—¿Cómo se llama usted? —inquirió.
—Guido Brunetti, comisario de policía. La acción en la que su marido ha resultado lesionado… —Vio que ella iba a protestar, pero continuó—… era de los
carabinieri,
no nuestra. Que yo sepa, no habíamos sido informados previamente. —Quizá no debía haberle dicho esto, pero pretendía desviar su indignación e inducirla a hablar con él.
El intento fracasó, porque ella volvió al ataque inmediatamente, aunque por duras que fueran sus palabras, la voz no pasaba de un susurro.
—¿Quiere decir que esos gorilas pueden entrar en la ciudad cuando se les antoje, meterse en nuestras casas, secuestrar a nuestros hijos y dejar a un hombre tendido en el suelo en ese estado? —Se volvió a señalar a su marido, y el ademán, lo mismo que las palabras, parecieron a Brunetti intencionadamente dramáticos. Por mucha compasión que sintiera hacia Pedrolli y su esposa, no se permitía a sí mismo olvidar, al parecer, a diferencia de ella, que ambos estaban acusados de adopción ilegal y que su marido estaba bajo arresto.
—Signora,
no deseo molestar a su marido. —La mujer pareció ablandarse, por lo que él prosiguió—: Si encuentro a una enfermera que pueda quedarse a vigilarlo, ¿querrá salir al pasillo a hablar conmigo?
—Si es capaz de encontrar a una enfermera en este hospital, sabe más que yo. No he visto a nadie desde que me han traído —dijo, todavía furiosa—. Se desentienden de él.
La prudencia aconsejó a Brunetti no responder. Se limitó a alzar la mano en ademán de apaciguamiento. El
carabiniere
seguía sentado en el pasillo y ni levantó la mirada cuando Brunetti salió de la habitación. Por el fondo, llegaban las enfermeras del turno de día, dos mujeres de mediana edad, con el uniforme de la enfermera de hoy: pantalón vaquero y jersey debajo de la bata blanca. Una, la más alta, calzaba zapatos rojos. Su compañera tenía el pelo blanco.
Él sacó la credencial y se la mostró.
—He venido por el caso del
dottor
Pedrolli —dijo.
—¿Y para qué? —preguntó la más alta—. ¿No le parece que ya han hecho bastante?
La de más edad puso la mano en el antebrazo de su compañera, como si temiera que ella y Brunetti fueran a enzarzarse a puñetazos, y dijo, tirándole de la manga con energía:
—Ten cuidado, Gina —y a Brunetti—: ¿Qué desea? —Su tono era menos agresivo, pero también ella parecía acusar a Brunetti de complicidad en el golpe que había puesto al
dottor
Pedrolli en la habitación situada a la mitad del pasillo.
Reacia a dejarse aplacar, la llamada Gina resopló, pero ahora, por lo menos, escuchaba, así que Brunetti prosiguió:
—He venido al hospital a las tres de la mañana, para ver a un hombre al que creía víctima de una agresión. Mis hombres no han tenido nada que ver.
La mayor parecía dispuesta a creerle, lo que relajó la tensión.
—¿Lo conoce? —preguntó el comisario dirigiéndose a ella únicamente. La mujer asintió.
—Trabajé en Pediatría hasta hace dos años. Créame, el
dottor
Pedrolli es una excelente persona. De lo mejor. A veces pienso que era el único que se preocupaba realmente por los niños o, por lo menos, el único que hacía como si fuera importante escucharles y hablar con ellos. Pasaba aquí la mayor parte del tiempo; acudía a la más mínima. Todos sabíamos que, si algo ocurría durante la noche, había que llamarlo a él. Nunca te daba motivo para pensar que no debías haberlo llamado.
Brunetti sonrió ante esta descripción y miró a la otra mujer.
—¿También usted lo conoce, enfermera?
Ella movió la cabeza negativamente. La mayor le oprimió el brazo.
—Vamos, Gina, pues claro que lo conoces —dijo, y la soltó.
Gina dijo, dirigiéndose a su compañera:
—Nunca he trabajado con él, Sandra. Sí —agregó entonces volviéndose hacia Brunetti—, lo he visto por el hospital, en el bar y en los pasillos, pero no recuerdo que hayamos hablado, como no sea para decir buenos días. —Al observar que Brunetti movía la cabeza de arriba abajo, añadió—: Pero he oído hablar de él, como todos, supongo. Es un buen hombre.
—Y un buen médico —añadió Sandra. Ni Brunetti ni Gina parecían dispuestos a decir algo, y cambió de tema—. He leído la ficha. No saben lo que tiene. Damasco quiere hacerle más radiografías y un TAC esta mañana: eso ha anotado antes de irse a casa.
Brunetti, que sabía que podría conseguir el informe médico más adelante, preguntó a Gina:
—¿Usted conoce a la esposa?
La pregunta sorprendió a la mujer, que respondió en tono formal:
—No. Es decir, sólo he hablado con ella por teléfono, un par de veces. —Miró a la puerta de la habitación de Pedrolli—. Ahora está con él, ¿verdad?
—Sí —respondió Brunetti—. Y agradecería que, de ser posible, una de ustedes estuviera con él mientras yo hablo con ella aquí fuera.
Las dos mujeres se miraron y Sandra dijo:
—Yo entraré.
—Está bien —dijo Gina, que se fue dejando a Brunetti con su compañera.
Él precedió a la mujer hasta la puerta, llamó con los nudillos y entró. La esposa de Pedrolli seguía donde él la había dejado, al lado de la cama, mirando a su marido.
Ella se volvió un momento en dirección a los recién llegados y, al ver la bata blanca de la enfermera, preguntó:
—¿Sabe cuándo vendrá un médico? —Aunque las palabras eran bastante neutras, el tono indicaba que temía tener que esperar varios días.
—La visita empieza a las diez,
signora
—respondió la enfermera llanamente.
La esposa de Pedrolli miró el reloj, apretó los labios y dijo a Brunetti:
—Tenemos tiempo de sobra para hablar. —Rozó el dorso de la mano derecha de su marido y se apartó de la cama.
Brunetti dio un paso atrás para dejar que ella lo precediera y cerró la puerta. La mujer miró al
carabiniere
y luego a Brunetti, dando a entender que él era responsable de la presencia de aquel hombre, pero no dijo nada. El pasillo terminaba en un ventanal que daba a un patio en el que había un pino raquítico, tan torcido que algunas ramas rozaban el suelo, y daba la impresión de que crecía en sentido horizontal.
Al llegar a la ventana, él dijo:
—Me llamo Guido Brunetti,
signora.
—No le tendió la mano.
—Bianca Marcolini —dijo ella, medio vuelta hacia la ventana, mirando al árbol.
Como si no reconociera el apellido, Brunetti dijo:
—Me gustaría hablar de lo ocurrido esta noche,
signora,
si me lo permite.
—No estoy segura de que haya mucho que decir, comisario. Dos hombres con pasamontañas irrumpieron en nuestro domicilio, acompañados por otro hombre. Iban armados. Golpearon a mi marido dejándolo en ese estado —dijo, señalando a la habitación con un movimiento brusco. Y añadió con voz áspera—: Y se llevaron a nuestro hijo.
Brunetti no sabía si aquella mujer trataba de provocarlo, al seguir hablándole como si él fuera responsable de lo ocurrido, pero preguntó sencillamente:
—¿Podría decirme qué recuerda de lo ocurrido,
signora
?
—Acabo de decirle lo que sucedió. ¿No me escuchaba, comisario?
—Sí —respondió él—. Ya me lo ha dicho. Pero necesito más detalles,
signora.
Necesito saber qué se dijo, si los hombres que entraron en su casa se identificaron como
carabinieri,
y si atacaron a su esposo sin ser provocados. —Brunetti se preguntaba por qué llevarían pasamontañas los
carabinieri
; normalmente, sólo los llevaban si había posibilidad de que fueran fotografiados e identificados. Lo cual no parecía probable, durante el arresto de un pediatra.
—Pues claro que no nos dijeron quiénes eran —dijo ella alzando la voz—. ¿Imagina que mi marido habría tratado de pelear con ellos si lo hubieran dicho? —Él observó su expresión mientras ella rememoraba la escena del dormitorio—. ¡Si hasta me dijo que llamara a la policía, por Dios!
Sin rectificarla por confundir a los
carabinieri
con la policía, Brunetti preguntó:
—¿Tenían su marido o usted motivos para esperar su visita,
signora
?
—No sé a qué se refiere —respondió ella airadamente, quizá tratando de eludir la respuesta con el tono.
—Trataré de expresarme con más claridad. ¿Existe alguna razón por la que usted o su marido pudieran creer que la policía o los
carabinieri
estarían interesados en ustedes o en contactar con ustedes? —Aún no había terminado de hablar cuando Brunetti comprendió que había elegido una mala palabra, una palabra que no podía dejar de indignarla.
No se equivocaba.
—«Contactar» con nosotros —resopló ella sin poder contenerse. Se apartó un paso de la ventana y levantó una mano. Apuntándole con el dedo, dijo con una voz cargada de indignación—:
¡Contactar!
Eso no fue un contacto,
signore,
fue un ataque, un asalto, un atropello. —Ella se interrumpió, y Brunetti vio que la piel que rodeaba sus labios estaba muy blanca, en contraste con el resto de la cara, que, repentinamente, se había teñido de rojo. La mujer dio un paso hacia él, pero se tambaleó. Apoyó una mano en el alféizar de la ventana, encajando el codo en el ángulo, para no caer.
Al instante Brunetti estuvo a su lado sujetándola del brazo mientras ella se sentaba a medias en el alféizar. Él siguió sosteniéndola. La mujer cerró los ojos y se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas y la cabeza colgando.
A mitad del pasillo, Sandra asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Pedrolli, pero Brunetti levantó una mano con gesto tranquilizador y la enfermera se retiró. La mujer que estaba a su lado aspiró ronca y profundamente varias veces, sin levantar la cabeza.
Por el fondo del pasillo apareció un hombre con bata blanca, pero tenía la atención puesta en un papel que llevaba en la mano y no vio, o hizo como si no viera, a Brunetti y la mujer. Entró en una habitación sin llamar.
Pasó un rato y, finalmente, la
signora
Marcolini se puso en pie, aunque sin abrir los ojos. Brunetti le soltó el brazo.
—Gracias —dijo ella, respirando todavía con fatiga. Con los ojos cerrados, dijo—: Ha sido terrible. Me despertó el ruido. Gritos de hombres, y vi que uno golpeaba a Gustavo no sé con qué, y él caía al suelo, y entonces Alfredo se puso a chillar, y yo creí que habían venido a atacarnos. —Abrió los ojos y miró a Brunetti—. Creo que nos hemos vuelto un poco locos. De miedo.
—¿Miedo de qué,
signora
? —preguntó Brunetti con suavidad, confiando en que su pregunta no volviera a provocar su cólera.
—De que nos arrestaran —dijo ella.
—¿Por lo del niño?
Ella bajó la cabeza, pero él la oyó responder:
—Sí.
—¿Quiere hablarme de eso,
signora
? —preguntó Brunetti. Miró al pasillo y vio que el hombre de la bata blanca salía de la habitación a mano izquierda y se alejaba hacia las vidrieras dobles del fondo. El hombre las cruzó, giró hacia un lado y desapareció.
La experiencia aconsejaba a Brunetti permanecer quieto hasta que su presencia se convirtiera en una parte casi imperceptible del entorno de la mujer. Transcurrió un minuto, luego otro. Él seguía mirando hacia el pasillo, pero estaba pendiente de la mujer.
Al fin ella dijo con voz más suave:
—No podíamos tener hijos. Ni podíamos adoptar. —Otra pausa y añadió—: En cualquier caso, cuando se hubiera terminado el papeleo y nos hubieran aceptado, los únicos niños que nos habrían dado serían…, en fin, serían mayores. Y nosotros queríamos… —dijo ella, y Brunetti se preparó para oír lo que iba a decir la mujer—… un recién nacido. —Lo dijo serenamente, como si no se diera cuenta del patetismo de sus palabras, y a Brunetti eso le pareció aún más patético.
Él seguía sin mirarla; sólo se permitió mover la cabeza de arriba abajo, sin decir nada.
—Mi hermana no está casada, pero la hermana de Gustavo tiene tres hijos —dijo ella—. Y su hermano, dos. —Ella lo miró, como espiando su reacción a esta confesión de su frustración, y prosiguió—: Entonces alguien del hospital, no sé si fue uno de sus colegas o un paciente, habló a Gustavo de una clínica particular. —Hizo otra pausa. Él esperó, sin decir nada—: Fuimos a la clínica, nos hicieron pruebas y… resultó que había problemas. —La revelación de la naturaleza de la visita violentaba a Brunetti tanto como si hubiera sido sorprendido leyendo correspondencia ajena.
Distraídamente, ella frotaba con la punta del zapato un gran arañazo que un carro o algún objeto pesado había dejado en las baldosas. Sin levantar la mirada, prosiguió:
—Los dos teníamos problemas. De haber sido uno solo, aun habría sido posible. Pero siendo los dos… —Brunetti dejó que la pausa se prolongara hasta que ella agregó—: Él vio los resultados. No quería decírmelos, pero le obligué.
Su profesión había hecho de Brunetti un maestro de las pausas: era capaz de distinguir unas de otras como un director de orquesta distingue los tonos de los distintos instrumentos de cuerda. Está la pausa absoluta, casi beligerante, que hay que romper a fuerza de apremios o amenazas. Está la pausa especulativa, en la que el que ha hablado mide el efecto de sus palabras en el oyente. Y está la pausa por fatiga extrema, que hay que respetar, hasta que la persona recupera el control de sus emociones.
Creyendo encontrarse ante una pausa del tercer tipo, Brunetti guardó silencio, seguro de que ella seguiría hablando. Se oyó un sonido en el corredor, un quejido, o el grito de un durmiente. Cuando cesó, el silencio pareció expandirse hasta llenar el vacío.
Brunetti miró a la mujer y movió la cabeza de arriba abajo, gesto que podía interpretarse lo mismo como asentimiento que como invitación a que siguiera hablando. Al parecer, ella lo tomó en ambos sentidos y prosiguió:
—Cuando tuvimos los resultados, nos resignamos. A no ser padres. Pero luego, creo que fue pocos meses después de haber ido a la clínica, Gustavo dijo que estaba pensando en la posibilidad de hacer una adopción particular.
A Brunetti le parecía que ella recitaba una declaración preparada de antemano.
—Comprendo —dijo en tono neutro—. ¿Qué clase de posibilidad?
Ella movió la cabeza negativamente y dijo casi en un susurro:
—Eso no me lo explicó.
Aunque Brunetti lo dudaba, no hizo comentario alguno.