Líbranos del bien (20 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Líbranos del bien
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La
signora
Invernizzi asintió y Franchi la imitó.

—Y les agradeceré que no toquen nada hasta que mis hombres lo hayan examinado —agregó Brunetti.

—¿Cuánto tardarán? —preguntó Franchi.

Brunetti miró el reloj y vio que eran casi las once.

—Pueden venir ustedes a eso de las tres,
dottore.
Estoy seguro de que para entonces ellos ya habrán terminado.

—¿Y puedo…? —empezó Franchi, pero pareció cambiar de idea—. Me gustaría salir a tomar un café. Volveré luego para que me tomen las huellas, ¿de acuerdo?

—Desde luego,
dottore
—respondió Brunetti.

El comisario esperó a ver si Franchi invitaba a la
signora
Invernizzi a acompañarlo, pero no fue así. El farmacéutico devolvió el
telefonino
a Brunetti, sorteó a Vianello, se alejó por el pasillo, salió a la calle y desapareció sin decir palabra.

—¿Puedo irme a casa? —dijo la mujer—. Volveré dentro de una hora, pero me parece que me vendrá bien echarme un rato.

—Por supuesto,
signora.
¿Quiere que la acompañe el inspector?

Ella sonrió por primera vez y rejuveneció diez años.

—Muy amable. Pero vivo cerca, al otro lado del puente. Volveré antes del almuerzo, ¿conforme?

—Está bien,
signora
—dijo Brunetti y la acompañó hasta la puerta de la calle lateral. Salió con ella, la despidió y la vio alejarse. Al llegar a la desembocadura de la calle en el
campo
Sant'Angelo, la mujer se volvió y agitó ligeramente la mano.

Brunetti le devolvió el saludo y entró otra vez en la farmacia.

Capítulo 17

—¿«Esa especie de caja metálica», Lorenzo? —preguntó Brunetti—. ¿Es una forma avanzada de lenguaje cibernética para designar «unidad central»? —Le pareció que había conseguido disimular el orgullo que sentía por poder utilizar el término con tanta naturalidad.

—No —respondió Vianello sonriendo ampliamente—. Es un intento de convencer al
dottor
Franchi de que está tratando con un analfabeto informático… o quizá con dos, y de que a ninguno de nosotros le parecerá sospechoso tanto interés por recuperar el disco duro.

—¿Quieres decir antes de que caiga en nuestras manos? —preguntó Brunetti.

—Exactamente.

—¿Qué crees que habrá en el ordenador?

Vianello se encogió de hombros.

—Algo que él no quiere que veamos, eso seguro. Podrían ser las visitas falsas. —Vianello meditó unos momentos y añadió—: O puede que visite páginas o foros de internet poco recomendables.

—¿Hay manera de averiguarlo? —preguntó Brunetti.

¿Había sonreído Vianello?

—Yo no sabría —dijo y, sin dar tiempo a Brunetti de preguntar, añadió—: y la
signorina
Elettra, tampoco. —Observando la sorpresa de Brunetti prosiguió—: La unidad central está dañada, y ninguno de nosotros podría recuperar información de un disco en esas condiciones. Para eso hace falta un técnico.

—¿Y tú conoces a alguno? —apremió Brunetti.

—Yo no. Pero ella sí. —Por la cara de Vianello cruzó una expresión extraña: Brunetti había visto algo parecido en los rostros de los hombres que habían matado por celos—. Y no quiere decirme quién es. —Suspiró—. Supongo que querrá dárselo personalmente.

—Diré a Bocchese que se lo lleve —dijo Brunetti, con el pensamiento puesto en el disco duro, haciendo cábalas sobre su contenido. No sin cierta desolación, advirtió lo poco que daba de sí su imaginación—. Si ella lo lleva a ese técnico, ¿crees que él podrá sacar lo que haya en el disco? —preguntó finalmente a Vianello.

—Depende de lo dañado que esté —respondió el inspector. Y, hablando muy despacio, agregó—: La
signorina
Elettra dice que es muy bueno y que ha aprendido mucho de él.

—¿Y no hay algún indicio de quién puede ser?

—Por lo que yo sé, podría ser el ex gobernador de la Banca d'Italia —respondió Vianello. Y añadió con una sonrisa—: Ahora tiene mucho tiempo libre, ¿no?

Brunetti hizo como si no le hubiera oído.

Bocchese y los técnicos llegaron al cabo de unos veinte minutos, y Vianello y Brunetti estuvieron observándolos durante una hora mientras fotografiaban y espolvoreaban la puerta, los mostradores y los ordenadores en busca de huellas dactilares. Brunetti habló a los hombres de Bocchese de las manchas de sangre y del disco duro y les pidió que lo llevaran todo a la
questura.

La
signora
Invernizzi volvió poco después de las doce y, de pie delante del mostrador, dejó que uno de los técnicos le tomara las huellas. El
dottor
Franchi llegó en aquel momento y, de mala gana, se sometió al proceso. Les preguntó cuándo iban a terminar, porque él quería limpiar y, a ser posible, abrir la farmacia al día siguiente. El ayudante de Bocchese le respondió que tenían para una hora, y Franchi dijo que traería a un
fabbro
para que cambiara la cerradura de la puerta lateral. Brunetti estaba atento a la conversación, por si la
signora
Invernizzi hablaba de la
porta blindata,
pero ella no dijo nada.

Cuando ambos se fueron, Brunetti volvió al despacho, en el que Bocchese estaba raspando una gota de sangre de la parte baja de la pared. A su lado, en el suelo, tenía una bolsa de pruebas, cerrada, que ya contenía el libro manchado.

—¿Ha examinado toda la habitación? —preguntó Brunetti cuando Bocchese levantó la mirada.

—Sí.

—¿Y?

—Hay alguien a quien no le cae bien este farmacéutico —fue la respuesta de Bocchese. Y, después de un momento—: O no le caen bien los farmacéuticos en general, o los ordenadores, o los medicamentos o, qué sé yo, las cajas registradoras.

—Siempre haciendo deducciones y procurando hacer encajar los indicios en un esquema general, ¿eh, Bocchese? —preguntó Brunetti riendo. Para el técnico, un cigarro era siempre un cigarro y una serie de hechos, una serie de hechos y no un motivo de especulación—. ¿Qué me dice de la sangre?

—Hay algo que parece un trozo de piel y una pizca de cuero debajo de este reborde de la parte trasera —dijo Bocchese señalando con las pinzas el punto de la caja de la unidad central en el que Brunetti había visto el rastro de sangre.

—¿Y eso significa? —Antes de que Bocchese pudiera responder, Brunetti dijo—: Si va a decirme que significa que hay un trozo de piel y un trozo de cuero, no dejaré que vuelva a afilar los cuchillos de cocina de Paola.

—Y a ella le dirá que yo me he negado, ¿no? —preguntó Bocchese.

—Sí.

—En tal caso —empezó Bocchese—, yo diría que, al no poder abrir del todo la caja con la palanqueta o con lo que fuera, trató de levantar el borde, se le rompió el guante y se hizo un corte en la mano.

—¿Grave?

Bocchese tardó en contestar a eso.

—Yo diría que no. Probablemente, fue un corte superficial. —Intuyendo el pensamiento de Brunetti, dijo—: No; yo no me molestaría en preguntar al hospital si hoy han cosido alguna mano. —Después de un momento, con audible desgana, Bocchese añadió—: Y diría que se trata de un individuo muy impaciente, además de muy enfadado.

—Gracias —dijo Brunetti—. Cuando haya tomado una muestra de la sangre de ahí —dijo señalando a la unidad central—, ¿me hará el favor de enviar el aparato a la
signorina
Elettra?

Como si esto le pareciera lo más natural del mundo, Bocchese asintió y volvió a concentrar la atención en la mancha de sangre.

Vianello estaba en la tienda, hablando con uno do los fotógrafos.

—¿Nos vamos ya? —preguntó.

Brunetti explicó al técnico que el dueño no tardaría en volver con un cerrajero. Al pasar con Vianello por delante de la puerta del despacho, el comisario saludó a Bocchese, que seguía de rodillas, inspeccionando una base de enchufe.

Ya en la calle, Vianello preguntó:

—¿Vamos andando? —y a Brunetti le pareció una magnífica idea.

El día, que había empezado brumoso, húmedo y desapacible, había decidido obsequiarse con una ración de sol. Sin deliberar, Brunetti y Vianello torcieron hacia la derecha y cruzaron el puente en dirección a
campo
San Fantin. Pasaron por delante del teatro sin verlo, ambos con prisa por llegar a Via XXII Marzo y a la Piazza, donde sin duda podrían gozar a sus anchas del calor que se barruntaba en el aire.

Cuando se acercaban a la Piazza, Brunetti iba mirando a la gente, mientras escuchaba a medias la disertación de Vianello sobre cómo se preserva la información en el disco duro de un ordenador y cómo puede recuperarse incluso mucho después de que el usuario crea que ha sido borrada.

Brunetti vio venir hacia ellos a un grupo de turistas a los que, instintivamente, identificó como del Este de Europa. Los observó mientras se cruzaba con ellos: cara descolorida; pelo rubio, natural o estimulado; calzado barato, poco más que de cartón; y chaqueta de plástico teñido y tratado infructuosamente para que pareciera piel. Brunetti siempre había sentido simpatía por esos turistas, porque ellos contemplaban realmente las cosas. Probablemente, no podían permitirse hacer grandes compras, pero miraban en derredor con respeto, veneración y visible deleite. Ropa barata, pelo mal cortado y bolsas de picnic, pero ¿quién sabía los sacrificios que habían tenido que hacer para venir? Al comisario le constaba que muchos de ellos pasaban dos noches durmiendo en el autocar, para poder estar aquí un solo día, paseando y mirando sin comprar. Qué distintos de los norteamericanos a los que nada impresiona porque, naturalmente, ellos han visto cosas más grandes y mejores, y de los europeos del Oeste, que también están de vuelta de todo, pero son muy sofisticados para dártelo a entender.

Cuando salieron a la Piazza, el inspector, que parecía no haber reparado en los turistas, dijo:

—Todo el mundo está asustado por lo de la gripe aviar, y nosotros tenemos más palomas que personas.

—¿Decías? —preguntó Brunetti, que aún pensaba en los turistas.

—Lo leí hace dos días en el periódico —dijo Vianello—. Nosotros somos unos sesenta mil, y la población de palomas, por lo menos, según el periódico, es de más de cien mil.

—No puede ser —protestó Brunetti con repugnancia. Y, más objetivamente—: ¿Quién va a poder contarlas? ¿Y cómo?

Vianello se encogió de hombros.

—Vete a saber cómo se calculan las cifras oficiales. —De pronto, se animó visiblemente, ya porque hubiera empezado a sentir el calor de la Piazza o porque se diera cuenta de lo absurdo del tema, y preguntó—: ¿Crees que el municipio tiene a gente trabajando a la que paga un sueldo para que vaya por ahí contando palomas?

Brunetti reflexionó un momento y respondió:

—Pero las palomas no se están quietas en el mismo sitio, ¿verdad? O sea que a algunas las habrán contado dos veces.

—O ninguna —sugirió Vianello y exclamó con súbito encono—: ¡Dios, cómo las detesto!

—Yo también —convino Brunetti—. Y la mayoría de la gente, me parece. Son asquerosas.

—Pero cuidado con tocar una sola —prosiguió Vianello, ahora con vehemencia—, o tendrás a todos los
animalisti
gritando que si la crueldad para con los animales y que si nuestra responsabilidad hacia todas las criaturas de Dios. —Levantó las manos con gesto de indignación o perplejidad. Brunetti iba a manifestar su sorpresa porque esas palabras salieran de boca del que en la
questura
se había erigido en defensor de las causas medioambientales, cuando su mirada se posó en la fachada de la Basílica y en sus cúpulas, absurdamente asimétricas, con toda su gloriosa imperfección.

Brunetti se paró y levantó la mano para apaciguar a Vianello. Con voz totalmente distinta, casi solemne, preguntó:

—¿No te parece que somos muy afortunados?

Vianello se volvió hacia Brunetti y siguió la dirección de su mirada hacia San Marcos, las banderas que ondeaban a la brisa y los mosaicos de los dinteles. El inspector estuvo un rato contemplando la iglesia y luego miró a la derecha, hacia San Giorgio, al otro lado del agua, con su ángel siempre vigilante. Con un ademán insólito en él, Vianello levantó el brazo y describió un arco que abarcaba tanto los edificios que los rodeaban como los del otro lado del agua, se volvió hacia Brunetti y le dio dos rápidas palmadas en el brazo. Brunetti pensó que el inspector iba a decir algo, pero éste guardó silencio y echó a andar en dirección a la Riva degli Schiavoni y el soleado trayecto hacia la
questura.

Decidieron parar a almorzar por el camino, pero no antes de haberse alejado de San Marcos dos puentes. Vianello conocía una pequeña
trattoria
en Via Garibaldi, donde tomaron
penne
con salsa de pimientos,
melanzane
a la parrilla y
pecorino affumicato,
seguidos de rollitos de pechuga de pavo rellenos de hierbas y panceta.

Durante el almuerzo, Vianello trató de explicar los principios operativos básicos del ordenador, pero a la mitad de los macarrones abandonó el intento.

—En fin —concluyó—, que ella se lo dé a ese individuo, y ya veremos lo que se puede hacer.

Ninguno quiso postre, a pesar de que el dueño les juró que las peras del pastel eran de sus árboles de Burano. Brunetti hizo una seña para pedir los cafés, sin dejar de pensar en el cuadro de la farmacia.

—Eso no ha podido hacerlo una persona normal —dijo repentinamente.

—Los vándalos no son personas normales —respondió Vianello—. Ni los drogadictos.

—Vamos, Lorenzo, piensa en lo que hemos visto. No se trata de unos chiquillos en un puente del ferrocarril con una pistola de pintura.

Llegaron los cafés y Brunetti estuvo mucho rato removiendo el azúcar, mientras recordaba los destrozos.

Vianello terminó su café y dejó la taza en el platillo.

—Está bien —dijo—. De acuerdo. Pero, ¿por qué va alguien a hacer una cosa así? Los médicos con los que está conchabado serían los menos interesados en hacer algo que nos llamara la atención.

—¿Estamos de acuerdo en que no es coincidencia, en que no se trata de un farmacéutico cualquiera, ni de una farmacia elegida al azar?

Vianello resopló para indicar lo remota que le parecía la posibilidad.

—Entonces, ¿por qué?

—Confiemos en que el amigo de Elettra nos permita averiguarlo —dijo el inspector, y levantó la mano para pedir la cuenta.

Capítulo 18

El otoño avanzaba. Los días se acortaban y, cuando se atrasaron los relojes, oscureció aún más temprano. Como ocurría todos los años, durante los primeros días de horario de invierno, Paola estuvo irritable, y marido e hijos anduvieron con pies de plomo hasta que ella recuperó su buen humor habitual y la vida familiar pudo volver a su cauce.

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