—¿Por nosotros? —preguntó Brunetti, atónito.
—No; por los
carabinieri
. Han reventado la puerta. Iban a arrestarlo. El capitán que estaba al mando dice que atacó a uno de ellos. —Brunetti entornó los ojos mientras el inspector añadía—: Pero es lo que se dice siempre, ¿no?
—¿Cuántos eran? —preguntó Brunetti.
—Cinco —respondió Vianello—. Tres en la casa y dos fuera, de refuerzo.
Brunetti se puso en pie.
—Estaré ahí dentro de veinte minutos. —Entonces preguntó—: ¿Sabes a qué iban?
Vianello titubeó antes de responder:
—Iban a llevarse a su hijo. Tiene dieciocho meses. Dicen que lo adoptó ilegalmente.
—Veinte minutos —repitió Brunetti colgando el teléfono.
No miró la hora hasta que ya cerraba la puerta. Las dos y cuarto. Al salir a la calle y sentir el primer fresco del otoño, se alegró de haberse puesto el abrigo. Torció a la derecha en dirección a Rialto. Pudo haber pedido la lancha, pero nunca se sabía lo que tardaría en acudir, mientras que, yendo a pie, podía estar seguro del tiempo que invertiría en el trayecto.
Caminaba pensativo, sin ver la ciudad que lo envolvía. Cinco hombres, para llevarse a un niño de dieciocho meses. Era de presumir, especialmente si el hombre estaba en el hospital con una lesión cerebral, que no habían llamado al timbre y preguntado cortésmente si podían entrar. El propio Brunetti había intervenido en muchas redadas de madrugada y sabía el pánico que causan. Si a criminales curtidos se les afloja el vientre al verse asaltados por hombres armados, cuál sería la reacción de un médico, tanto si había hecho una adopción ilegal como si no. Y los
carabinieri
… Demasiado había visto Brunetti cómo muchos de ellos disfrutaban dando patadas a las puertas e intimidando a la gente, como si Mussolini estuviera todavía en el poder y nadie pudiera oponerse a su terrible autoridad.
Al cruzar Rialto, Brunetti iba tan ensimismado que ni se acordó de mirar a uno y otro lado sino que bajó rápidamente hacia la calle de la Bissa. ¿Por qué hacían falta cinco hombres y cómo se habían desplazado hasta allí? Habrían necesitado una embarcación. Y ¿con qué autoridad llevaban a cabo semejante acción en esta ciudad? ¿A quién se había informado y, si se había dado parte, por qué a él no se le había comunicado?
El
portiere
parecía dormir detrás de la ventanilla de su despacho; por lo menos, no levantó la cabeza cuando Brunetti entró en el hospital. Indiferente a la magnificencia del vestíbulo, aunque sensible al brusco descenso de la temperatura, Brunetti avanzó primero hacia la derecha, después hacia la izquierda y nuevamente hacia la izquierda hasta llegar a las puertas automáticas de Urgencias, que se deslizaron hacia uno y otro lado al aproximarse él. Después de las segundas puertas, el comisario sacó su credencial y se acercó al empleado de bata blanca que estaba detrás del tabique de vidrio.
El hombre, grueso, de cara redonda con una expresión más jovial de lo que la hora y las circunstancias hacían prever, miró el documento, sonrió a Brunetti y dijo:
—Al fondo a la izquierda,
signore.
Segunda puerta de la derecha. Allí está.
Brunetti dio las gracias y siguió las indicaciones. Golpeó la puerta con los nudillos y entró. El comisario no conocía al hombre con uniforme de campaña que estaba en la litera, pero reconoció el uniforme del que se hallaba de pie junto a la ventana. Una mujer con bata blanca, sentada al lado de la litera, aplicaba una tira de esparadrapo de plástico cruzada sobre la nariz del hombre. Luego, bajo la mirada de Brunetti, cortó otra tira y la puso paralela a la primera. Los esparadrapos sujetaban un grueso vendaje sobre la nariz taponada con algodones. Brunetti observó que el hombre ya tenía círculos oscuros debajo de los ojos.
El otro hombre estaba apoyado en la pared, cruzado de brazos y de piernas, observando la escena. Llevaba las tres estrellas de capitán y botas altas y negras, más aptas para cabalgar en un caballo que en una Ducati.
—Buenos días,
dottoressa
—dijo Brunetti cuando la mujer levantó la cabeza—. Soy el comisario Guido Brunetti y le agradecería que me explicara qué sucede.
Brunetti esperaba que el capitán lo interrumpiera, y se sintió sorprendido y un poco decepcionado por el silencio del hombre. La doctora se volvió de nuevo hacia el herido y oprimió varias veces los extremos del esparadrapo, para fijarlos a la cara.
—Déjelo así durante dos días por lo menos. El cartílago está desviado, pero seguramente se enderezará por sí mismo. Sólo tenga cuidado. Quítese el algodón esta noche antes de acostarse. Si se afloja el vendaje o si sangra, vaya al médico o vuelva al hospital. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo el herido, en un tono más sibilante de lo normal.
El hombre se asió a la mano que le tendía la doctora mientras ponía los pies en el suelo y se levantaba, apoyándose en la litera con la otra mano. Tardó un momento en encontrar el equilibrio. Ella se agachó para mirar las torundas de algodón que le taponaban las fosas nasales, y debió de encontrarlas en orden, porque se irguió y dio un paso atrás.
—Aunque no haya incidencias, vuelva dentro de tres días para que le eche un vistazo. —El hombre asintió con cautela y pareció ir a decir algo, pero ella lo atajó—. No debe preocuparse. Todo irá bien.
El hombre miró un momento al capitán y luego a la doctora.
—Soy de Verona,
dottoressa
—dijo con voz ronca.
—En tal caso, vaya a su médico dentro de tres días, o si sangra —dijo ella rápidamente—. ¿De acuerdo?
El hombre asintió y miró a su superior.
—¿Y el servicio, capitán?
—No creo que sea de mucha utilidad con eso —dijo el capitán señalando el vendaje, y agregó—: Hablaré con su sargento. —Y a la doctora—: Si extiende un certificado,
dottoressa
, él podrá tener unos días de baja.
Algo, quizá el mero sentido de lo teatral o el hábito de la suspicacia, hizo que Brunetti se preguntara si el capitán se habría mostrado tan benévolo de no haber estado él allí de testigo y no haberse identificado como comisario de policía.
La doctora se sentó al escritorio y se acercó un bloc. Escribió unas líneas, arrancó la hoja y la dio al herido, que la tomó, le dio las gracias, saludó al capitán y salió de la habitación.
—Me han dicho que han traído a otro hombre,
dottoressa
—dijo Brunetti—. ¿Puede indicarme dónde está?
Ella era joven, muy joven para ser médico. No era muy bonita, pero tenía una cara agradable, de las que dan buen resultado, una de esas caras que ganan con los años.
—Es un colega, el ayudante del jefe de Pediatría —dijo ella, poniendo el acento en el cargo, como si fuera prueba suficiente de que los
carabinieri
no tenían por qué meterse con él—. No me ha gustado la lesión que presentaba —aquí miró al capitán—, por eso lo he enviado a Neurología y he mandado llamar al especialista. —Brunetti observó que el capitán seguía sus palabras con tanta atención como él—. Como no se le dilataban las pupilas y tenía dificultades para mover el pie izquierdo, he pensado que debían verlo en Neurología.
Aquí el capitán interrumpió, siempre apoyado en la pared:
—¿No podía esperar,
dottoressa
? No creo que haya necesidad de levantar de la cama a un médico porque un hombre se dé un golpe en la cabeza.
La mujer volvió su atención hacia el capitán y, por la mirada que le lanzó, Brunetti esperaba un exabrupto, pero ella dijo con voz neutra:
—Lo creí conveniente, capitán, ya que parece que el golpe se lo dio con la culata de un fusil.
«Toma ya, capitán», pensó Brunetti. Captó la mirada del oficial y le sorprendió observar que parecía incómodo.
—¿Se lo ha dicho él,
dottoressa
? —preguntó.
—No. Él no ha dicho nada. Me lo dijo su hombre. Le pregunté cómo se había lesionado la nariz y me lo explicó. —La voz seguía siendo átona.
El capitán movió la cabeza afirmativamente y se separó de la pared. Se acercó a Brunetti y le tendió la mano.
—Marvilli —dijo. Los dos hombres se estrecharon la mano. Miró a la doctora—: Por si le interesa, no es mi hombre,
dottoressa.
Como él mismo le ha dicho, es de Verona. Los cuatro son de allí. —Como ni Brunetti ni la doctora respondieran, el capitán delató su juventud y falta de seguridad al explicar—: El oficial que debía venir con ellos ha tenido que sustituir a alguien en Milán y me han asignado a la operación porque estoy destinado aquí.
—Comprendo —dijo la doctora. Brunetti, que no tenía idea del alcance, ni de la naturaleza, de la operación, creyó oportuno guardar silencio.
Marvilli parecía no saber qué más decir y, después de una pausa, Brunetti dijo:
—Me gustaría ver al hombre, si es posible,
dottoressa.
Al de Neurología.
—¿Sabe dónde es?
—¿Al lado de Dermatología? —preguntó Brunetti.
—Sí. Si conoce el camino, supongo que no habrá inconveniente en que suba —dijo ella.
Brunetti quería darle las gracias llamándola por su nombre y miró la tarjeta de identificación que llevaba en el pecho. «Dottoressa Claudia Cardinale», leyó para sí. Con ese nombre, toda la vida. «¿Es que hay padres que no tienen sentido común?», pensó.
—Muchas gracias,
dottoressa
Cardinale —dijo formalmente y le tendió la mano. Ella se la estrechó y entonces lo sorprendió al estrechar también la del capitán. Luego se fue dejándolos solos en la habitación.
—Capitán —dijo Brunetti en tono neutro—, ¿puedo saber qué es lo que ocurre?
Marvilli alzó la mano en un ademán curiosamente impersonal.
—Puedo explicarle, por lo menos, una parte, comisario. —Como Brunetti no decía nada, Marvilli prosiguió—: Lo ocurrido esta noche es consecuencia de una investigación iniciada hace por lo menos dos años. El
dottor
Pedrolli —y Brunetti supuso que se refería al hombre que estaba en Neurología— cometió un acto ilegal hace dieciocho meses al adoptar a un niño. Él y varias personas han sido arrestados esta noche en distintas acciones.
Aunque sentía curiosidad por saber cuántas eran las personas, Brunetti no preguntó, ni Marvilli creyó necesario dar más explicaciones.
—¿De eso se le acusa? —preguntó Brunetti—. ¿De adopción ilegal? —Y, con esa pregunta, el comisario se involucró en el conflicto de Gustavo Pedrolli con el poder y la majestad de la Justicia.
—Es probable que también se le acuse de soborno a funcionario público, falsificación de documentos oficiales, secuestro de un menor y transferencia de fondos ilegal. —El capitán observaba la cara de Brunetti y, al ver cómo se ensombrecía su expresión, agregó—: A medida que avance la instrucción habrá otras acusaciones. —Clavó la punta de una elegante bota en una gasa manchada de sangre que estaba en el suelo y miró a Brunetti—: Y no me sorprendería que se agregara a los cargos el de resistencia al arresto y agresión a un funcionario público en el cumplimiento de su deber.
Brunetti, consciente de lo poco que sabía de los hechos, optó por callar. Abrió la puerta y dio un paso atrás para dejar salir a Marvilli. Aunque el capitán tenía acento del Véneto, no era veneciano, y Brunetti dudaba de que estuviera familiarizado con el laberinto del hospital, por lo que lo condujo en silencio por los desiertos pasillos, girando a la derecha o a la izquierda casi mecánicamente.
Se pararon frente a las puertas de Neurología.
—¿Está con él uno de sus hombres? —preguntó Brunetti.
—Sí; el que no fue atacado —dijo el capitán y, al darse cuenta de cómo sonaba la frase, rectificó—: Uno de Verona.
Brunetti empujó la puerta de la planta. Una enfermera joven, de cabello negro
y
largo estaba sentada detrás del mostrador. Cuando levantó la cabeza, a Brunetti le pareció cansada y malhumorada.
—¿Sí? —dijo la joven una vez hubieron entrado—. ¿Qué desean?
Sin darle tiempo a decir que la planta estaba cerrada, Brunetti se acercó al mostrador con una sonrisa conciliadora.
—Perdone la molestia, enfermera. Soy de la policía y vengo a ver al
dottor
Pedrolli. Creo que mi inspector está aquí.
Al oír la alusión a Vianello, ella suavizó la expresión.
—Estaba —dijo—, pero me parece que ha bajado. Han traído al
dottor
Pedrolli hace cosa de una hora. El
dottor
Damasco lo está examinando. —Ella se volvió hacia el uniformado Marvilli—. Al parecer, ha sido golpeado por los
carabinieri.
Brunetti advirtió que Marvilli se ponía tenso e iba a avanzar, y se adelantó, interponiéndose.
—¿Podría verlo? —preguntó, y se volvió hacia Marvilli, silenciándolo con una mirada severa.
—Supongo que sí —dijo ella hablando despacio—. Venga conmigo, tenga la bondad. —La joven se levantó. Al pasar junto a la mesa, Brunetti observó que en la pantalla del ordenador había una escena de una película histórica, quizá
Gladiator
o
Alejandro.
Él la siguió por el pasillo, oyendo a su espalda los pasos de Marvilli. La enfermera se detuvo frente a una puerta a mano derecha, llamó con los nudillos y, en respuesta a un sonido que no llegó a los oídos de Brunetti, abrió y se asomó al interior.
—Un policía,
dottore
—dijo.
—Ya tengo a uno aquí dentro, maldita sea —dijo un hombre que no se molestaba en disimular la cólera—. Ya basta. Dígale que espere.
La enfermera retiró la cabeza y cerró la puerta.
—Ya lo ha oído —dijo, y de su cara y su voz se había disipado todo rastro de amabilidad.
Marvilli miró el reloj.
—¿A qué hora abre la cafetería? —preguntó.
—A las cinco. —Al ver la expresión con que el capitán recibía la noticia, ella suavizó el tono—: En la planta baja hay máquinas de café. —Y, sin una palabra más, se fue a seguir viendo su película.
Marvilli preguntó a Brunetti si quería algo, pero éste rehusó. El capitán dijo que volvía enseguida y se fue. Brunetti, arrepentido de su negativa, estuvo tentado de gritarle:
Caffè doppio, con due zuccheri, per piacere,
pero algo le impidió romper el silencio. Vio a Marvilli cruzar las puertas oscilantes del extremo del pasillo y se acercó a una hilera de sillas de plástico color naranja. Se sentó y se quedó esperando a que alguien saliera de la habitación.
Mientras esperaba, Brunetti trató de atar cabos. Si a las tres de la mañana se había llamado al ayudante de Neurología, era señal de que al tal
dottor
Pedrolli se le había causado una lesión grave, por mucho que Marvilli tratara de restarle importancia. Brunetti no concebía semejante exceso de violencia, aunque quizá un capitán ajeno a la unidad de aquellos hombres no habría podido controlar la operación con tanta eficacia como alguien que conociera bien a sus subordinados. No era de extrañar que Marvilli pareciera preocupado.