—¿Mencionó la clínica?
Ella lo miró, sorprendida, y Brunetti aclaró:
—La clínica en la que les habían hecho las pruebas.
—No; no mencionó la clínica. Sólo que existía la posibilidad de adoptar a un recién nacido.
—Signora
—dijo Brunetti—, yo no puedo obligarla a que me cuente estas cosas. —En cierto modo, era verdad, pero antes o después alguien tendría autoridad para obligarla.
Ella debía de comprenderlo así, porque continuó:
—No me dijo de dónde, no quería que me hiciera ilusiones, pero creía poder conseguirlo. Yo supuse que era por medio de su trabajo o de algún conocido. —La mujer miró por la ventana y luego a Brunetti—. La verdad, creo que no quería saberlo. Él me dijo que todo se haría
in regola,
que sería legal. Dijo que tendría que declarar que el niño era suyo, pero me aseguró que no lo era.
De haber estado interrogando a un sospechoso, Brunetti habría preguntado con una voz cargada de escepticismo: «¿Y usted le creyó?» Pero ahora, en tono de amistosa preocupación, dijo:
—¿No le dijo cómo lo haría,
signora
? —dejó transcurrir tres segundos y añadió—: ¿O no se le ocurrió preguntárselo?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No. Creo que prefería no saberlo. Sólo quería que lo consiguiera. Yo deseaba un niño.
Brunetti le dio un momento para que se recuperara de su confesión antes de preguntar:
—¿Le habló de la mujer?
—¿La mujer? —preguntó ella, realmente confusa.
—La que lo había tenido.
Ella titubeó, pero apretó los labios.
—No. No me dijo nada.
Brunetti tenía la extraña sensación de que, durante aquella conversación, la mujer había envejecido, y las líneas que al principio sólo se le marcaban en el cuello, se habían extendido a las comisuras de los labios y las sienes.
—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Y ya no supo nada más? —Él había tenido que decirle algo, pensaba Brunetti; ella había tenido que preguntar.
Ahora vio que los ojos de ella eran grises, no verdes.
—No —dijo la mujer inclinando la cabeza—. Nunca hablé de eso con Gustavo. No quise. Él debía de pensar, me refiero a Gustavo, que me disgustaría conocer los detalles. Dijo que quería que desde el primer momento yo pensara que el niño era nuestro, y… —Ella se interrumpió, y Brunetti tuvo la impresión de que hacía un esfuerzo para no añadir algo esencial y terminante.
—Por supuesto —murmuró Brunetti cuando comprendió que ella no iba a terminar la frase. No sabía cuánto podía inducirle a decir todavía, pero no creía oportuno seguir interrogándola porque, si manifestaba más curiosidad que preocupación, podía perder la confianza que ella parecía haber depositado en él.
Sandra abrió la puerta de la habitación situada a la mitad del pasillo e hizo una seña a la
signora
Marcolini.
—Su marido está muy agitado,
signora.
Quizá debería usted entrar a hablarle. —La preocupación de la enfermera era evidente, y la esposa de Pedrolli reaccionó al momento. Rápidamente, fue a la habitación, entró y cerró la puerta.
Suponiendo que ella tardaría en salir, Brunetti decidió ir en busca del
dottor
Damasco, para preguntarle si se había producido algún cambio en el estado de Pedrolli. Conocía el camino de Neurología y, al llegar al departamento, se dirigió al pasillo en el que sabía que estaban los despachos de los médicos.
Encontró la puerta, pero cuando llamaba un enfermero que pasaba le dijo que el doctor estaba terminando la visita y que después solía volver a su despacho. Cuando el hombre dijo que eso sería dentro de unos diez minutos, Brunetti decidió esperar. El enfermero se fue y él se sentó en una de las sillas de plástico color naranja, tan familiares ya como incómodas. A falta de lectura, Brunetti apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, a fin de preparar mejor las preguntas que pensaba hacer al
dottor
Damasco.
—Signore? Signore?
—fue lo primero que oyó a continuación. Abrió los ojos y vio al enfermero—. ¿Se encuentra bien,
signore
? —preguntó el joven.
—Sí, sí —dijo Brunetti poniéndose en pie. Al recordar la situación, preguntó—: ¿Está libre el doctor?
El enfermero sonrió con nerviosismo.
—Lo siento,
signore,
pero el doctor se ha marchado. Se ha ido a su casa directamente al terminar la visita. Yo no lo he sabido hasta que alguien lo ha mencionado, y he venido a avisarle. Lo siento —repitió, como si se considerara responsable de la desaparición del
dottor
Damasco.
Brunetti miró el reloj y vio que había transcurrido más de media hora.
—Está bien —dijo, dándose cuenta de lo cansado que estaba y deseando terminar su propia ronda e irse también a su casa cuanto antes.
En lugar de lo cual, fingiéndose completamente despierto, Brunetti dio las gracias al joven y se encaminó hacia el mostrador de Recepción. Pasó por delante de Enfermería y se acercó a las puertas vidrieras que conducían a las habitaciones, desde donde descubrió, con gran asombro, hacia la mitad del pasillo, a pocos pasos de la habitación de Pedrolli, la inconfundible espalda de su superior, el
vicequestore
Giuseppe Patta. Brunetti reconoció los anchos hombros enfundados en el abrigo de cachemir y la espesa cabellera plateada. Lo que no reconoció fue la deferente actitud del
vicequestore,
que estaba inclinado hacia un hombre, del que sólo se veía el contorno, ya que el resto quedaba tapado por el cuerpo de Patta. El
vicequestore
levantó la mano derecha y la agitó ante sí con ademán conciliador, luego la hizo caer a lo largo del cuerpo y dio un paso atrás, como dejando espacio para la respuesta de su interlocutor.
Respeto de perro Beta hacia perro Alfa, fue el inmediato pensamiento de Brunetti, que retrocedió hasta quedar parcialmente oculto por el mostrador de Enfermería. Si Patta hacía señal de mirar atrás, él tendría tiempo de esconderse, dar media vuelta, y pasearse por el pasillo mientras asimilaba la fenomenal sorpresa de encontrar a su superior en este lugar a esta hora y decidía si era conveniente dejarse ver.
El otro hombre, cuya considerable corpulencia seguía semiescondida tras el cuerpo de Patta, alzó las dos manos en un ademán que tanto podía ser de exasperación como de sorpresa y señaló repetidamente con un índice furioso la puerta de la habitación de Pedrolli. En respuesta, Patta movió la cabeza de derecha a izquierda y después de arriba abajo, como cabecea un perrito de juguete en la trasera de un automóvil que pasa por un bache.
De pronto, el otro hombre dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Lo único que Brunetti vio antes de agacharse detrás del mostrador, fue su espalda: un cuello tan ancho como la cabeza de pelo blanco, cortado a cepillo y una silueta casi cuadrada. Cuando volvió a mirar, observó que Patta no hacía movimiento alguno para seguir al que se alejaba, quien, al llegar a las puertas del fondo, las empujó violentamente, haciendo que la de la derecha chocara contra la pared con un golpe que resonó en todo el pasillo.
El primer impulso de Brunetti fue el de acercarse a Patta y fingir sorpresa, pero la prudencia le aconsejó retroceder por otro pasillo hasta otra salida. Allí esperó durante cinco minutos y, cuando volvió a Neurología, Patta había desaparecido.
Brunetti volvió al pasillo de la habitación de Pedrolli y se quedó esperando a que saliera la
signora
Marcolini, con la intención de volver a asumir su papel de amigable oyente. Metió la mano en el bolsillo, buscando el
telefonino,
y descubrió que lo había dejado en casa. No quería perder a la
signora
Marcolini, pero tenía que llamar a Paola para decirle que no almorzaría en casa ni sabía cuándo llegaría.
Se sentó en la silla de plástico, mirando al vacío, procurando mantener la cabeza erguida, apartada de la tentación de la pared que tenía a la espalda. Al cabo de menos de un minuto, fue hasta el extremo del pasillo y leyó las instrucciones de evacuación en caso de incendio y la lista de los médicos de la planta. Gina apareció por la puerta situada al otro lado del mostrador.
—Perdón,
signora
Gina, ¿puedo usar el teléfono?
Ella le dedicó una sonrisa mínima y dijo:
—Primero marque el nueve.
Él descolgó el teléfono que estaba detrás del mostrador y marcó el número de su casa.
—¿Sí? —oyó que contestaba Paola.
—¿Todavía muy cansada para hablar? —no pudo menos que preguntar.
—Por supuesto que no —contestó ella—. ¿Dónde estás?
—En el hospital.
—¿Problemas?
—Al parecer, los
carabinieri
se extralimitaron al hacer un arresto y el hombre está aquí. Es médico, de modo que, por lo menos, tiene asegurada una buena atención.
—¿Los
carabinieri
atacaron a un médico? —preguntó ella con estupor.
—No he dicho que le atacaran, Paola —puntualizó él, aunque lo que decía su mujer no dejaba de ser verdad—; sólo que se extralimitaron.
—¿Y eso qué quiere decir, que corrían demasiado con las lanchas cuando lo llevaban al hospital? ¿O que hicieron mucho ruido y molestaron al vecindario al dar la patada a la puerta?
En términos generales, Brunetti solía compartir el escepticismo de Paola acerca de la competencia de los
carabinieri,
pero, en este momento, bajo los efectos de la cafeína y el azúcar, no le apetecía oírla expresarlo.
—Quiere decir que él se resistió al arresto y le partió la nariz a uno de los hombres que iban a arrestarlo.
Ella se abatió sobre él como un halcón.
—¿Uno de los hombres? ¿Cuántos eran?
—Dos —optó por mentir Brunetti, admirado de lo pronto que había sido inducido a defender a los hombres que habían agredido a Pedrolli.
—¿Hombres
armados
? —preguntó ella.
De pronto, el cansancio pudo con Brunetti.
—Paola, luego te lo cuento todo, ¿de acuerdo?
—Claro —respondió ella—. ¿Tú lo conoces?
—No. —Había oído acerca del médico lo suficiente como para formar de él una impresión favorable, pero no bastaba para poder afirmar que lo conocía, dedujo Brunetti.
—¿Por qué lo arrestaron?
—Hace un año y medio adoptó a un niño, y ahora parece que lo hizo ilegalmente.
—¿Y qué han hecho con el niño?
—Se lo han llevado —dijo Brunetti con voz neutra.
—¿Se lo han llevado? —preguntó Paola con toda su anterior beligerancia—. ¿Qué significa eso?
—Que ha sido dado en custodia.
—¿Dado en custodia a su verdadera madre o dado en custodia a un orfanato?
—Me temo que a un orfanato —reconoció Brunetti.
Hubo una pausa larga, y Paola dijo, como si hablara consigo misma:
—Un año y medio. —Y agregó—: Dios mío, ¿no son unos desalmados hijos de puta?
¿Traicionar al Estado dándole la razón o traicionar al sentimiento humanitario negándosela? Brunetti consideró una y otra opción y dio la única respuesta que él podía dar:
—Sí.
—Luego hablamos, ¿eh? —dijo una Paola repentinamente amansada.
—Sí —repitió Brunetti colgando el teléfono.
Brunetti se alegraba de no haber hablado a Paola de las otras personas, las que habían estado bajo vigilancia durante casi dos años. A Alvise, y al propio Brunetti, les había llamado la atención ese período de tiempo, ese año y medio en el que una autoridad bien informada había permitido a los nuevos padres conservar a la criatura. Es entonces cuando un hombre se hace padre, eso lo sabía Brunetti o, por lo menos, recordaba que durante aquel primer año y medio de vida sus hijos se habían convertido en una parte de su corazón. Si uno de ellos le hubiera sido arrebatado, por la causa que fuera, después de aquel período, él habría ido por la vida con una parte de su ser irreparablemente dañada. Antes de que esta convicción se anclara en su mente, Brunetti reconoció que si uno de sus hijos le hubiera sido arrebatado en cualquier momento después de que él lo viera por primera vez, su dolor no habría sido menor que si lo hubiera tenido a su lado durante dieciocho meses o dieciocho años.
Brunetti volvió a su silla y reanudó su contemplación de la pared y de la curiosa circunstancia de la presencia de Patta en el hospital y, al cabo de otros veinte minutos, la
signora
Marcolini salió al pasillo y se acercó. Parecía mucho más cansada ahora que cuando había entrado en la habitación.
—¿Aún está aquí? —dijo—. Perdone, he olvidado su nombre.
—Brunetti,
signora
, Guido —dijo él poniéndose en pie. Le sonrió pero no le tendió la mano—. He hablado con las enfermeras, y parece que su marido goza de gran aprecio. Estoy seguro de que estará bien atendido.
Él esperaba una respuesta agria, y la mujer no lo defraudó.
—Podrían empezar por librarlo de los
carabinieri.
—Claro. Veré lo que puedo hacer al respecto —dijo Brunetti, que dudaba de poder hacer algo. Cambiando de registro, preguntó—: ¿Su marido entiende lo que usted le dice,
signora
?
—Sí.
—Bien. —Los conocimientos de Brunetti acerca del funcionamiento del cerebro eran rudimentarios, pero parecía lógico que, si el hombre comprendía las palabras, era probable que pudiera recuperar el habla. ¿Existía algún medio de comprobar las facultades de Pedrolli? Sin habla, ¿qué somos?
—… alejados a los medios —la oyó decir.
—Disculpe,
signora,
no he oído lo que decía. Estaba pensando en su marido.
—Si existe la manera de impedir que esto llegue a los medios —repitió ella.
Sin duda se refería a los cargos de adopción ilegal que serían formulados contra ellos, pero Brunetti pensó instantáneamente en las brutales tácticas de los
carabinieri:
evidentemente, al Estado le convenía que no aparecieran en la prensa. Pero, en el caso de que los arrestos llegaran a ser de dominio público —y aquí intervino el recuerdo del telediario de aquella mañana para decirle que ya lo eran—, convendría a los Pedrolli que también se difundiera el trato que habían sufrido a manos de los
carabinieri.
—En su lugar,
signora,
yo esperaría a ver cómo lo presentan.
—¿Qué quiere decir?
—Usted y su marido cometieron un error llevados del amor, según me parece —empezó Brunetti, consciente de que estaba aleccionando a una testigo o, incluso, ayudando a una sospechosa. Pero, a su modo de ver, mientras se limitara a referirse al comportamiento de los medios, no podía haber nada reprobable en lo que pudiera decir ni en las advertencias que pudiera hacer—. Por lo tanto, quizá decidan tratarlos con benevolencia.