—¿Tú crees que habrá
grappa
en el cielo? —preguntó Brunetti.
—Como no hay cielo, tampoco habrá
grappa
—respondió ella, y añadió—: Razón de más para beberla mientras podamos.
—Estoy indefenso ante la fuerza de tu lógica —dijo Brunetti, que vació el vasito y se lo devolvió.
—Regreso enseguida.
—Está bien. —Él cerró los ojos otra vez.
Brunetti, más que ver, sintió que Paola se levantaba del sofá. La oyó alejarse, andar por la cocina y volver a la sala. Más tintineo de cristal, gorgoteo de líquido y su voz que decía:
—Toma.
De pronto, él sintió curiosidad por averiguar cuánto rato podía permanecer con los ojos cerrados y extendió la mano agitando los dedos. Ella le dio el vasito, y él oyó otro tintineo, otro gorgoteo y notó que el sofá cedía al sentarse ella.
—Salute
—dijo Paola, y él bebió del vaso que no podía ver. Fue otro anticipo de cielo.
—Ahora cuenta —dijo él.
—Con mucho gusto —respondió Paola y, sin solución de continuidad, atacó—: Al principio, la gente creía que Pedrolli estaba incómodo y cohibido, temiendo que los demás se burlaran de él, pero cuando se dieron cuenta de que realmente estaba loco por su hijo, nadie pudo tomarlo a broma. Si algún comentario se hacía era benévolo, o así me lo han contado.
—¿Y la reconciliación entre Rhett y Escarlata, que decías que no era del todo satisfactoria?
—Yo sólo dije que me lo habían dicho —le rectificó ella—. Según varias personas, él siempre había sido el enamorado y ella la que se dejaba querer. Pero con el niño las cosas cambiaron.
—¿De qué manera? —preguntó él, intuyendo que la respuesta no sería la previsible, la de que la esposa desatendía al marido para volcarse en la criatura.
—Él transfirió su afecto al pequeño… o eso me han dicho —dijo ella, y Brunetti pudo comprobar una vez más el cuidado que tenía Paola en distanciarse de sus chismes.
—¿Y a quién transfirió su afecto la mujer? —preguntó él.
—Al niño no, por lo visto. Pero es comprensible, imagino, ya que no era suyo, y su marido empezaba a prestarle más atención que a ella.
—¿A pesar de que ella ya no deseara sus atenciones? —preguntó Brunetti.
Paola se inclinó hasta apoyar los codos en las rodillas de su marido.
—Eso no importa, Guido, y tú lo sabes.
—¿Qué no importa?
—Si las deseaba o no. Aún quería monopolizarlas.
—Eso no tiene sentido.
Como ella no decía nada, Brunetti abrió los ojos al fin y la miró. Vio que tenía la cara entre las manos y movía la cabeza de derecha a izquierda.
—Está bien. ¿Qué he dicho?
Ella lo miró fijamente.
—Aunque una mujer ya no desee las atenciones de su marido, no quiere que sean para otra persona —dijo.
—Pero si era su hijo, por Dios.
—Hijo de él —rectificó Paola, y añadió, recalcando las sílabas—: No de ellos, sino de él.
—Quizá ni eso —dijo Brunetti, y le habló del informe de los
carabinieri.
—No importa quién fuera el padre biológico —insistió Paola—. Para Pedrolli, el niño es hijo suyo. Y, por lo que me han dicho hoy, sospecho que ella nunca lo vio así.
¿Qué había contado Pedrolli a su esposa? Ella afirmaba que le había dicho la verdad, pero ¿cuál era la verdad? Brunetti imaginaba que la albanesa, ante la amenaza de ser deportada, habría dicho a las autoridades lo que le parecía que deseaban oír y haría que la mirasen con más benevolencia. Si declaraba que el
dottor
Pedrolli le había prometido educar al niño como a su propio hijo, esto podía ser un atenuante, aunque sólo fuera porque indicaba que había influido en ella el deseo de asegurar el porvenir de su hijo. Tenía que aducir este motivo, independientemente de si había recibido dinero a cambio, antes que reconocer que había vendido a su hijo, sin preocuparse de a qué manos iba a parar.
¿Y Pedrolli? ¿Quedaba condenado a la vida de los padres cuyos hijos son víctimas de verdaderos secuestros? ¿Vivir siempre con la duda de si el niño está vivo o muerto? ¿Siempre tratando de descubrir la cara recordada en la cara de cada niño, de cada adolescente, de cada hombre de su misma edad?
—«Oh, perder todo el padre que había en mí» —dijo Brunetti.
A Brunetti le estaba costando conciliar el sueño, y no era por la
grappa
sino porque no podía dejar de pensar en el niño Pedrolli. ¿Qué recuerdo le quedaría de aquellos primeros meses de vida? ¿Cómo le marcaría moralmente en el futuro el haber sido arrancado de un hogar en el que había conocido el cariño de una familia, y llevado a una institución pública?
En su duermevela, Brunetti se repetía que debía desentenderse, olvidar a Pedrolli, borrar de la memoria la imagen del hombre tendido en la cama del hospital y, sobre todo, olvidar al niño. Brunetti no estaba interesado en el aspecto legal ni en el biológico: le bastaba que Pedrolli hubiera reconocido al niño como hijo suyo y que la madre estuviera dispuesta a renunciar a él. Y que el médico amara al niño.
Lo que Brunetti no acababa de comprender eran los sentimientos de Bianca Marcolini, pero durante aquella larga noche de cavilaciones no se atrevió a despertar a Paola, que dormía plácidamente a su lado, para preguntarle qué debía de sentir una mujer. ¿Por qué había de saberlo Paola mejor que él? Si se lo preguntaba, probablemente, ella lo tacharía de machista: ¿por qué no ha de comprender un hombre los sentimientos de una mujer? Pero era esto precisamente lo que preocupaba a Brunetti: no haber visto en Bianca Marcolini ni asomo de lo que él creía que habían de ser los sentimientos de una mujer, creencia que, por cierto, seguramente le valdría las recriminaciones de su esposa. A juzgar por las impresiones recogidas por Paola, Bianca Marcolini no mostraba sentimientos maternales, algo que también al propio Brunetti había llamado la atención.
Poco antes de las seis, se le ocurrió una idea para tratar de descubrir algo más acerca de Bianca Marcolini y sus sentimientos hacia el niño. Entonces se durmió y, cuando despertó, la idea seguía presente. Se quedó mirando al techo. Sonaron tres campanadas: pronto serían las siete, y él se levantaría, haría café y traería una taza a Paola. Esta mañana ella tenía clase y le había pedido que la despertara antes de ir a trabajar.
Bueno, ahora era antes de ir a trabajar, ¿no?
—Paola —dijo. Esperó, volvió a llamarla y esperó un poco más.
Empezaron a sonar las campanadas de la hora. Brunetti lo interpretó como la señal de que ya podía despertarla. Se volvió, le puso la mano en el hombro y la sacudió suavemente.
—Paola —dijo otra vez.
Hubo un levísimo movimiento.
—Paola —repitió—. ¿Tu padre podría conseguirme una entrevista con Giuliano Marcolini?
Sonó la última campanada y el mundo se sumió otra vez en el silencio.
—Paola, ¿tu padre podría conseguirme una entrevista con Giuliano Marcolini?
El bulto de su lado se apartó. Él volvió a ponerle la mano en el hombro y el bulto se apartó más aún.
—Paola, ¿tu padre…?
—Si vuelves a decir eso, estrangulo a los niños.
—Son muy grandes.
Ella se revolvió y él pudo verle media cara, con ojo abierto.
—Te traeré café —dijo Brunetti amablemente, levantándose de la cama—. Y entonces hablaremos.
Le costó convencerla, pero al fin Paola accedió a llamar por teléfono a su padre para preguntarle si podría concertar la entrevista. Brunetti sabía que, en su calidad de policía, podía pedirla él mismo, pero comprendía que sería mejor recibido si la petición se hacía por mediación del
conte
Orazio Falier.
Paola dijo que llamaría a su padre por la tarde: el conde estaba en América del Sur y, antes de llamarle, ella tenía que averiguar dónde se encontraba exactamente, para calcular la diferencia horaria.
Brunetti, pensando en su suegro, se sintió momentáneamente desconcertado cuando, a media mañana, Vianello entró en su despacho anunciando:
—Pedrolli está en la lista.
Brunetti miró al inspector y preguntó:
—¿Qué lista?
—La del ordenador, la lista del
dottor
Franchi. Hace cuatro años que es cliente.
—¿De la farmacia?
—Sí.
—¿Pedrolli?
—Sí.
—¿Y Franchi ha visto su historial clínico? —Hasta este momento, Brunetti no reparó en la carpeta que Vianello traía en la mano.
—Aquí está todo —dijo el inspector, que se situó al lado de Brunetti, puso la carpeta en la mesa, la abrió y entresacó cuatro o cinco hojas del fajo que contenía. Brunetti vio párrafos cortos de letra muy pequeña, números y fechas. En la primera hoja, leyó términos en latín, más fechas y observaciones escuetas que no tenían sentido.
Vianello esparció los papeles en la mesa, para poder examinarlos al mismo tiempo.
—Abarca sólo siete años —dijo el inspector—. No se ha podido llegar más atrás.
—¿Por qué?
Vianello levantó una mano.
—¿Quién sabe? ¿Se extraviaron los archivos? ¿Aún no están informatizados? Elige.
—¿Lo has leído? —preguntó Brunetti.
—Los dos primeros párrafos —dijo el inspector, con la mirada en el tercero.
Juntos leyeron la primera hoja, la siguiente y las otras. Las visitas de Pedrolli a los especialistas en fertilidad habían empezado tres años antes, al cabo de un año de contraer matrimonio.
Al pie de dos de las hojas había lo que parecían informes de laboratorio: listas de nombres y columnas de números que no le decían nada. Brunetti reconoció las palabras «colesterol» y «glucosa», pero no tenía idea de lo que los números que aparecían a su lado significaban respecto de la salud de Pedrolli.
La última hoja era un informe enviado por e-mail a la ULSS por una clínica de Verona y fechado dos años atrás.
—«Probable malformación de los conductos espermáticos a causa de traumatismo sufrido en la adolescencia» —leyó Brunetti—. «Producción de esperma normal, esperma presente en testículos, pero la obstrucción de los conductos provoca esterilidad total.»
—Pobre hombre —dijo Vianello.
La vida sexual del individuo es la esencia, la savia que alimenta el cotilleo. Descartada ésta, apenas te queda algo que comentar acerca de tus semejantes, por lo menos, algo que tenga interés, aparte de su dinero, su trabajo o su salud. Estas cosas pueden interesar a ciertas personas, pero ninguna posee el poder de fascinación de la conducta sexual y sus consecuencias. La aventura de Pedrolli y el consiguiente nacimiento del niño —y no digamos la generosidad de la esposa al aceptarlo— forzosamente tenían que ir de boca en boca.
Pero aquí estaba la prueba de que Pedrolli, dijera lo que dijera la gente, no podía ser el padre de la criatura, por lo que tenía que haberla adquirido por algún otro medio. No tenías más que soplar a la policía la palabra «estéril», para hacer que Pedrolli estuviera entre las personas investigadas por adopción ilegal de un niño al que no podía haber engendrado. Puesto que en el certificado de nacimiento figuraba su nombre junto al de la madre, ésta podría ser localizada con facilidad, y sólo era cuestión de tiempo que las fuerzas del Estado acudieran a salvar al niño. Una persona virtuosa, amante de la legalidad, se sentiría casi obligada a denunciar el hecho a las autoridades, ¿no? A no ser, desde luego, que mediara el pago de cierta cantidad, quizá, a intervalos regulares.
Brunetti agavilló las hojas, procurando no desordenarlas.
—¿Qué más tenemos ahí? —dijo señalando la carpeta.
—Pucetti y yo hemos encontrado casos de VIH y rehabilitación de drogadicción, y hasta de un cirujano con antecedentes de hepatitis B.
—Toda una mina —dijo Brunetti.
—Eso me temo —respondió Vianello.
—¿Los habéis visto ya todos?
—No, sólo la mitad. Pero he subido en cuanto he visto que Pedrolli era uno de los clientes de esa farmacia.
—Bien —dijo Brunetti—. ¿Cuántos estáis trabajando en esto?
—Sólo Pucetti y yo.
—¿Cómo sabéis qué es lo que encontráis? —preguntó Brunetti golpeando los informes médicos con el dorso de la mano.
—Él trabaja con uno de los ordenadores. Cuando encuentra algo que no sabe qué quiere decir, lo busca en el diccionario de Medicina.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Está todo en un disco que nos envió el amigo, junto con las listas. Pensó que nos facilitaría las cosas.
—Qué atento —observó Brunetti.
—Sí —dijo Vianello sin convicción.
—Continúa, a ver qué más encuentras. Yo repasaré esto otra vez.
Vianello se apartó de la mesa, pero no parecía decidido a marcharse.
—Anda, anda —dijo Brunetti señalando hacia la puerta—. Yo bajaré enseguida.
Miró los papeles, pero sin interés: ya había averiguado lo que le interesaba, en la primera lectura. Miró por la ventana. De pronto, se le había olvidado no sólo la hora del día sino hasta la estación del año en que estaba. Se levantó, fue a la ventana y la abrió. El aire era fresco, la hierba del jardín de enfrente estaba mustia y polvorienta, ansiosa de la lluvia que ya se respiraba en el ambiente. El reloj señalaba casi la una. Brunetti recogió los papeles y bajó a la sala de los agentes, donde se enteró de que Vianello y Pucetti habían salido a almorzar. Paola también estaría fuera, por lo que no había que pensar en almorzar en casa. Tratando de no sentirse dolido porque sus colegas se hubieran ido sin avisarle, volvió a su despacho.
Marcó el número de Ettore Rizzardi, el forense, del Ospedale Civile, con intención de dejarle un mensaje, y lo sorprendió que contestara el médico.
—Soy yo, Ettore.
—¿Hmm?
—Tenga también usted muy buenas tardes,
dottor
Rizzardi —dijo Brunetti, procurando imprimir en su voz toda la jovialidad de que era capaz.
—¿De qué se trata, Guido? —preguntó el médico—. Ahora mismo estoy ocupado.
—¿Malformación de los conductos del esperma a causa de un traumatismo sufrido en la adolescencia?
—Nada de hijos.
—¿En un ciento por ciento?
—Probablemente. ¿Algo más?
—¿Puede operarse?
—Quizá. ¿Más preguntas?
—Personales, no médicas —respondió Brunetti—. Sobre Pedrolli, el pediatra.
—Ya sé quién es —dijo Rizzardi con aspereza—. Le han quitado al hijo.
—¿Qué sabe de cómo tuvo ese hijo?
—Me dijeron que fue en Cosenza.