—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pueda ser importante?
—Me parece que no.
—Muchas gracias por venir,
signora.
—No habría venido, si no es por mi nuera. Es que yo se lo contaba, comprende, lo extraño que me parecía todo, esos hombres, y el apartamento a oscuras. Era algo de qué hablar, comprende. Y luego, cuando la muchacha tuvo el niño y todos desaparecieron, bueno, mi nuera me dijo que debía venir a decírselo a ustedes. Decía que podía tener problemas si pasaba algo y ustedes descubrían que yo la había visto y no había venido a decírselo. Y es que ella es así, me refiero a mi nuera, siempre temiendo hacer algo malo. O que lo haga yo.
—Comprendo. Creo que ha hecho bien en hacerle caso.
—Quizá sí. Seguramente es lo que debía hacer. Quién sabe lo que pueda haber detrás de todo eso, ¿verdad?
—Muchas gracias por la molestia,
signora.
El inspector bajará con usted y la acompañará hasta la puerta.
—Gracias. Uh…
—¿Sí,
signora
?
—Mi marido no tiene por qué enterarse de que he venido, ¿verdad?
—Por nosotros no lo sabrá, desde luego.
—Gracias. No es por nada, pero no le gusta meterse en cosas.
—Comprendo perfectamente,
signora.
Descuide, que no se enterará.
—Muchas gracias. Y buenos días.
—Buenos días,
signora.
Inspector Vianello, ¿hará el favor de acompañar a la
signora
hasta la salida?
Gustavo Pedrolli estaba a punto de sumirse en el sueño de los justos, abrazado a la espalda de su mujer. Lo embargaba un duermevela nebuloso y placentero que él se resistía a trocar por el simple sueño. El día le había deparado una emoción distinta a cualquiera de las que había conocido hasta entonces, y aún no quería desasirse de tan grato recuerdo. Trataba de evocar cuándo se había sentido tan feliz. Quizá en el momento en que Bianca le dijo que se casaría con él, o el día de su boda, en un Miracoli lleno de flores blancas, mientras la novia subía de la góndola al muelle y él bajaba la escalera corriendo a tomarla de la mano, ansioso por cuidarla siempre.
Él había tenido otros días felices, desde luego —cuando terminó la carrera de Medicina, o cuando fue nombrado ayudante del jefe de Pediatría—, pero era una felicidad distinta de la dicha que lo había inundado antes de cenar, cuando acababa de bañar a Alfredo. Le había prendido los extremos del pañal con dedos hábiles, le había subido el pantalón del pijama y luego le había puesto la chaqueta de los patitos, jugando, como siempre, a buscar la mano dentro de la manga. Alfredo chillaba de gozo, tan sorprendido como su padre, de ver asomar sus deditos.
Gustavo tomó al niño por la cintura columpiándolo arriba y abajo mientras Alfredo agitaba los brazos al mismo ritmo.
—¿Dónde está el niño guapo? ¿Quién es el tesoro de papá? —preguntó Gustavo. Y, como siempre, Alfredo levantó un puñito precioso, extendió un dedo y se aplastó la nariz, mientras miraba fijamente a su padre con sus ojos oscuros y luego se señalaba a sí mismo abriendo y cerrando los brazos y gorjeando de júbilo.
—Muy bien. Alfredo es el tesoro de papá, el tesoro de papá, el tesoro de papá. —Más balanceo y vuelta a bracear. Gustavo no lanzó al niño al aire: Bianca decía que el pequeño se excitaba mucho si jugaban a eso a la hora de acostarse, por lo que sólo lo subía y lo bajaba unas cuantas veces, dándole algún que otro beso en la nariz.
Llevó al niño a su habitación y lo acostó en la cuna, sobre la que planeaba una galaxia de figuras. La cómoda era un zoo. Abrazó al niño con delicadeza, consciente de la fragilidad de sus costillas. Alfredo gorgoteó y Gustavo hundió la cara en los suaves pliegues del cuello del niño.
Bajó las manos y, sosteniendo al niño con los brazos extendidos, volvió a preguntar con una cantilena:
—¿Quién es el tesoro de papá? —No podía contenerse. Nuevamente, Alfredo se tocó la nariz y Gustavo sintió que el corazón le rebosaba de gozo. Los deditos se movieron en el aire hasta que uno de ellos tocó la punta de la nariz de Gustavo y el niño dijo algo que sonaba como «papá», agitó los brazos y abrió la boca en ancha sonrisa enseñando unos dientes diminutos.
Era la primera vez que Gustavo oía al niño decir esta palabra y se sintió tan conmovido que, involuntariamente, se llevó una mano al corazón. Alfredo cayó sobre el hombro del padre y, afortunadamente, Gustavo tuvo el reflejo, nacido de su experiencia en el trato con niños asustados, para decir, en tono festivo:
—¿Quién quiere esconderse en el jersey de papá? —Apretando a Alfredo contra su pecho, se quitó una manga de la chaqueta de punto y envolvió al niño riendo a carcajadas de aquel juego nuevo, tan divertido—. No, no, no puedes esconderte ahí. No, señor. Es hora de dormir. —Levantó al niño, lo puso en la cuna boca arriba y lo arropó con la manta de algodón—. Que tengas bonitos sueños, mi príncipe —dijo, lo mismo que todas las noches desde que Alfredo había empezado a dormir en la cuna. En la puerta se paró sólo un momento, para que el niño no tomara la costumbre de tratar de retener a su padre en la habitación. Al mirar aquel bultito de la cuna, sintió lágrimas en los ojos y las enjugó rápidamente, porque le daba vergüenza que Bianca las viera.
Cuando entró en la cocina, Bianca estaba de espaldas a la puerta, escurriendo los
penne.
Gustavo abrió el frigorífico y sacó una botella de Moët del estante de abajo. La puso en la encimera y bajó del armario dos copas altas de la docena que la hermana de Bianca les había regalado cuando se casaron.
—¿Champán? —preguntó ella, tan curiosa como complacida.
—Mi hijo me ha llamado «papá» —dijo él retirando el papel de estaño. Rehuyendo la mirada de escepticismo de ella, agregó—: Nuestro hijo. Pero por esta vez, porque me ha llamado «papá», voy a llamarlo mi hijo durante una hora, ¿de acuerdo?
Al ver su expresión, ella abandonó la pasta que humeaba en la olla. Tomó una copa en cada mano y se las presentó inclinándolas ligeramente.
—Llénalas, haz el favor, para que brindemos por tu hijo. —Entonces se empinó un poco y le dio un beso en los labios.
Como en los primeros tiempos de su matrimonio, la pasta se enfrió en el fregadero, y ellos bebieron el champán en la cama. Mucho después de vaciar la botella, fueron a la cocina, desnudos y hambrientos. Despreciando la apelmazada pasta, untaron con la salsa de tomate gruesas rebanadas de pan, que comieron de pie al lado del fregadero. Se daban los trozos de pan el uno al otro y, para hacerlos bajar, bebieron media botella de Pinot Grigio. Luego volvieron al dormitorio.
Gustavo se sentía flotar en la estela de lo ocurrido aquella noche. Ahora se reía de sus temores de los últimos meses, de que Bianca pudiera haber cambiado en su… ¿En su qué? Era natural —él lo había visto en el consultorio— que la llegada de un hijo absorbiera a la madre y que ella estuviera menos interesada, o menos receptiva, respecto al padre. Pero esta noche habían estado como dos adolescentes desmadrados ante el descubrimiento del sexo, y sus dudas se habían desvanecido.
Y él había oído aquella palabra. Su hijo le había llamado «papá». Volvió a ahogarle la alegría y abrazó más estrechamente a Bianca, con la vaga esperanza de que ella se despertara y se volviera hacia él. Pero ella siguió durmiendo, y Gustavo pensó en el día siguiente y en el tren de primera hora que tenía que tomar para ir a Padua, y se resignó a dormir, dispuesto ya a dejarse llevar hacia aquel plácido mundo, quizá a soñar con otro hijo, o hija, o con los dos.
Le pareció oír ruido al otro lado de la puerta del dormitorio, y se obligó a escuchar, por si era Alfredo que gritaba o lloraba. Pero el sonido se alejó y él lo siguió, sonriendo con el recuerdo de aquella palabra.
Cuando el doctor Gustavo Pedrolli se sumía en el primer y más profundo sueño de la noche, volvió a sonar el ruido, pero él ya no lo oyó, ni tampoco su esposa, que dormía a su lado, desnuda, exhausta y satisfecha. Ni el niño, en la habitación contigua, que acaso soñaba, feliz, con el nuevo juego que había aprendido aquella noche, escondido y seguro bajo la protección del hombre que ahora ya sabía que era «papá».
Pasaba el tiempo y los sueños discurrían por las mentes de los durmientes. Veían movimiento y color, uno de ellos vio algo parecido a un tigre, y todos seguían durmiendo.
La noche estalló. La puerta de la escalera reventó y chocó contra la pared, de la que el picaporte hizo saltar un trozo de yeso. En el apartamento irrumpió un hombre que llevaba pasamontañas, una especie de uniforme de camuflaje y gruesas botas. Y tenía una metralleta en las manos. Otro enmascarado, vestido de modo similar, lo siguió. Detrás de ellos entró otro hombre con uniforme oscuro y la cara descubierta. Otros dos hombres con uniforme oscuro se quedaron en la puerta.
Los dos enmascarados cruzaron corriendo la sala y el pasillo, en dirección a los dormitorios. El de la cara descubierta los siguió, más despacio. Uno de los enmascarados abrió la primera puerta y, al ver que era un cuarto de baño, siguió adelante, sin cerrarla, hacia una puerta abierta. Vio la cuna y el móvil que oscilaba suavemente movido por la corriente que venía del baño.
—Está aquí —dijo el hombre, sin molestarse en bajar la voz.
El segundo enmascarado fue a la puerta del dormitorio de enfrente y se precipitó en él, blandiendo el fusil ametralladora, seguido por su compañero. Las dos personas que estaban en la cama se incorporaron bruscamente, sobresaltadas por la luz que llegaba del pasillo. El tercer hombre la había encendido antes de entrar en la habitación en la que dormía el niño.
La mujer lanzó un grito y se cubrió los pechos con la sábana. El
dottor
Pedrolli saltó de la cama y se abalanzó sobre el primer intruso y sin darle tiempo a reaccionar, le golpeó con un puño en la cabeza y con el otro en la nariz. El hombre lanzó un grito de dolor y cayó al suelo mientras Pedrolli gritaba a su esposa:
—¡Llama a la policía! ¡Llama a la policía!
El segundo enmascarado apuntó a Pedrolli con el fusil ametralladora. Dijo algo, pero el pasamontañas distorsionó sus palabras, y nadie las entendió. De todos modos, Pedrolli tampoco las habría atendido, porque ya se arrojaba sobre él con las manos extendidas para el ataque. El enmascarado, instintivamente, levantó la culata del arma contra su atacante y le golpeó encima del oído izquierdo.
La mujer gritó y, desde la habitación contigua, el niño lanzó un alarido de respuesta, en el tono agudo y estridente del pánico infantil. La mujer apartó la ropa de la cama y, olvidando que estaba desnuda, corrió hacia la puerta.
Se detuvo bruscamente cuando el hombre sin máscara apareció en el vano cerrándole el paso. Ella, maquinalmente, levantó los brazos, para cubrirse los pechos. Al ver la escena, el hombre se acercó rápidamente al enmascarado que apuntaba con el fusil al hombre desnudo caído a sus pies.
—Imbécil —dijo y agarrándolo por la gruesa tela de la chaqueta, le hizo dar media vuelta y lo apartó de un empujón. Entonces se volvió hacia la mujer y levantó las manos con las palmas hacia ella.
—El niño está bien,
signora.
No le pasará nada.
Ella, helada de pánico, ni gritar podía.
Rompió la tensión del momento el enmascarado que estaba en el suelo, que gimió y se levantó tambaleándose como un borracho. Se llevó una enguantada mano a la nariz y, al retirarla y verla manchada de su propia sangre, pareció consternado.
—Me ha roto la nariz —dijo con voz ahogada, se quitó el pasamontañas y lo dejó caer al suelo. La sangre de la nariz le goteaba sobre el pecho. Cuando el hombre se volvió hacia el que parecía el jefe, la mujer vio la palabra escrita en letras fosforescentes en la espalda de la chaqueta acolchada.
—Carabinieri
? —preguntó con una voz casi inaudible por los constantes berridos del niño.
—Sí,
signora. Carabinieri
—respondió el hombre—. ¿Pensaba que no vendríamos? —preguntó no sin conmiseración en la voz.
Guido Brunetti estaba a punto de sumirse en el sueño de los justos, abrazado a la espalda de su esposa. Lo embargaba un duermevela nebuloso y placentero que él se resistía a trocar por el simple sueño, reacio a olvidar los felices momentos del día. Durante la cena, su hijo había hecho un comentario casual acerca de la estupidez de uno de sus compañeros que tonteaba con las drogas, ajeno a la mirada de alivio que habían cruzado sus padres. La hija había pedido perdón a su madre por una observación malhumorada que había hecho la víspera, y ahora, en el linde de la conciencia de Brunetti, flotaban las palabras «Mahoma» y «montaña». Y, para colmo de dicha, su esposa, su dulce esposa de los veinte últimos años, lo había sorprendido con un arrebato de ansia amorosa que lo había inflamado como si aquellas dos décadas no hubieran transcurrido.
Él flotaba en aquella sensación de contento, rememorando los hechos, uno a uno. Arrepentimiento espontáneo de una quinceañera: ¿habría que convocar a la prensa? Lo que más le admiraba era la seguridad de Paola de que la manifestación de tan decorosos sentimientos no era una táctica de Chiara para conseguir una contrapartida. Desde luego, la niña era lo bastante lista para calcular la eficacia del recurso, pero Brunetti prefería creer a su esposa: Chiara era demasiado íntegra para servirse de artimañas.
Brunetti se preguntaba si no sería una ingenuidad creer en la honradez de los hijos. Pero la pregunta quedó sin respuesta, mientras él se deslizaba por la pendiente del sueño.
Sonó el teléfono. Cinco veces antes de que Brunetti contestara con la voz ronca de un drogado o un apaleado.
—¿Sí? —musitó, mientras su pensamiento saltaba hacia el fondo del pasillo y al instante se calmaba con el recuerdo de haber dado las buenas noches a sus dos hijos antes de acostarse.
—Soy Vianello —dijo la voz familiar—. Estoy en el hospital. Tenemos fregado.
Brunetti se sentó y encendió la luz. El tono de la voz de Vianello tanto como las palabras le indicaban que no tendría más remedio que reunirse con él en el hospital.
—¿Qué clase de fregado?
—Han ingresado en Urgencias a un pediatra. Los médicos hablan de lesión cerebral.
Eso no parecía tener sentido, pero Brunetti, aún amodorrado, comprendía que Vianello se explicaría, y no dijo nada.
—Ha sido atacado en su domicilio —prosiguió el inspector y, tras una larga pausa, agregó—: Por la policía.