Randall iba en el banco de delante, y Salap dos bancos más atrás. No hablábamos. Todos nos sentíamos como si nos llevaran a una ejecución, tal vez la nuestra.
Los túneles formaban una especie de red vial en la espesura y los conductores parecían conocer bien las rutas. Al cabo de veinte minutos vimos acercarse la luz del día y los autobuses salieron a un claro natural. Detrás la espesura se elevaba en una suave curva, como el borde de un cuenco, y parecíamos estar en un ancho cráter pintado de follaje rojo y marrón.
Más adelante, en una planicie cubierta con una moqueta de fítidos anaranjados y pardos, el interior del ecos de Hsia era seductoramente terrícola. Era como atravesar una pradera tropical, aunque en vez de árboles había marañas de lianas, de un metro de grosor y altas como torres, coronadas por ramas cuyas puntas se alzaban al cielo tierra adentro. Al cabo de otros diez minutos de viaje vimos grandes montículos purpúreos semejantes a proliferaciones de moho, pero que medían dos kilómetros de anchura y uno de altura. En la cima de los montículos sobresalía una aguja negra y monumental, una espina capaz de pinchar el pulgar de un dios.
Los guardias del autobús miraban todo aquello con indiferencia. Hacía décadas que estaban familiarizados con ese paisaje. Salap parecía igualmente desinteresado, pero Shirla se inclinó para mirar por la ventanilla.
—Nos llevan a un gran hotel —dijo el hombre que teníamos detrás. Era un camarero del Khoragos vestido de uniforme blanco—. Nos alimentarán como a reyes.
—Tom es un bromista —gruñó una mujer.
El autobús viró bruscamente hacia una carretera polvorienta. Más allá se erguía otra muralla de matas, pero esta vez verdes (el primer verdor que yo veía en una silva lamarckiana), coronadas con lanzas rojas. Por encima de esas matas volaban ptéridos semejantes a murciélagos de medio metro de envergadura. Cuando nos aproximamos, los ptéridos descendieron y aferraron las lanzas rojas, como moscas posándose en puntas de espadas ensangrentadas.
Los autobuses se internaron en otro túnel oscuro, y las luces flotaron sobre nosotros.
—El complejo interior —anunció el conductor por encima del hombro—. Bajaremos aquí y caminaremos hasta la Ciudadela.
—Ciudadela —repitió Shirla, enarcando las cejas.
Los autobuses se detuvieron en fila junto a un camino pavimentado con anchos adoquines planos y negros unidos con argamasa blanca. Nos apeamos y formamos grupos en el borde del camino, bajo un sol brillante y caliente y un sol teñido de naranja. Cubriéndome los ojos, vi que el cielo estaba plagado de criaturas voladoras anaranjadas, amarillas y marrones, de un centímetro, que formaban densas nubes a veinte metros por encima de nuestra cabeza.
Al final del camino se elevaba una maciza pared de piedra. Era tan alta que su parte superior se perdía entre esas nubes amarillas y anaranjadas. La pared atravesaba una brecha entre dos extensiones de espesura verde.
Los guardias nos apartaron de los autobuses con un mínimo de cordialidad, nos alinearon en dos filas y nos hicieron avanzar hacia la pared de piedra. Shirla se quedó junto a mí. Shatro, Randall y Salap iban delante.
—Perdón, ¿es aquí donde se aloja Lenk? —le preguntó un marinero del Vaca a un guardia de cara musculosa.
El guardia asintió con la cabeza, torció los labios en algo que podía ser una sonrisa pero que se parecía más a una mueca y señaló la pared.
Estudié el rostro de los guardias procurando no llamar su atención. Predominaban las expresiones adustas y los músculos. Cabello cortado a cepillo con un único mechón hasta el hombro en el costado izquierdo. Llevaban el uniforme pulcro y, a juzgar por sus maneras, eran militares. Algunos hablaban o sonreían brevemente mientras caminábamos, pero su carácter y su conducta no eran tranquilizadores. Me sentí como si estuviera otra vez en la arrasada aldea de Claro de Luna, y se me erizó el vello de la nuca como sólo me había sucedido durante la tormenta.
Cuanto más me quedaba en Lamarckia, más seguro estaba de que moriría allí, de una manera antigua y degradante. Echaba de menos Thistledown y no entendía por qué había aceptado semejante misión.
—Ojalá la tormenta nos hubiera devorado —murmuró Shirla.
Le rocé el hombro, un gesto que llamó la atención del guardia. Me miró por el rabillo del ojo, frunció los labios, sacudió la cabeza.
Las filas se detuvieron a la entrada de la muralla —una puerta de dos hojas por la que a duras penas pasaban dos personas a la vez—, y los guardias nos dieron un repaso de última hora. Nos palparon y cachearon como si fuéramos animales, deliberaron, y el oficial superior —un sujeto alto de hombros encorvados con las mangas del uniforme arremangadas— dio una orden.
Las puertas se abrieron y entramos.
Piedra oscura, sombra fresca a lo largo de varios metros, luego una luz intensa, verde y lechosa, que parecía colgar como un dosel de niebla. El aire tenía un sabor agridulce.
—No os alarméis —gritó el oficial mientras nos internábamos en el verdor—. Será como darse una ducha. Todos lo hemos hecho. Vuestro Hábil Lenk lo hizo y dijo que era un placer.
Vástagos diminutos llenaban el aire formando una niebla arremolinada. Se posaron sobre nosotros y se nos metieron en la ropa hasta que todos estuvimos cubiertos de verde. Shirla tembló y trató de sacudírselos, pero se aferraban con tenacidad, como aceite viviente.
—No os alarméis —repetían los guardias, y el sujeto de cara musculosa le tocó la espalda con una vara. Contuve el deseo de aferrar la vara y golpearlo—. Son sirvientes, no plagas. Os limpian para vuestra visita a ser Brion.
Al cabo de unos minutos de incomodidad —más por la idea que por la sensación real— las criaturas se elevaron en el aire y revolotearon sobre nuestras cabezas, llenando los recovecos altos de una gran celda de paredes blancas cuya parte superior estaba abierta al cielo. Eché un vistazo a Randall y a Salap. Salap alzó los brazos, y el último de aquellos vástagos diminutos se despegó de él subiendo como vapor. Parecía aturdido, el rostro flojo; estaba más sorprendido que en el momento de ver los esqueletos humanoides.
Jamás en la historia de los inmigrantes de Lamarckia los vástagos habían servido a los humanos ni interactuado intensamente con ellos.
Randall estaba completamente envarado, tenía los ojos entornados y sacudía los hombros para cerciorarse de que estaba libre de esas criaturas. Cruzando la puerta del otro extremo del cubículo blanco, los guardias nos hicieron pasar a un patio ancho rodeado por edificios de ladrillo gris. En el patio no había nadie más que nosotros, y pronto fue evidente que no estábamos en el centro de Naderville, sino en un complejo especial, tal vez una especie de prisión. Shirla me aferró el brazo a pesar de la vara del guardia. Cuando el guardia la empujó con fuerza, no pude contenerme más. Di media vuelta, cogí la vara, se la arrebaté y la partí en dos.
El sujeto de cara musculosa me miró con atónita sorpresa. Los demás guardias comenzaron a dividirnos en grupos de cuatro o cinco. Yo me enfrenté al hombre vanos segundos, hasta que él señaló la vara rota y dijo:
—Recógela.
Shirla se agachó para hacerlo, pero la obligué a levantarse. Ella nos miró con los ojos entornados, me aferró el brazo.
—Recógela —repitió el guardia, enrojeciendo.
Avanzó un paso. Ninguno de ellos tenía armas de fuego. Todos mis sentidos se agudizaron y estudié la situación desapasionadamente, comprobando cuántos guardias había cerca, juzgando cómo reaccionarían los demás cautivos si se producía un incidente.
Randall intervino.
—¡En nombre del Hombre Bueno! ¿A qué viene todo esto? —exclamó, plantándose entre ambos con los puños apretados, como disponiéndose a pelear con el guardia—. ¿Por qué esta brutalidad?
El oficial alto de hombros encorvados había visto el breve enfrentamiento y se acercó a Randall.
—Perdón, por favor —dijo con suavidad—. No ha sido con mala intención. No ha sido con mala intención.
Calmándonos y separándonos, puso fin al incidente; nos dividieron pacíficamente y nos condujeron por diferentes puertas. Shirla y yo fuimos separados, pero nada podíamos hacer, salvo provocar otro incidente, y temí que no terminara de modo favorable para nosotros. Shirla me miró con los ojos desorbitados y se marchó con las otras mujeres por una angosta puerta de xyla. No supe si se sentía traicionada o si simplemente se había resignado a lo que ocurriría.
Ella odiaba el encierro, y a mí no me resultaba agradable.
Las habitaciones de aquel edificio de ladrillo gris eran uniformes; había cuatro en la planta baja y supuse que cuatro en la planta alta, a la cual se accedía por una escalera que subía desde el centro hacia el fondo. Cada habitación tenía una ventana pequeña y cuadrada, dos camastros dobles, una mesa y sillas. Olían a limpio, pero las instalaciones sanitarias eran primitivas: un agujero en el suelo, en un rincón, y un solo grifo de agua que también servía para limpiar el agujero.
—Sólo estaréis aquí unas horas —dijo el guardia de cara musculosa.
Cerró la puerta, y dentro quedamos Salap, un camarero llamado Rissin, un joven marinero llamado Cortland y yo.
Nos acomodamos como pudimos, nos presentamos, tratamos de matar el tiempo. Al tenderme en el camastro para echar una siesta vi unos trazos en los ladrillos de la pared. Era un dibujo tosco: una cabeza de ojos redondos y boca arqueada de la cual partían los brazos, las piernas y unos mechones de cabello; debajo, unas letras garrapateadas. Buscamos otros dibujos y los hallamos, por toda la habitación, tanto en las paredes como en el suelo.
—Niños —dijo Cortland.
Salap bajó los hombros y se sentó en el catre con abatimiento.
—Ser Olmy —dijo—, me siento avergonzado.
Sacudí la cabeza, pero nadie supo qué responder.
Pasaron las horas, y fuera oscureció. Nadie vino a buscarnos y nadie nos trajo información.
Una sola bombilla se encendió en la habitación, arrojando un fulgor rosado y lúgubre, un color deprimente y mórbido dadas las circunstancias.
—¿Nos matarán? —preguntó Rissin.
—No —dijo Salap.
Rissin comenzó a moverse en su catre, que estaba encima del mío.
—No creí que sucediera esto —dijo—. No mientras estuviésemos con Lenk.
Traté de analizar la situación. O bien los brionistas eran los salvajes peores que había producido la historia humana, o simplemente estábamos detenidos hasta que Brion y Lenk hubieran concluido sus negociaciones. Traté de imaginar en qué se basaría Lenk para negociar.
Se abrió la puerta y el guardia de rostro musculoso vigiló mientras un hombre y una mujer en delantal azul traían cuatro bandejas tapadas. Ahora el guardia iba armado con una pistola pequeña. Tomamos las bandejas y cerraron la puerta. Las bandejas contenían una verdura verde cocida y una ración de pastosa melaza de trigo.
La luz se apagó. El camarero y el marinero no lo notaron, pues estaban dormidos. Salap gruñó y se movió en la oscuridad.
—Olmy, ¿estás despierto?
—Sí.
—Lenk dijo que Brion tenía un gran secreto. ¿Crees que se refería a usar los vástagos como sirvientes?
—Quizá.
—¿Sabes lo que eso implica?
—Creo que sí.
—Podría reducir la importancia de nuestros pequeños esqueletos. Cambia el modo en que debemos concebir los ecoi...
Guardó silencio, de pie en medio de la habitación, mirando el pálido fulgor de la ventana.
—Estoy confundido —dijo—. Todo lo que sabía está patas arriba. Todos mis estudios... Todo lo que encontraron los exploradores, o creían haber encontrado... Brion ha ido más lejos que todos nosotros. —Salap se acercó a mi catre y susurró—: ¿Qué piensas hacer?
—Pienso quedarme aquí, igual que tú, hasta que vengan a buscarnos.
—A menos que seas del Hexamon.
—¿Qué crees, que enviarían a una especie de superhombre? ¿Quieres que derribe las paredes para que escapemos?
Salap rió secamente.
—Si fueras del Hexamon, ¿te presentarías ante Brion o el general Beys ? Eso causaría gran impresión.
—Estás diciendo tonterías. El disciplinario estaba loco. Randall es muy crédulo. No soy un superhombre.
Salap se incorporó. Oí que se frotaba las manos en la oscuridad.
—No tengo esposa ni hijos, ninguna alianza con una familia —dijo—. Nunca me ha interesado la vida familiar. Pero siempre he cuidado de mis investigadores, de mis ayudantes, de mis estudiantes. He fracasado.
—Nadie puede hacer nada.
—No entiendes a qué me refiero. Siempre he visto la hebra de un destino brillante extendiéndose ante mi. Y siempre he pensado que quienes me rodeaban estarían a salvo mientras existiera esa hebra...
—Aún no estamos muertos —dije, pues esa conversación me parecía tan inútil como la anterior.
—Nunca supe qué pensar del Buen Lenk. Cuando lo seguimos aquí, parecía omnisciente, muy meticuloso. Pero él no ha sabido manejar las facciones. Tanto resentimiento, tan poca resolución... Creo que no está dispuesto a cortar cabezas.
—¿Crees que tendría que haber cortado algunas cabezas?
—Creo que debería haber estado dispuesto a hacer lo necesario. Dispuesto para lo que sucedió. Tal vez el sueño haya terminado para Lenk.
Cortland se movió y asomó la cabeza por el borde del catre.
—Ten un poco de valor —susurró—. No especules sobre cosas que no puedes saber. Tal vez Brion se lleve una sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa? —pregunté, con repentina curiosidad.
La situación había sido excesivamente simple, cuando la historia exigía que fuera compleja y dinámica.
—Yo soy sólo un marinero. No sé mucho sobre nada. Pero Lenk nunca obra por debilidad.
Salap resopló incrédulo.
—¡Que me sorprenda, y estaré aún más en deuda con él!
—Todos estamos en deuda con él —dijo Cortland, con la confianza de un chiquillo—. Él nos trajo de Thistledown. El general Beys no lo sabe todo.
—Tú naciste aquí —dijo Salap—. Nunca has visto Thistledown.
—¿Qué edad tenías tú cuando llegaste?
—Veinte.
—¿Y tú? —me preguntó a mí el marinero.
—Yo nací aquí —dije—. Nunca he visto Thistledown. Sólo he leído acerca de ese lugar.
Salap no dijo nada.
—Nunca me ha gustado escuchar historias sobre Thistledown —dijo Cortland—. Te hacen pensar demasiado.