Brunetti había centrado la atención en las investigaciones en curso, apartándola gradualmente del caso Pedrolli. Dos veces llamó a los servicios sociales, sin conseguir averiguar el paradero del niño. Sus informes fueron acortándose hasta cesar por completo, por falta de nuevos datos. Aun así, no dejaba de pensar en el
dottor
Pedrolli. Harto de dar rodeos para obtener información y de servirse de argucias para inducir a la gente a revelar lo que sabía, Brunetti buscó en su agenda el número del despacho de Marvilli y marcó.
—Marvilli.
—Capitán, aquí Guido Brunetti. Le llamo por el asunto del
dottor
Pedrolli.
—Lo siento, comisario, pero eso ya es agua pasada.
—¿Por qué?
—El caso está prácticamente cerrado.
—¿Puede decirme por qué, capitán?
—Porque se han retirado los cargos más graves.
—¿Y cuáles quedan?
—Sólo falsificación de documento oficial.
—¿El certificado de nacimiento?
—Sí. No creo que eso suponga más que una multa.
—Ya.
—¿Es eso todo, comisario?
—No. En realidad me gustaría hacerle una pregunta. Es por lo que le llamo.
—No creo poder responder más preguntas sobre este caso, comisario.
—Es una pregunta muy simple, capitán, como podrá comprobar.
—Adelante.
—¿Cómo se enteraron de lo de Pedrolli?
—Creí que eso ya se lo había dicho.
—No, capitán; no me lo dijo.
—Los documentos que me fueron entregados antes de la operación hacían mención de una llamada telefónica anónima.
—¿Una llamada telefónica anónima? ¿Quiere decir que alguien llama por teléfono, hace una acusación, y los
carabinieri
actúan?
—Me parece que he comprendido lo que usted no se ha permitido decir, comisario: que los
carabinieri
asaltan el domicilio particular de un ciudadano en respuesta a una llamada telefónica anónima. ¿Sigue ahí, comisario?
—Sí, capitán. ¿Me permite que repita la pregunta?
—Desde luego.
—¿Podría decirme por qué decidieron actuar en la forma en que lo hicieron, en respuesta a esta denuncia concreta?
—A pesar de los elegantes términos en que formula la pregunta, comisario, no creo que deba responderla, y menos ahora, cuando parece que las consecuencias serán escasas o nulas.
—Se lo agradecería, capitán. Más por satisfacer mi curiosidad personal que por otra cosa. Si se han retirado los cargos, entonces…
—Parece que lo de la curiosidad personal lo dice en serio, comisario.
—Completamente.
—En tal caso, puedo decirle que el comunicante, por lo menos, según el informe que yo leí, aportó información que demostraba que la adopción hecha por Pedrolli era ilegal.
—¿El comunicante?
—El informe hacía referencia a un hombre.
—Perdone la interrupción, capitán.
—No hay de qué… Al parecer, ese hombre dio el nombre de la mujer, el del hospital en el que había dado a luz y la fecha aproximada del parto. También mencionó que se había hecho un pago.
—¿Y eso fue suficiente?
—¿Suficiente para qué, comisario?
—Para convencerles de que el denunciante decía la verdad.
—Imagino, comisario, y es mera suposición, que el hecho de que conociera el nombre de la mujer y los otros detalles bastó para inducir a mis compañeros a investigar la acusación o, por lo menos, comprobar si el nombre de esta mujer figuraba en el certificado de nacimiento del niño del
dottor
Pedrolli y, en tal caso, interrogarla acerca de las circunstancias.
—¿Cuánto tiempo tardaron en hacer eso?
—¿Hacer qué, comisario?
—Interrogarla.
—No lo recuerdo con exactitud, pero me parece que la llamada se recibió aproximadamente una semana antes de que… antes de que fuéramos a casa del
dottor
Pedrolli. Entonces resultó que la comandancia de Verana estaba actuando en casos similares. Al parecer, no existe relación, es decir, el caso de Pedrolli no está relacionado con los otros.
—¿Así pues, por lo que respecta a Pedrolli, se trata de una desgraciada coincidencia?
—Sí, supongo que podríamos decirlo así, comisario.
—¿Y, para ustedes, una afortunada coincidencia?
—Si me permite la observación, comisario, al parecer, usted piensa que nosotros haríamos algo así sin estar seguros.
—Tiene razón, capitán.
—Nosotros no obramos con precipitación. Y, por si le interesa, yo soy padre. De una niña de un año.
—Los míos son mayores.
—No creo que eso cambie las cosas.
—Probablemente, no.
—¿Se sabe algo de él?
—¿Del
dottor
Pedrolli?
—Del niño.
—No. Ni se sabrá, y no debe extrañarle. Cuando un niño queda bajo la tutela de los servicios sociales, no se nos da más información.
—Comprendo. Una última pregunta, capitán, si me permite.
—Si está en mi mano.
—¿Existe algún medio por el que un día el
dottor
Pedrolli pudiera…?
—¿Ver al niño?
—Sí.
—No es probable. Yo diría que es imposible. El niño no es suyo.
—¿Cómo lo sabe, capitán? Si me permite la pregunta.
—¿Puedo decirle algo sin que se ofenda, comisario?
—Desde luego.
—Nosotros no somos una banda de gorilas.
—Yo no pretendía sugerir…
—Estoy seguro de que no, comisario. Sólo quería dejarlo claro. Eso, en primer lugar.
—¿Y en segundo lugar?
—Decirle que, antes de que se autorizara la operación, la madre declaró que el niño era de su marido y no del hombre cuyo nombre aparecía en el certificado de nacimiento.
—¿Lo dijo para recuperar al niño?
—Tiene usted un concepto muy idealista de la maternidad, comisario, si me permite la observación. La mujer dejó bien claro que ella no quería recuperar al niño. En realidad, es una de las razones por las que mis compañeros de Cosenza la creyeron.
—¿Esto influirá en la probabilidad de que la autoricen a quedarse en el país?
—Seguramente, no.
—Ah.
—Sí, comisario, «ah». Créame, el niño no es de Pedrolli. Eso lo sabíamos antes de entrar en su casa aquella noche.
—Ya. En fin… gracias, capitán. Ha sido una gran ayuda.
—Me alegro de que lo crea así, comisario. Si ha de servir para tranquilizar su mente, puedo enviarle copia de nuestro informe. ¿Se lo mando al despacho por e-mail?
—Si es tan amable.
—Ahora mismo, comisario.
—Gracias, capitán.
—No hay de qué darlas.
Arrivederci.
—Arrivederci, capitano.
Antes de una hora, llegó una copia de la declaración hecha por la albanesa cuyo nombre figuraba en el certificado de nacimiento del niño de Pedrolli. Había sido firmada cuatro días antes del asalto de los
carabinieri
y comprendía dos días de interrogatorios. La mujer había sido localizada fácilmente por ordenador en Cosenza, donde, dos días después de inscribir al recién nacido como hijo de padre italiano, había conseguido el
permesso di soggiorno.
Al ser interrogada, en un principio mantenía que el niño había sido enviado a Albania, a casa de los abuelos. Insistía en que era simple coincidencia que su marido, también albanés y residente ilegal, hubiera comprado un coche dos días después de que ella recibiera el alta del hospital. Él trabajaba de albañil, dijo la mujer, y llevaba meses ahorrando para el coche. Tampoco había relación alguna entre la desaparición del niño y el depósito de tres meses de alquiler de un apartamento que su marido hizo el mismo día de la compra del coche.
Más adelante, ella insistía en que el padre era un italiano cuyo nombre no recordaba y al que no acertaba a describir con exactitud, pero, cuando la amenazaron con el arresto y la deportación si mentía, se retractó y reconoció que un italiano que decía que su esposa no podía tener hijos se había puesto en contacto con ella semanas antes del parto. La primera versión sugería que el hombre la había encontrado por sus propios medios; nadie se lo había presentado. Pero, cuando se aludió de nuevo a la posibilidad de la deportación, ella dijo que se lo presentó uno de los médicos del hospital —no recordaba cuál—, que le dijo que quien deseaba hablar con ella también era médico. Cuando nació el niño, ella accedió a que el nombre del médico figurara en el certificado de nacimiento, porque creía que su hijo podría tener un futuro mejor si era educado como italiano, en una familia italiana. Finalmente, había reconocido que el hombre le había dado dinero, pero como regalo, no como pago. No; no recordaba la suma.
La mujer y su marido estaban ahora bajo arresto domiciliario, aunque al marido se le permitía ir a trabajar. La concesión del
permesso di soggiorno
de la mujer estaba pendiente de la decisión de un magistrado. Al acabar la lectura, Brunetti seguía sin comprender por qué quienquiera que había interrogado a la mujer se había dado por satisfecho tan fácilmente con la simple explicación de cómo Pedrolli había llegado hasta ella: lo mismo podía haber caído del cielo. «Se lo presentó uno de los médicos del hospital», dijo la mujer. Pero, ¿cuál? ¿Y por qué motivo?
Durante la lectura del informe, Brunetti había advertido que la madre, con una extraña y estremecedora afinidad con Bianca Marcolini, tampoco había manifestado interés por el niño ni por lo que pudiera haberle ocurrido. Guardó los papeles en el cajón de la mesa y se fue a su casa.
Antes de la cena, Brunetti aún consiguió volver a los viajes del
marquis
de Custine. Con el aristócrata francés de guía y compañero de viaje, se encontró en San Petersburgo, contemplando el alma rusa que, según observaba Custine, estaba «intoxicada de esclavitud». Brunetti dejó caer el libro abierto sobre las rodillas y estuvo considerando estas palabras hasta que Paola lo sacó de su ensoñación al sentarse a su lado.
—Se me ha olvidado decirte una cosa.
Brunetti volvió de Nevsk Prospekt y preguntó:
—¿Qué cosa?
—Es sobre Bianca Marcolini.
—Ah, gracias.
—He estado preguntando por ahí, pero no he averiguado mucho. La mayoría de la gente la conoce de oídas, por el padre, claro.
Brunetti asintió.
—También he preguntado a mi padre. Te dije que él lo conoce, ¿verdad?
Brunetti volvió a asentir.
—¿Y?
—Y me ha dicho que Marcolini es un hombre con el que hay que contar. Ha hecho su fortuna empezando de la nada. —Hizo una pausa y comentó—: Hay personas a las que eso aún les parece apasionante. —Había en su voz el desdén que experimentan al respecto los que han nacido ricos—. Dice mi padre que tiene amigos en todas partes: en el Gobierno local, en el regional y hasta en Roma. En pocos años, ha llegado a captar gran número de votos.
—Entonces, ¿para él sería fácil hacer retirar una noticia de los periódicos? —preguntó Brunetti.
—Juego de niños —dijo ella, frase que para Brunetti tuvo una resonancia triste.
—¿Y el matrimonio Pedrolli?
—Boda por todo lo alto y una pareja ideal. Ella trabaja de asesora financiera en un banco y él es ayudante del
primario
de Pediatría del Ospedale Civile.
Ninguno de estos datos parecía justificar la excitación que Brunetti creía percibir en la voz de su esposa y que, según le había enseñado la experiencia, era debida a revelaciones aún por llegar.
—¿Y la cruda realidad? —preguntó.
—El asunto del niño, por supuesto —dijo ella, y Brunetti comprendió que por fin iba a entrar en materia.
—Por supuesto —repitió él, y sonrió.
—Entre las amistades se rumoreaba que él había tenido una aventura, o menos que eso: un desliz, mientras estaba en un congreso en Cosenza. He preguntado a varias personas y todas coinciden.
—¿Tu padre también?
—No —respondió ella rápidamente, sorprendida de que él pudiera creer a su padre capaz de chismorrear. Y entonces explicó—: Esta tarde he estado hablando con mi madre. —Paola había adquirido por vía materna aquella curiosidad suya por las vidas ajenas, al igual que un día heredaría también las esmeraldas de la
contessa.
—¿Así pues, ésa es la versión oficial? —preguntó él.
Ella tuvo que pensar un momento antes de contestar.
—Suena a verdad y la gente parece creerla. Después de todo, es la clase de historia que le gusta a la gente, ¿no? Es como un argumento de película, o de novela barata. El marido descarriado vuelve al hogar y la sufrida esposa lo perdona. No sólo lo perdona sino que acoge al retoño en el nido, para criarlo como si fuera suyo. Reconciliación conmovedora, amor renacido: Rhett y Escarlata otra vez juntos y para siempre. —Hizo una pausa y agregó—: Desde luego, queda mejor que decir que fueron al mercado, compraron un niño y se lo llevaron a casa.
—Estás más cáustica y más cínica que de costumbre, paloma mía —dijo Brunetti tomándole una mano y besándole las puntas de los dedos.
Ella retiró la mano, aunque con una sonrisa, y dijo:
—Gracias, Guido. —En tono más serio, continuó—: Como te decía, la gente parecía creerlo o, por lo menos, quería creerlo. Los Gamberini los conocen, y Gabi me dijo que fueron a cenar a su casa cuando hacía unos seis meses que tenían al niño, y no le pareció que la reconciliación fuera tan dulce.
—A ti te encantan los chismes, ¿verdad? —preguntó él, deseando que ella le hubiera traído una copa de vino.
—Sí, supongo que sí —respondió Paola, sorprendida por el descubrimiento—. ¿Crees que por eso me gusta tanto leer novelas?
—Probablemente —dijo él, y preguntó—: ¿Por qué no tan dulce?
—Gabi no lo dijo claramente. A veces la gente habla con medias palabras. Lo dio a entender más que por lo que dijo por cómo lo dijo. Ya sabes cómo es la gente.
«Ojalá lo supiera», pensó Brunetti.
—¿No hizo suposiciones acerca de la causa? Paola cerró los ojos y él observó cómo repasaba la conversación.
—Pues me parece que no.
—¿Una copa de vino? —preguntó él.
—Sí, y luego cenamos.
Él le besó la mano otra vez en señal de agradecimiento.
—¿Blanco o tinto? —preguntó.
Ella optó por el blanco, pensando probablemente en el
risotto
con puerros que tenían de primer plato. Hacía poco que los chicos habían empezado el curso, y durante la cena hablaron de lo que sus compañeros habían hecho en verano. Una niña de la clase de Chiara había pasado dos meses en Australia y estaba muy disgustada por haber cambiado verano por invierno y llegado a casa en otoño. Otra había estado trabajando en una heladería de la isla de Santorini, donde había adquirido unos aceptables conocimientos del alemán hablado. El mejor amigo de Raffi había ido de Terranova a Vancuver en plan mochilero, aunque las comillas con las que Raffi había encerrado la palabra «mochilero» sugerían viajes en tren y en avión.