Él se sentó y empezó a leer desde donde había terminado la noche antes. Paola estuvo un momento mirando su perfil, estiró las piernas por encima de las de él y siguió leyendo.
Al día siguiente el tiempo empeoró, con un brusco descenso de la temperatura, seguido de una lluvia torrencial, fenómenos que limpiaron las calles, primero, de turistas y, luego, de todo resto de suciedad. Horas después, las sirenas anunciaron la primera
acqua alta
del otoño, agravada por una violenta
bora
que entró del noreste.
Un malhumorado Brunetti, provisto de paraguas, sombrero, botas e impermeable, llegó a la
questura
y se paró en la entrada, ofreciendo lo que él consideraba una
brutta figura,
para sacudirse el agua como un perro. Al mirar en derredor, observó que el suelo estaba mojado, por lo menos, en un metro a la redonda. Andando pesadamente y sin ganas de hablar con nadie, subió a su despacho.
Dejó el paraguas apoyado en la pared detrás de la puerta. Si se escurría agua al parquet, allí no se vería. Colgó el impermeable en el
armario,
arrojó el empapado sombrero al estante superior y se sentó para quitarse las botas. Cuando por fin se instaló detrás de su mesa estaba sudoroso e irritado.
Sonó el teléfono.
—¿Sí? —contestó con singular hosquedad.
—¿Cuelgo y vuelvo a llamar cuando haya tenido tiempo de salir a tomar café? —preguntó Bocchese.
—Daría lo mismo y, probablemente, antes de llegar al bar me llevaría el
acqua alta.
—¿Tan fuerte viene? —preguntó el técnico—. Yo he llegado temprano y aún no estaba muy mal.
—Se calcula que alcanzará el máximo dentro de una hora. Y sí, es fuerte.
—¿Se ahogará algún turista?
—No me tiente, Bocchese. Ya sabe que tenemos los teléfonos intervenidos y lo que digamos puede ser denunciado a la Junta de Turismo. —De pronto, se sintió más animado, ya fuera por la insólita jovialidad de Bocchese o por la idea del turista ahogado—. ¿Qué tiene que decirme?
—VIH —dijo el técnico y, agregó en el silencio resultante—: Tengo muestras de sangre seropositiva. Para ser más exactos, tengo los resultados del laboratorio, ¡por fin!, según los cuales la muestra que les envié es B negativo, un tipo relativamente raro y VIH positivo, lo cual es menos raro de lo que sería de desear.
—¿La sangre de la farmacia?
—Sí.
—¿Se lo ha dicho a alguien?
—No. Acabo de recibir el e-mail. ¿Por qué?
—No hay razón. Hablaré con Vianello.
—No será suya la sangre, ¿verdad? —dijo Bocchese con voz neutra.
La pregunta afectó de tal modo a Brunetti que no pudo menos que gritar:
—¡¿Qué dice?!
Siguió un largo silencio al otro extremo y Bocchese dijo con voz contrita:
—No he querido decir eso. Con una sola muestra, no se puede saber de quién es.
—Pues dígalo así —dijo Brunetti, todavía gritando—. Y no gaste esas bromas. No tienen gracia —añadió con voz áspera, sorprendido por el acceso de cólera que le había provocado el técnico.
—Perdón —dijo Bocchese—. Es deformación profesional, supongo. Sólo vemos trocitos de personas, muestras de personas, y a veces bromeamos sobre ellas, olvidando a las personas.
—Está bien —dijo Brunetti y, en tono más sereno—: Hablaré con él.
—No le… —empezó el técnico, pero Brunetti cortó:
—Le diré que tenemos los resultados —y suavizando la voz, añadió—: No se preocupe. Es todo lo que le diré. Veremos si coincide con la sangre de alguna de las personas de la lista.
Bocchese le dio las gracias, se despidió cortésmente y colgó.
Brunetti bajó en busca de Vianello.
Les bastaron unos minutos para encontrar la concordancia de la sangre y un par de llamadas telefónicas para descubrir el posible móvil. Piero Cogetto era un abogado recién separado de su compañera, también abogada, con la que había vivido durante siete años. No tenía antecedentes de consumo de drogas y nunca había sido arrestado.
Una vez Vianello tuvo ese indicio, con otras dos llamadas pudo completar la historia: al enterarse de que Cogetto era seropositivo, su compañera lo dejó. Ella decía que se había separado de él por su infidelidad, no por la enfermedad, pero los que la conocían recibían la explicación con escepticismo. La segunda persona con la que habló Vianello dijo que la mujer siempre había mantenido que se había enterado de la enfermedad de Cogetto porque alguien se lo mencionó por error.
Después de informar de sus averiguaciones a Brunetti y Pucetti, Vianello preguntó:
—¿Qué hacemos ahora?
—Siendo seropositivo no puede ir a la cárcel —dijo Brunetti—. Pero si, por lo menos, conseguimos que confíese que causó los destrozos de la farmacia, podremos cerrar el caso del vandalismo y darlo por resuelto. —Entonces se dio cuenta de que estaba hablando como Patta y agradeció que los otros no lo mencionaran.
—¿Crees que lo admitirá? —preguntó Vianello.
Brunetti se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Las muestras de sangre coinciden, y una prueba de ADN confirmaría la coincidencia. Pero es abogado, y sabe que siendo seropositivo no podemos hacerle nada. —De pronto, sintió cansancio y deseó que todo aquello hubiera terminado.
—Si fue él, yo lo comprendería —dijo Pucetti.
—¿Y quién no? —convino Vianello, aceptando tácitamente la idea de que el
dottor
Franchi era la persona que había cometido el «error»—. Iré a hablar con él, si quieres —se ofreció, dirigiéndose a Brunetti. Y a Pucetti—: Podrías venir, y así verías lo que es hablar con una persona que sabe que no puede ser arrestada.
—De ésas las hay a montones —dijo Pucetti con gesto impasible.
Le gustaba estar aquí, en el laboratorio, trabajando, preparando las fórmulas que ayudarían a las personas a recuperar la salud. Le gustaba el método, botes y frascos, alineados en el orden preciso, obedientes a su voluntad, según el procedimiento que él consideraba óptimo. Le gustaba la sensación que experimentaba al desabrocharse la bata para sacar, del bolsillo del chaleco, la llave del armario. Siempre vestía traje completo, dejaba la americana en el despacho, colgada de una percha, y se ponía la bata encima del chaleco. Jersey, nunca: chaleco y corbata. ¿Cómo iba el público a saber que él era un profesional, un
dottore,
si no se presentaba vestido correctamente?
Los otros no pensaban así. Él ya había comprendido que no tenía poder para imponer a rajatabla sus normas en materia de indumentaria, pero no transigía con que las mujeres llevaran la falda más corta que la bata, había prohibido las bambas a todo el personal y sólo toleraba las sandalias a las mujeres, y en verano. Un profesional debía vestir como es debido. Adónde iríamos a parar si no.
Deslizó la cadena de oro entre los dedos hasta encontrar la llave del armario de tóxicos. Se puso en cuclillas y abrió la puerta metálica, escuchando con agrado el suave chasquido de la cerradura. ¿Había en Venecia otro farmacéutico que se tomara tan en serio su responsabilidad para con los clientes? Recordaba que, años atrás, había visitado a un colega que le había invitado a pasar al cuarto de los preparados. Cuando ellos entraron, el cuarto estaba vacío y él había visto que la puerta del armario de los tóxicos estaba abierta y con la llave en la cerradura. Había tenido que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de señalar el grave riesgo que suponía semejante negligencia. Allí podía entrar cualquiera: un niño que se suelta de la mano de su madre, un descuidero, un drogadicto… y Dios nos libre de lo que podía ocurrir. ¿Era una película o era una novela, en la que una mujer entra en una farmacia y se traga arsénico que alguien ha dejado olvidado? U otro veneno, no recordaba cuál. De todos modos, la mujer era mala, por lo que quizá le estuvo bien empleado.
Sacó el frasco del ácido sulfúrico, enderezó las piernas y lo depositó cuidadosamente en el mostrador. Luego, despacio, lo arrimó a la pared, para mayor seguridad. Repitió la operación con otros frascos, que fue alineando, con las etiquetas hacia adelante, claramente legibles. Eran envases pequeños: arsénico, nitroglicerina, belladona y cloroformo. Puso dos a la derecha y dos a la izquierda del ácido, de manera que la etiqueta de la calavera y las tibias quedara bien a la vista. La puerta del laboratorio estaba cerrada, como la tenía siempre: los otros sabían que debían llamar y pedir permiso antes de entrar. Él así lo había dispuesto.
La receta estaba en el mostrador. Hacía años que la
signora
Basso padecía aquella dolencia gástrica, y él había preparado la fórmula ocho veces por lo menos, de manera que en realidad no necesitaba mirar la receta, pero un buen profesional no juega con estas cosas, y menos tratándose de algo tan delicado. Sí; las dosis eran las mismas: ácido clorhídrico y pepsina en proporción de una parte por dos, veinte gramos de azúcar y doscientos cuarenta gramos de agua. Lo que variaba de una a otra receta era el número de gotas que el
dottor
Prina prescribía para tomar después las comidas y que dependía del resultado de cada análisis. Él era responsable de la exacta elaboración de la solución que debía suplir, en el estómago de la
signora
Basso, la falta de jugos gástricos.
La pobre mujer llevaba años sufriendo aquella afección que, según el
dottor
Prina, era cosa de familia, y merecía toda su atención y simpatía, no sólo por ser también feligresa de la parroquia de Santo Stefano y miembro de la cofradía del Rosario, lo mismo que su madre, sino también porque, además de cumplir con sus obligaciones de buena cristiana, soportaba su cruz en silencio. No era como aquel glotón de Vittorio Priante, con su papada y sus pies planos. Cuando entraba en la farmacia, no sabía hablar más que de comida, comida y comida, de vino y de
grappa,
y más comida. Seguro que había mentido al médico acerca de sus síntomas, para que le recetara la solución ácida para la digestión. O sea que, además de glotón, era embustero.
Pero la profesión imponía estas obligaciones a quien pretendía ejercerla escrupulosamente. Él podía alterar la solución, haciéndola más fuerte o más suave, pero eso sería traicionar su sagrada tarea. Por mucho que el
signor
Priante mereciera ser castigado por sus excesos y sus mentiras, el castigo estaba en las manos de Dios y no en las suyas. Sus clientes recibirían de él la atención que había jurado dedicarles; nunca permitiría que su criterio personal condicionara su trabajo. Eso sería antiprofesional, inconcebible. No obstante, el
signor
Priante debería emular su templanza en la mesa. Su madre se la había inculcado, al igual que la moderación en todo. Hoy, martes, cenarían
gnocchi,
que ella hacía con sus propias manos, pechuga de pollo a la plancha y una pera. Nada de excesos. Y un vasito de vino, blanco.
Por inmoral, por lasciva que fuera la conducta de sus clientes, él no consentiría que sus principios éticos afectaran a su conducta profesional. Nunca se le ocurriría faltar a su juramento, ni siquiera en un caso como el de la hija de la
signora
Adami, una niña de quince años a la que ya habían recetado medicamentos contra enfermedades venéreas en dos ocasiones. Ello sería, además de pecado, una falta de profesionalidad, y ambas cosas eran anatema para él. Pero la madre tenía derecho a saber el camino que llevaba su hija y adónde podía conducirla. Una madre debe velar por la pureza de su hija, eso era indiscutible. Por consiguiente, él tenía la obligación de procurar que la
signora
Adami conociera los peligros a los que se exponía la jovencita; era un deber moral, el cual nunca podía disociarse de su deber profesional.
Era indignante pensar en un sujeto como Gabetti, deshonra de toda la profesión, por su codicia. ¿Cómo podía ser capaz de traicionar la confianza que el sistema sanitario había depositado en él, programando visitas falsas? Y qué escándalo que unos doctores, doctores en Medicina, se prestaran a semejante corruptela.
Il Gazzettino
de esta mañana daba la noticia en primera plana, con una foto de la farmacia de Gabetti. ¿Qué pensaría la gente de los farmacéuticos, si uno de ellos era capaz de semejante ruindad? Y, una vez más, la ley sería burlada. El hombre era muy viejo para ser enviado a la cárcel, y todo se resolvería discretamente. Una pequeña multa, quizá la inhabilitación, pero no sería castigado, y esta clase de delitos, como todos los delitos, merecían castigo.
Abrió uno de los armarios superiores y bajó un bol de cerámica, el mediano, que solía usar para las mezclas de 250 cc. De uno de los armarios de abajo sacó un frasco vacío color marrón y lo dejó en el mostrador. Tomó unos guantes de látex del armario superior y se los puso. Del armario de los tóxicos extrajo la botella de ácido clorhídrico, la depositó en el mostrador, desenroscó el tapón de vidrio y lo dejó en una fuente de cristal que tenía para este fin.
La química no es un proceso aleatorio, reflexionaba, sino que sigue las leyes establecidas por Dios, al igual que toda la Creación. Seguir esas leyes es participar, en pequeña escala, del poder que Dios ejerce sobre el mundo. Mezclar sustancias por el debido orden —primero ésta, luego la otra— es seguir el plan de Dios, y dispensarlas a los pacientes es hacer que cumplan la función que Él les ha asignado.
La jeringuilla estaba en el cajón de arriba, en su envoltorio de plástico transparente, lista para su único uso. Él rompió la bolsa; accionó el émbolo un par de veces arriba y abajo, aspirando y expulsando aire para comprobar el buen deslizamiento; insertó la aguja en el frasco del ácido, que sujetaba con firmeza por la base con la mano izquierda; y, lentamente, tiró del émbolo, inclinando la cabeza para leer las cifras del costado. Con cuidado, sacó la aguja, la enjugó en la boca del frasco y la situó sobre el bol de cerámicas. Quince gotas, ni una más.
Contaba once cuando oyó ruido a su espalda. ¿La puerta? ¿Quién abriría sin llamar? No podía apartar la mirada del extremo de la jeringuilla, porque si se descontaba tendría que limpiar el bol y empezar de nuevo, y no quería verter ni aun aquella ínfima cantidad de ácido en los desagües de la ciudad. No faltarían los que se rieran de tantas precauciones, pero quién sabía el daño que podían causar quince gotas de ácido clorhídrico.
La puerta se cerró, más suavemente de como se había abierto, en el momento en que la última gota caía en el bol. Al girarse, vio a uno de sus clientes, aunque más que cliente podía considerarlo colega, ¿no?