incluso, delitos sobre los que no se les interrogaba, casi como si estuvieran dispuestas a hacer cualquier cosa para conservar la benevolencia del oyente. Pero Marcolini, tal como él mismo había declarado con autocomplacencia, no había cometido ningún delito. Al contrario, actuando como un buen ciudadano, lo había denunciado a la policía.

Este pensamiento hizo que Brunetti se pusiera en pie. Fiel al papel que estaba representando, dijo:

—Le agradezco el tiempo que me ha dedicado,
signor
Marcolini. —Haciendo un esfuerzo, tendió la mano—. Informaré al
questore
de lo que me ha manifestado.

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