—¿Una investigación policial? —preguntó ella sin ocultar el asombro—. ¿Qué puede tener que ver conmigo una investigación policial?
—No estoy seguro, y por eso preferiría hablar de ello personalmente —dijo Brunetti.
—Pues yo prefiero hablar ahora —dijo ella, ya con la voz áspera.
—¿No podría ser mañana por la mañana? —sugirió él.
—Mañana por la mañana voy a estar ocupada —dijo ella sin dar explicaciones. Como Brunetti no decía nada, prosiguió—: Mira, Guido, no se me ocurre por qué ha de querer hablar conmigo la policía, pero reconozco que siento curiosidad.
Brunetti sabía cuándo una persona no iba a dejarse convencer.
—De acuerdo —dijo—. Se trata de tu historial médico.
—¿Qué le pasa a mi historial médico? —preguntó ella con frialdad.
—En él consta una interrupción de embarazo practicada hace tres meses.
—Sí.
—Daniela —empezó Brunetti, sintiéndose como un sospechoso—, lo que deseo averiguar es si alguien…
—¿Si alguien lo sabe? —terminó ella, con encono—. ¿Además de ese gusano de farmacéutico?
Brunetti sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esforzándose por controlar la voz, preguntó:
—¿Te llamó?
—Llamó a la madre de Luca. ¡La llamó a ella! —estalló Daniela—. Le preguntó si estaba enterada de lo que había hecho su nuera, si sabía que su nuera, embarazada, había ido al hospital y había matado a la criatura.
Los dedos de Brunetti oprimieron el teléfono. La mujer se echó a llorar y él estuvo escuchando sus sollozos durante más de un minuto. Al fin dijo:
—Daniela, Daniela, ¿me oyes? ¿Puedo hacer algo? —No hubo otra respuesta que más sollozos, y Brunetti pensó en llamar a Paola para pedirle que fuera a casa de Daniela, pero se resistía a involucrar a Paola, ni quería que su mujer supiera que él había hecho aquella llamada.
Al cabo de un rato, Daniela dejó de llorar, y Brunetti la oyó aspirar profundamente y luego sonarse, sonido que le resultó extrañamente tranquilizador. De nuevo, llegó la voz de Daniela:
—Fue algo…
—Eso no me importa —cortó Brunetti en un tono demasiado alto—. De eso no quiero saber nada, Daniela. No es asunto mío, ni de la policía.
—Entonces, ¿por qué me has llamado? —preguntó ella. Aún estaba furiosa pero, por lo menos, ya no lloraba.
—Deseo saber qué quería el
dottor
Franchi.
—Sabe Dios lo que quería —dijo ella ásperamente—. Que todo el mundo fuera un castrado y un santurrón como él.
—¿Habló contigo?
—Ya te lo he dicho, llamó a mi suegra. No me llamó a mí, la llamó a ella. ¿Te enteras?
—¿Pidió dinero?
—¿Dinero? —Ella se echó a reír, con un sonido que se confundía con el del llanto—. No; no quería nada, ni dinero, ni sexo, nada. Sólo quería que la pecadora fuera castigada.
—Lo lamento, Daniela. —Quería decir que lamentaba tanto su dolor como haber indagado en él.
—Yo también lo lamento —respondió ella—. ¿Algo más?
—Es suficiente.
—¿No quieres saber lo que ocurrió?
—Ya te he dicho que no es asunto mío.
—Entonces adiós, Guido. Siento que hayamos tenido que hablar de esto.
—Yo también lo siento, Daniela —dijo él, y colgó el teléfono.
La voz de Daniela lo había dejado roto. Brunetti soltó el teléfono con suavidad, como temiendo que también pudiera romperse. Se levantó y, sigiloso como un ladrón, bajó la escalera y salió del edificio. Hacía unos días, la lluvia había lavado las calles, pero ya volvía a haber polvo y tierra; los sentía bajo las suelas de los zapatos, o quizá sólo lo imaginaba, quizá las calles estaban limpias y la suciedad residía en las cosas que su trabajo le descubría. Los transeúntes que se cruzaban con él tenían aspecto de gente normal, inocente, entera y algunos hasta parecían contentos.
Al entrar en
campo
Santa Marina, Brunetti se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo contraído como en un nudo largo y prieto. Se paró frente a la
edicola
y se quedó mirando a través del cristal las portadas de las revistas expuestas, mientras movía los hombros tratando de relajarlos. Tetas y culo. Hacía varios meses, Paola había vuelto a sugerirle que dedicara un día a contar las veces que veía tetas y culo: en diarios, en revistas, en anuncios de los
vaporetti,
en los escaparates de las más diversas tiendas. Decía que eso le ayudaría a comprender la actitud de algunas mujeres respecto de los hombres. Y, en este momento, él se encontraba frente a una bien nutrida muestra, aunque, curiosamente, la vista de aquellas bonitas carnes lo reconfortaba. Qué hermosura de tetas y qué gusto debía de dar sentir en la palma de la mano la curva de ese culito. Cuánto mejor eso que el sórdido y cerril oscurantismo con el que acababa de tropezarse. Así pues, vengan tetas y vengan culos que animen a la gente a tener niños y a quererlos.
La idea de tener niños le hizo recordar a Daniela Carlon, aunque habría preferido no pensar ahora en lo que ella le había dicho. Con los años, había comprendido sobre el aborto que él sólo podía tener una opinión gratuita, y que su sexo lo descalificaba para emitir voto al respecto. Ello en modo alguno afectaba su criterio ni sus viscerales sentimientos, pero el derecho a decidir correspondía a las mujeres, y él tenía que acatar su decisión y callar. Por otro lado, eso era pura retórica y poco o nada tenía que ver con el desgarro que había percibido en la voz de Daniela.
Notó un roce en la pierna y vio que un perro de tamaño mediano y color canela le olfateaba el zapato mientras se restregaba contra su pantorrilla. El animal lo miró con una especie de sonrisa y volvió a concentrarse en el zapato. Al otro extremo de la correa estaba un niño apenas más alto que el perro.
—¡
Milli
, quieta! —oyó gritar a una voz femenina. Una mujer se acercó al niño y le quitó la correa de la mano—. Perdón,
signore,
es una perrita muy joven.
—¿Y le gustan los zapatos? —preguntó Brunetti, al que lo absurdo de la situación había puesto de buen humor.
La mujer se rió enseñando unos dientes perfectos en una cara bronceada.
—Eso parece —dijo. Tendió la mano a su hijo—. Ven, Stefano. Llevaremos a
Milli
a casa y le daremos una galleta.
El niño extendió la mano libre y ella, de mala gana, le devolvió la correa.
La perrita debió de notar el cambio de mano, porque emprendió un alegre trote levantando mucho las patas traseras, como hacen los perros jóvenes y llevando al niño a remolque, aunque no tan aprisa como para hacerle caer.
Él se quedó gratamente distraído un momento, hasta que sus pensamientos volvieron al
dottor
Franchi. ¿Qué expresión había utilizado Pedrolli al referirse a él? ¿«Exquisitamente moral»? Semejante opinión era señal de que Pedrolli había oído comentarios, o al propio farmacéutico hablar de sus clientes, del mundo en general o de algún tema en particular, en términos que permitieran al oyente hacer deducciones. Brunetti recordó la mirada de sorpresa que la
signora
Invernizzi había lanzado a Franchi cuando éste se refirió a la incapacidad de los drogadictos para ayudarse a sí mismos.
¿Era el
dottor
Franchi un camaleón que se reservaba sus opiniones cuando creía que podían ofender a la persona cuya estima valoraba y no le importaba revelarlas a los que consideraba inferiores? Brunetti había conocido a muchas personas que se comportaban de este modo. ¿Sería ésa una de las razones por las que la gente se casaba, para tener libertad de decir lo que pensaban y ahorrarse la terrible fatiga de llevar doble vida? Entonces, ¿y Bianca Marcolini? ¿Cómo sería su vida si un día su marido se enteraba de lo que su padre había hecho a instancias de ella? Había sido fácil conseguir que Marcolini admitiera que había hecho aquella llamada, incluso que se ufanara de ella. La mujer debía de comprender que, antes o después, su marido se enteraría de lo que había sucedido en realidad. No; no de lo sucedido sino por qué había sucedido. De pronto, Brunetti comprendió que Pedrolli nunca sabría lo que le había ocurrido al niño; sólo por qué le había ocurrido.
Notó que volvía a tener los hombros agarrotados. Seguía delante de la
edicola
mirando con la boca abierta los desnudos de las portadas. En un momento de fría lucidez, comprendió lo que había querido decir Paola: una colección de mujeres desnudas e indefensas, en espera de la atención que el hombre se dignara concederles.
Su mirada, atrapada por el espectáculo, fue hacia la izquierda hasta posarse en una hilera de portadas muy coloristas, cada una de las cuales mostraba a una mujer con los pechos al aire en una postura de sumisión: unas estaban atadas con correas, otras con cuerdas y otras con cadenas. Las había con cara de miedo o de placer, pero todas parecían excitadas.
Apartó la mirada y se volvió hacia el
palazzo
Dolfin.
—Ella tiene razón —dijo entre dientes.
—¿Piensa quedarse todo el día ahí plantado hablando solo? —oyó preguntar a una voz destemplada. Desvió la mirada de la fachada del edificio y se volvió. El vendedor de prensa estaba a menos de un metro de él, con la cara colorada—. ¿Qué? ¿Piensa quedarse ahí todo el día? —repitió—. ¿Y ahora qué? ¿Va a meterse las manos en los bolsillos?
Brunetti levantó una mano para defenderse, para explicar, pero la dejó caer y se alejó, salió del
campo
y se dirigió a su casa.
Él había oído decir que las personas que tienen una mascota suelen encontrarla en la puerta al llegar a casa, que los animales tienen un sexto sentido que les avisa de la llegada del que sin duda ellos consideran su mascota humana. Cuando Brunetti llegó a lo alto de la escalera y fue a sacar las llaves, la puerta se abrió y en el vano apareció Paola. Él no ocultó la alegría que le producía verla.
—¿Un mal día? —preguntó ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Te he oído subir la escalera, tus pasos eran los de un hombre muy cansado, y he pensado que quizá te animara si te abría la puerta y te decía cuánto me alegro de verte en casa.
—¿Sabes? Tienes mucha razón en eso de las tetas y los culos de las revistas —soltó él.
Ella ladeó la cabeza y estudió su expresión.
—Entra, Guido. Me parece que necesitas un vaso de vino.
Él sonrió.
—¿Yo te doy la razón sobre algo que llevamos décadas debatiendo, y lo único que se te ocurre es ofrecerme un vaso de vino?
—¿Pues qué querías?
—¿Qué te parecería un poco de tetas y culo? —preguntó él echándole mano.
Después de cenar, él la siguió al estudio. Había bebido poco vino con la cena y ahora lo único que deseaba era sentarse, hablar y escuchar lo que ella tuviera que decir sobre algo que aún no sabía cómo llamar: quizá el desastre Pedrolli fuera la definición más adecuada.
—¿El farmacéutico de
campo
Sant'Angelo? —preguntó ella cuando él hubo acabado de referir los hechos, intentando seguir el orden cronológico, pero temiendo haberse embarullado.
Brunetti estaba sentado al lado de ella, con los brazos cruzados.
—¿Lo conoces?
—No; esa farmacia no me pilla de paso. Además, es uno de esos
campi
en los que casi nunca te paras. Sólo cruzas para ir a Accademia o a Rialto. Ni siquiera he entrado en la tienda que está al lado del puente, a comprar una de esas camisas de algodón.
Brunetti enfocó el
campo
en su plano mental de la ciudad, primero desde el puente y después desde la calle della Mandola. Un restaurante en el que no había comido nunca, una galería de arte, la inevitable agencia de la propiedad inmobiliaria, la
edicola
con el anuncio del chocolate Labrador. Lo sacó de sus divagaciones topográficas la voz de Paola que preguntaba:
—¿Tú crees que él haría eso? ¿Llamar a la gente para contar cosas de sus clientes?
—Yo pensaba que lo que las personas podían llegar a hacer tenía un límite —dijo Brunetti—. Pero ya no. Con los estímulos adecuados, todos somos capaces de cualquier cosa. —Se quedó escuchando el eco de sus propias palabras, comprendió en qué medida eran consecuencia de los sucesos del día y dijo rápidamente—: No; eso no es cierto, ¿verdad?
—Espero que no —respondió Paola—. Pero, ¿no ha tenido que prestar juramento, como los médicos, de no revelar ciertas cosas?
—Creo que sí. Pero ese hombre es muy listo para hacer eso abiertamente. No; bastaría con que llamara por teléfono para interesarse por la salud de una persona: «¿Daniela ya ha salido del hospital?» «¿Hará el favor de decir a Egidio que tiene que renovar la receta?» Y, si esas llamadas sacan a la luz algo embarazoso o vergonzoso, sólo sería porque el bueno del farmacéutico de la familia se interesaba por sus clientes.
Paola reflexionó un momento, se volvió hacia su marido y le puso la mano en el brazo.
—Y así es como debe de verse él. Si alguien le preguntara, él podría mantener ante la otra persona y ante sí mismo que sólo lo guiaba un exceso de celo.
—Probablemente.
—Cochino canallita.
—Como la mayoría de los moralistas —dijo Brunetti con fatiga.
—¿No puedes hacer nada respecto a eso, o respecto a él? —preguntó ella.
—Me parece que no —respondió Brunetti—. Una de las extrañas particularidades del asunto es que, por sórdidos y repugnantes que sean los hechos, la única ilegalidad que ha cometido Franchi es leer esos historiales, y él diría, y creería, que lo hacía por el bien de sus clientes. Como también Marcolini cumplía con su deber de buen ciudadano. Lo mismo que su hija, imagino. —Brunetti siguió pasando revista a los hechos—. Y la violencia que los
carabinieri
utilizaron con Pedrolli tampoco se considerará criminal. Aquella noche, tenían una orden judicial para efectuar arrestos. Llamaron a la puerta, pero los Pedrolli no les oyeron. Y Pedrolli admite haber atacado primero al
carabiniere.
—Cuánta aberración y cuánto sufrimiento —dijo Paola.
Se quedaron en silencio un rato. Finalmente, Brunetti se levantó, fue a la sala, recogió su ejemplar de las
Lettere dalla Russia
y volvió al estudio. En el poco rato que él había estado ausente, Paola se había esparcido sobre el sofá como el agua en el surco, con un libro en las manos, pero encogió las piernas para hacerle sitio.
—¿Son tus rusos? —preguntó al ver el libro.