—¿Qué le dijeron exactamente?
—Ya le he dicho que estoy ocupado —dijo Rizzardi exagerando el tono de paciencia.
—En un minuto. Cuénteme lo que sepa.
—¿De Pedrolli?
—Sí.
—Que fue a un congreso médico en Cosenza y allí conoció a una mujer… cosas que pasan… después se enteró de que ella estaba embarazada. Hizo lo que debía y reconoció al niño.
—¿Usted cómo se enteró del caso, Ettore?
Después de una pausa, Rizzardi respondió:
—Supongo que se debió de correr la voz por el hospital.
—¿De quién partió el rumor?
—Guido —dijo Rizzardi con extrema cortesía—, de eso hace más de un año. No lo recuerdo.
—¿Y cómo se enteró Pedrolli? —preguntó Brunetti—. ¿Lo sabe?
—¿Cómo se enteró de qué?
—De que ella estaba embarazada. La mujer ni siquiera recordaba su nombre cuando la interrogaron. ¿Cómo pudo localizarlo? Él no le daría su tarjeta, ¿verdad? Entonces, ¿cómo lo encontró ella o cómo se enteró él de que estaba embarazada? —insistió Brunetti, cediendo a la curiosidad.
—No puedo contestar a ninguna de esas preguntas, Guido —dijo Rizzardi, otra vez con impaciencia.
—¿Podría enterarse?
—Preferiría no hacerlo —dijo Rizzardi, sorprendiéndolo—. Es un colega. —Entonces, como en desagravio, el médico sugirió—: ¿Por qué no viene y se lo pregunta?
—¿Está ahí?
—Esta mañana lo he visto en el bar. Y llevaba la bata, o sea que está trabajando —dijo Rizzardi. Brunetti oyó una voz de fondo, que parecía apremiante o irritada, y el médico añadió—: Tengo que dejarle —y colgó.
Brunetti estaba a punto de llamar a Vianello al móvil, con intención de reunirse con sus colegas para almorzar cuando sonó su propio
telefonino.
—Pronto
—dijo, y vio que era el número del despacho de Paola—. ¿Has dado con tu padre?
—No; él ha dado conmigo. Me ha dicho que, como no podía dormir por la diferencia horaria, llamaba para preguntar cómo estamos. Desde La Paz.
Normalmente, el nombre de la ciudad habría inducido a Brunetti a bromear y preguntar si su padre había ido a cerrar alguna transacción de cocaína, pero la creciente evidencia de que la mayoría de las llamadas hechas por los
telefonini,
si no todas, eran interceptadas y grabadas lo disuadió, y se contentó con un neutro:
—Ah.
—Te recibirá a las tres.
—¿Marcolini?
—Desde luego. No iba a ser mi padre —dijo ella, y colgó.
Esto dejaba a Brunetti menos de dos horas. Si conseguía hablar con Pedrolli enseguida, podría preparar mejor la entrevista con el suegro. Quizá hablando con Pedrolli podría hacerse una idea de si un hombre tan poderoso como Marcolini utilizaría su influencia para encontrar la manera de devolver el niño a Pedrolli y su esposa. Puesto que la madre biológica renunciaba a él, quizá las autoridades… Brunetti desechó el pensamiento. Pero no podía borrar la imagen del
dottor
Pedrolli haciendo como que acunaba al niño en los brazos vacíos, y el recuerdo le hizo caer víctima de su propio sentimentalismo.
Escribió una nota para Vianello, avisándole de que iba al hospital a hablar con Pedrolli y, de allí, a entrevistarse con Marcolini, y la dejó en la mesa del inspector. Al salir a la calle vio que empezaba a llover, volvió a entrar y agarró un paraguas del paragüero en el que el personal ponía los que se olvidaba el público.
Se alegraba de que lloviera, a pesar del inconveniente que ello pudiera suponer. El otoño había sido seco, lo mismo que el verano, y Chiara, la supervisora del consumo de agua en la casa, había extremado su rigor. Brunetti, influido por las insistentes recomendaciones de su hija, ahora instaba a cerrar el grifo a los camareros que dejaban correr el agua sin necesidad, petición que invariablemente le valía miradas de asombro tanto del personal de la barra como de los clientes. Lo más sorprendente era la frecuencia con que tenía que hacer esta petición.
Llegó al hospital, abandonada ya toda pretensión de almorzar, y siguió los rótulos hasta Pediatría. El oído, más que la vista, le avisó de que se acercaba a su destino, al captar un berrido infantil que descendía por la escalera y aumentaba de volumen a medida que él iba subiendo.
La sala de espera estaba vacía, pero el sonido traspasaba las gruesas puertas dobles de la planta. Brunetti empujó las primeras y entró en el pasillo. Una enfermera que salía de una habitación fue hacia él rápidamente.
—Ya ha pasado la hora de visita —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima del llanto.
Brunetti se sacó la credencial del bolsillo, se la mostró y dijo:
—Deseo hablar con el
dottor
Pedrolli.
—Está con un paciente —dijo ella secamente, y añadió—: ¿Es que aún no le han mortificado bastante?
—¿Cuándo estará libre? —preguntó Brunetti, imperturbable.
—No lo sé.
—¿Está en el hospital?
—Sí, en la 216.
—Entonces puedo esperar, ¿no? —preguntó Brunetti.
Ella, sin saber qué hacer, optó por marcharse, dejando a Brunetti en la puerta. Él advirtió entonces que los gritos del niño habían cesado y que cedía la tensión que sentía en el pecho.
Al cabo de un rato, de una habitación situada hacia la mitad del pasillo, salió un hombre con barba y con bata blanca que echó a andar en dirección a Brunetti. De haberlo visto en la calle, no hubiera reconocido a Pedrolli. El médico era más alto de lo que parecía estando en la cama del hospital, y el hematoma de la cara casi había desaparecido.
—¿Dottor
Pedrolli? —preguntó Brunetti cuando el hombre se acercaba.
El médico, sobresaltado, levantó la mirada.
—¿Sí?
—Comisario Guido Brunetti —dijo, tendiendo la mano—. Vine a verlo cuando estaba en el hospital. —Con una sonrisa, añadió—: Quiero decir, como paciente.
Pedrolli le estrechó la mano.
—Sí, recuerdo su cara, pero poco más, lo siento. Fue cuando no podía hablar, me parece. —Su sonrisa era tensa, casi tímida. La voz, que Brunetti oía ahora por primera vez, era sonora y grave, de barítono.
—¿Podemos hablar un momento,
dottore
?
La mirada de Pedrolli era franca, diáfana, casi indiferente.
—Desde luego —dijo. Precedió a Brunetti por el pasillo hasta una de las últimas puertas a mano izquierda. Dentro Brunetti vio una mesa con un ordenador. Delante de la mesa estaban varias sillas puestas en fila. Las ventanas situadas detrás de la mesa daban al árbol horizontal que Brunetti había visto en su visita anterior. Una de las paredes estaba cubierta por una estantería llena de libros y revistas.
—Este sitio es tan bueno como cualquier otro —dijo Pedrolli, ofreciendo una silla a Brunetti. Él se sentó frente al comisario—. ¿Qué desea saber?
—Su nombre ha surgido en relación con una investigación,
dottore
—empezó Brunetti.
Casi maquinalmente, Pedrolli se llevó la mano a un lado de la cabeza.
—¿No es un eufemismo? —preguntó con una expresión que quería ser afable.
Brunetti sonrió a su vez y prosiguió:
—No tiene relación alguna con el asunto por el que vine a verle la última vez,
dottore.
Pedrolli clavó los ojos en Brunetti y rápidamente desvió la mirada.
—Aquella investigación estaba, y sigue estando, en manos de los
carabinieri.
Yo he venido para preguntar por otra investigación que lleva a cabo mi departamento.
—¿La policía?
—Sí,
dottore.
—¿Qué investigación, comisario? —preguntó Pedrolli, con un énfasis más que ligeramente irónico.
—Su nombre ha aparecido en relación con un asunto totalmente distinto. De eso he venido a hablarle.
—Ya —dijo Pedrolli—. ¿Podría ser más explícito?
—Se trata de un fraude que se ha cometido aquí, en el hospital —dijo Brunetti, optando por enfocar la cuestión desde este ángulo, antes de introducir la idea de que el médico podía estar siendo víctima de chantaje. Pedrolli se relajó ligeramente.
—¿Qué clase de fraude?
—Visitas falsas. —Vio que Pedrolli entornaba los párpados y prosiguió—: Al parecer, algunos médicos programan visitas para pacientes que saben que no han de poder visitarse; en algunos casos, los farmacéuticos programan las visitas, que se cargan a la sanidad pública, a pesar de que no se hacen. Por lo menos tres de los pacientes para los que se programaron visitas ya habían fallecido.
Pedrolli asintió y apretó los labios.
—Mentiría si le dijera que no había oído hablar de ello, comisario. Pero en mi departamento no ocurren esas cosas. De eso nos encargamos mi
primario
y yo.
Aunque su primer impulso fue creer al médico, Brunetti preguntó:
—¿Cómo lo hacen?
—Todos los pacientes que vienen a visitarse, mejor dicho, los padres, ya que nuestros pacientes son niños, han de firmar en el registro de la enfermera, la cual, cuando termina su turno, coteja el registro de los pacientes que han sido visitados por cada médico con la lista del ordenador. —Al observar la expresión de Brunetti, dijo—: Sí, es un sistema muy simple, apenas cinco minutos más de trabajo para la enfermera, pero elimina toda posibilidad de irregularidades.
—Da la impresión de que han implantado ustedes el sistema precisamente con esa finalidad,
dottore
—dijo Brunetti—. Si me permite la observación.
—Desde luego, comisario: ésa era la intención. —Pedrolli esperó un momento hasta que Brunetti lo miró—. En un hospital las noticias vuelan.
—Ya veo —dijo Brunetti.
—¿Es todo lo que deseaba preguntarme? —dijo Pedrolli, disponiéndose a levantarse.
—No,
dottore,
hay algo más. Si me permite un momento.
Pedrolli volvió a dejarse caer en la silla.
—Por supuesto —respondió, pero miró el reloj al decirlo. De pronto, le sonaron las tripas ruidosamente, y él volvió a mirar a Brunetti con aquella sonrisa casi cohibida—. Aún no he almorzado.
—Trataré de no entretenerle mucho —dijo Brunetti, confiando en que sus propias tripas no empezaran a hacer coro a las del médico.
—Dottore
—empezó—, ¿es usted cliente de la farmacia de
campo
Sant'Angelo?
—Sí; es la que está más cerca de mi casa.
—¿Hace años que compra allí?
—Desde que nos mudamos al barrio, hará unos cuatro años. Quizá un poco más.
—¿Conoce bien al farmacéutico? —preguntó Brunetti.
Pasó un rato antes de que Pedrolli respondiera, pronunciando las palabras cuidadosamente:
—Ah, el
dottor
Franchi, modelo de exquisita moral. —Y agregó—: Supongo que lo conozco tan bien como cualquier médico conoce a un farmacéutico.
—¿Podría explicarme por qué lo dice,
dottore
?
Pedrolli se encogió de hombros.
—El
dottor
Franchi y yo tenemos ideas distintas acerca de la debilidad humana —dijo con una sonrisa amarga—. Él es más severo que yo. —Acentuó la sonrisa y, en vista de que Brunetti no decía nada, prosiguió—: En cuanto a en qué medida lo conozco profesionalmente, yo le pregunto si mis pacientes van a recoger lo que les receto y, a veces, cuando he recomendado algún medicamento por teléfono, entro a firmarle la receta.
—¿Y para usted,
dottore
? ¿Compra cosas en esa farmacia?
—Lo normal, dentífrico y artículos para la casa. A veces, cosas que me pide mi esposa.
—¿Y sus propias recetas, se las despachan allí?
Pedrolli reflexionó largamente y al fin dijo:
—No; si alguna vez necesito un medicamento, lo consigo aquí, en el hospital.
Brunetti asintió.
Pedrolli sonrió, pero ya no con la sonrisa de antes.
—¿Me dirá por qué me hace estas preguntas, comisario?
Como si no le hubiera oído, Brunetti prosiguió:
—Durante todos estos años, ¿no ha despachado el
dottor
Franchi ninguna receta para usted?
Pedrolli miró al vacío.
—Quizá una vez, a poco de mudarnos. Tuve la gripe, y Bianca bajó a buscar la medicina. Me trajo algo, pero no recuerdo si necesitó receta.
Pedrolli desvió la mirada y entornó los ojos, tratando de recordar, pero, cuando iba a decir algo, Brunetti le atajó:
—Si necesitó receta, ¿la información se habría anotado en su historial clínico,
dottore
?
Pedrolli lo miró largamente y, de pronto, pareció quedarse yerto, con la mente en blanco. Al cabo de un momento, la vida volvió a su cara con una mirada, desviada al instante, que Brunetti no pudo descifrar.
—¿Mi historial clínico? —preguntó al fin, pero, en realidad, no lo dijo en tono de interrogación—. ¿Por qué le interesa, comisario?
Brunetti no veía razón para no explicárselo, sin mencionar el chantaje, desde luego.
—Estamos investigando el uso ilícito de información médica,
dottore.
Se quedó observando la reacción de Pedrolli a esta insinuación, pero el médico se limitó a parpadear y encogerse de hombros antes de responder:
—Me parece que eso no me dice nada.
A Brunetti le parecía que, detrás de la expresión de serenidad que había asumido, el médico estaba analizando activamente lo que acababa de oír, considerando, quizá, las hipótesis hacia las que apuntaba.
El comisario se percató entonces de que aún no había aludido a las posibilidades de que Pedrolli recuperara al niño. Y, cambiando de registro, empezó:
—Ahora quisiera hablarle de su hijo.
Le pareció que su interlocutor ahogaba una exclamación. Desde luego, fue algo más fuerte que un suspiro, aunque la cara del médico permaneció impasible.
—¿Qué quiere saber de mi hijo? —preguntó, tratando de controlar la voz.
—Según mis informes, es poco probable que la madre biológica lo reclame. —Si Pedrolli comprendió la intención de estas palabras, no lo demostró, y Brunetti prosiguió—: Por ello, me gustaría saber si piensa usted llevar el caso a los tribunales.
—¿A los tribunales?
—Para pedir que se lo devuelvan.
—¿Cómo cree que podría conseguirlo, comisario?
—Su suegro es un hombre…, en fin, un hombre bien relacionado. Quizá él podría… —Brunetti observaba la cara del médico, tratando de percibir alguna emoción, pero no la había.
Pedrolli miró el reloj y dijo:
—No quiero ser descortés, comisario, pero son cosas que sólo atañen a mi familia y a mí, y prefiero no hablar de ellas con usted.