Algunos civiles todavía seguían en la ciudad, y las escenas que vi mientras iba hacia la colma oriental podrían haber tenido miles de años.
Unos cadáveres cubrían un pequeño patio donde había estallado un proyectil: dos grandes, dos pequeños. Niños. Me pregunté si Lenk habría matado a alguno de sus propios hijos.
Cinco hombres mayores y varias mujeres, las cabezas envueltas en un paño para protegerse del humo, empujaban un carro con sus pertenencias, entre cascotes y restos de xyla.
Me oculté en el portal de un edificio derruido para evitar toparme con una hilera de hombres y mujeres jóvenes, sin saber si eran soldados. Cruzaron una calle alentándose a gritos. Algunos llevaban linternas eléctricas.
A la luz de una linterna reconocí un rostro: Keo, uno de los ayudantes de Lenk, que seguía la hilera de cerca. Lo llamé por su nombre. Se volvió bruscamente, alzó la linterna y me localizó en el portal.
—¡Olmy! ¡Por el Hálito del Hado! ¡Todavía estás vivo! Estábamos seguros de que os habían matado a todos al comenzar los ataques.
Llamó a gritos a los hombres y mujeres que se alejaban. Dieron media vuelta y se apiñaron a nuestro alrededor. Jadeaban como ciervos asustados, pero procuraban conservar el aplomo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¿Dónde está Salap? —preguntó él.
No quería perder tiempo con explicaciones.
—¿Habéis tomado la ciudad?
Algunos jóvenes negaron con la cabeza, otros rieron nerviosamente. Conté cabezas y sexos: ocho hombres, cinco mujeres.
—Todavía no —dijo Keo—. Hay combates cerca de la carretera del Sol. Mucha resistencia. Beys se había hecho de nuevo a la mar, aunque no vio nuestras naves. Ahora ha regresado al lado norte de la península, y sus tropas han desembarcado. Vuelven a la ciudad para reemplazar a los soldados que fueron a la península oeste. Una maniobra de distracción. Los auxiliares de Lenk (ahora todos somos auxiliares) hicieron encallar allí una pequeña nave e incendiaron algunas casas y edificios. Yo no sabía nada de esto... —Jadeó en su nerviosismo—. Antes de irse, Randall nos habló de ti.
—¿Shirla está con Lenk?
Keo pareció abatido.
—¿La mujer? No. Ella y Randall fueron capturados hace dos días por la policía de Brion , poco después de que Salap y tú os fuerais con Brion.
—Tenemos que irnos —gritó uno de los jóvenes, un aprendiz de una de las goletas, a juzgar por su indumentaria. Se enfrentó a mí—. Seas quien seas, no podemos quedarnos aquí a remolonear. Tenemos que informar de si vienen tropas por el este de la ciudad.
—Es verdad —dijo Keo, evidentemente incómodo en su papel de líder.
—Él es el hombre del Hexamon —di)O una joven, mirándome con curiosidad. La roña y el sudor le manchaban el rostro delgado, y parecía idiotizada por el miedo y la agitación—. Estaba a bordo del Khoragos. Es la persona de la que tanto hablaban.
Apenas oí todo esto. No hacía sino preguntarme adonde habrían llevado a Shirla.
Tal vez estuviera de nuevo en el lago, escondida en los edificios del antiguo palacio de la madre seminal.
—He estado en el puerto, y no hay combates al este... todavía —dije—. Pero podría haber un contingente en el lago. Beys podría usarlo para hostigarnos... ¿Dónde están los vapores?
—La última vez que los vimos estaban al norte de la península.
Repasé mentalmente el plan que seguramente tenía Beys —el mejor plan dadas las circunstancias—. Había hecho desembarcar en el norte las tropas que viajaban en las naves, tal vez dos compañías de hombres y mujeres bien entrenados, una fuerza eficaz en esas circunstancias, aunque insuficiente para tener un gran impacto.
Los soldados del viejo palacio serían unos cientos. Si la ciudad estaba mal defendida —con tropas concentradas en las naves de Beys y en los cuarteles de Brion —, era probable que Beys sólo contara con unos centenares de soldados. Los demás estarían operando en Tasman y Tierra de Elizabeth.
—¿Cuántos soldados tiene Lenk?
Keo me miró inseguro, sudando a la luz de la linterna. Asomaron estrellas entre las volutas de humo. El bombardeo había cesado por el momento.
—Tú eres un soldado del Hexamon —dijo—. ¿Con quién estás?
—No estoy con Brion. Necesito encontrar a Shirla... y vosotros necesitáis asegurar la ciudad. Como has dicho, soy un soldado... estoy mejor entrenado que Lenk, y tal vez mejor que Beys.
Casi podía ver los pensamientos de Keo. Lo habían puesto al mando de aquellos jóvenes, pero no tenía formación militar. Pocos inmigrantes de Lamarckia la tenían. Constituirían una fuerza improvisada, en el mejor de los casos. Yo ignoraba sus planes estratégicos. Era evidente que Beys no estaba preparado para aquello, pero tal vez pronto organizara una defensa efectiva. Keo tenía suficiente seso para comprenderlo.
—Lenk no nos confió sus planes hasta último momento. Quizá tengamos seiscientos voluntarios.
—Siete u ocho compañías.
—Creo que Lenk los ha repartido de otra manera.
—¿Quién es su general?
—El mismo planeó la operación. Fassid ayudó.
Sacudí la cabeza con desaprobación. Keo iba a defender la pericia de Lenk, pero le interrumpí.
—Hay que establecer una defensa consistente al este de la ciudad. Al menos doscientos hombres. Beys sin duda desplegará sus fuerzas en el lago. ¿Tienes radio?
—Sí —dijo Keo. Uno de sus hombres, en realidad apenas un muchacho, alzó una caja pequeña—. No tiene mucho alcance, lamentablemente.
Los jóvenes se juntaron a nuestro alrededor, más serenos. Sentí una turbada euforia.
Allí, entre aficionados, enfrentándome con un carnicero que en el mejor de los casos era astuto, yo podía ser útil. Los soldados de Lenk se habían hecho fuertes en el cabo y el promontorio, según Keo. Al norte y al este, las posiciones aún no estaban consolidadas.
—Necesitaré cinco de estos buenos soldados —dije—. Deberíamos dividirnos en dos grupos.
—Tengo un mapa... por así llamarlo —dijo Keo, alzando un morral de tela y extrayendo de él un papel doblado. Lo desdobló a la luz de la linterna. Era un boceto original a lápiz y tinta, y más detallado, de lo que yo había visto en el puerto, sobre todo de los caminos que atravesaban la silva entre Naderville y el lago. La zona de la Ciudadela no figuraba en él.
—Podemos utilizarlo. Ve con un grupo a vigilar el extremo oriental de la ciudad. Mis cinco hombres y yo peinaremos la silva, entre Naderville y el lago. Por ahora, di a los comandantes de Lenk, o a Lenk mismo, que hay que mandar por lo menos un centenar de hombres bien armados para que se encuentren con vosotros al extremo de la ciudad.
—No creo que tengamos cien hombres bien armados de los que podamos prescindir.
Lo que al principio había parecido un golpe devastador estaba cada vez menos claro. No hay maestros, sólo niños.
—No le digas eso a Beys —le dije.
Escogí a los cinco que me parecían más aptos y entusiastas, y el grupo de Keo y el mío avanzaron en dos filas por la calle hasta que llegamos a un claro de las afueras.
Más allá se extendía la alta espesura de la silva y los agujeros negros de dos caminos subterráneos.
—Buena suerte —me dijo Keo.
Yo me sentía increíblemente vivo, y muy, muy estúpido.
Avanzamos por el camino de Sanger, a través de un túnel. El de Sanger era uno de los dos caminos paralelos que según el mapa conducían al lago. Las luces del túnel estaban apagadas, así que nos alumbramos con una linterna. Yo esperaba toparme en cualquier momento con un contingente de tropas de Beys.
La espesura estaba silenciosa por la noche. Marchamos treinta minutos por el túnel y al fin salimos al exterior bajo un brillante cielo cuajado de estrellas, con el doble arco elevándose al este. Unas luces titilaban más adelante. Estábamos en un ancho claro que tal vez había sido un sembrado y ahora era un campo yermo. La carretera lo cruzaba en dirección hacia otra espesura situada aproximadamente a un kilómetro de distancia, y allí entraba en otro túnel. Supuse que la Ciudadela estaría a unos dos kilómetros.
No conocía bien el palacio, y podíamos extraviarnos fácilmente.
Una joven llamada Meg, de rostro moreno y ojos grandes, se mantenía cerca de mí. Llevaba una de las tres armas de fuego que Keo nos había cedido.
—Esto será duro, ¿verdad? —preguntó.
—Tal vez.
—¿Sabes adonde vamos?
—He estado allí.
—Y dices que hay muchos soldados.
—Meg se preocupa en nombre de todos —comentó el hombre de más edad, un sujeto alto y encorvado de veinticinco años llamado Broch.
—Hay muchos soldados —dije—. Pero vamos a evitarlos. No queremos pelear, sino aprender cosas.
—¿Cómo? —preguntó Meg, relamiéndose los labios y mirando hacia la muralla del próximo tramo de espesura.
—Nos ocultaremos entre las entradas de los túneles. Es decir, vosotros lo haréis. Tal vez yo me lleve a uno conmigo. Iré al viejo palacio. Es probable que los soldados pasen por uno o ambos túneles. Podréis ver ambos caminos desde vuestro escondrijo. Si aparecen antes de que yo vuelva, enviaremos al que corra más rápido...
—Ésa es Youk —dijo Meg, señalando a una mujer menuda y esbelta con rasgos de fauno.
—Youk —dije—. Tú corres e informas a ser Keo. El avisará a los demás por radio.
—¿Y si usan camiones? —preguntó Youk.
—Entonces cambiaremos nuestros planes. Pero es probable que las tropas vayan a pie.
Por lo que yo había visto, Beys había concentrado la tecnología de la que tanto alardeaban allí donde era más visible. Dudaba de que hubiera muchos más vehículos o tractores que en Calcuta.
—¿Qué harás tú?
—Iré al viejo palacio —repetí—. La Ciudadela.
—Insistes en decir «palacio». ¿Qué clase de palacio? —preguntó Rashnara, el hombre más bajo.
—Es donde vive Brion —dije. No hacía falta dar más explicaciones.
Aproximándonos a la entrada del túnel siguiente, nos alejamos del recodo de la carretera en dirección a la muralla de espesura que había entre las entradas norte y sur. Tropecé y Youk me ayudó a levantarme. El suelo era duro y polvoriento y hacía meses que no lo araban. Nos aplastamos de espaldas a la espesura contra los lisos troncos de los arbóridos más extensos, que se entrelazaban formando una muralla oscura.
—¿Por qué ser Keo nos ha puesto en tus manos? —preguntó Meg.
—No creo que esa pregunta sea pertinente —dijo Broch.
—Es una buena pregunta —dije—. No dejéis nunca de hacer preguntas.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Meg.
Estábamos a cincuenta metros de ambos caminos. Veíamos claramente el pavimento de los dos: bandas delgadas y grises en contraste con el suelo negro.
—Un amigo común le dijo que yo había sido miembro de Defensa del Hexamon.
Broch resopló.
—¿Tan viejo eres?
—No. No tan viejo. —No mucho más que estos chiquillos, me recordé.
—¿Entonces qué significa eso? —insistió Meg.
Vi algo que bloqueaba las estrellas y miré hacia arriba. Globos surcando el cielo nocturno. Uno soltó sus tentáculos en el campo, rozando la tierra a veinte metros de donde estábamos agazapados.
—¿Qué es eso? —preguntó Olivos, un hombre bajo de cabello hirsuto y barba abundante.
Youk se dispuso a correr para investigar, pero la agarré del brazo.
—Es del interior —dije—. Una nueva clase de transportador. —Me puse de pie y los miré—. Ser Broch, tienes un arma. ¿Vendrás conmigo?
—¿Me lo pides? ¿No me lo ordenas? —preguntó Broch, incrédulo.
—Sí, porque lo que debo hacer es en parte personal.
Rroch se levantó.
—¿De veras trabajaste en Defensa de la Vía?
—Hace mucho tiempo.
—Iré.
—Si no hemos regresado dentro de dos horas, dad por hecho que nos han capturado —dije al resto—. Meg, quedas al mando.
—Gracias..., creo —dijo Meg—. ¿Alguien tiene reloj?
Nadie tenía.
—Entonces contad —dije.
Broch y yo caminamos hacia la carretera de Godwin y nos detuvimos en medio del camino de piedra y grava, escrutando la impenetrable oscuridad del túnel. No teníamos linterna. Sólo el ruido de goteo del agua quebraba el silencio que reinaba en su interior.
—Vamos —dije.
—¿Qué haremos?
—Ver qué se proponen las tropas, y rescatar a una amiga. Si todavía están allí.
—¿Crees que pueden haber venido navegando?
—Si son listos, no. Lenk controla el puerto, de momento. —Parecía probable que Beys intentara recuperar el puerto. Yo esperaba estar de vuelta antes de que eso sucediese—. No hablaremos mientras estamos en el túnel, ¿de acuerdo?
Broch cabeceó.
—Apoya tu mano en la pared izquierda. Yo iré por la derecha.
Caminamos cincuenta metros en completa oscuridad. El aire era cada vez más denso y olía a rancio. Broch tosió y se disculpó con un susurro. Un penetrante y desagradable olor a amoníaco nos recibió más adelante. Oíamos sonidos procedentes de arriba: susurros, pisadas. Con cierto alivio alcanzamos el final del túnel y salimos a un campo. Había algunas luces, faroles eléctricos, y captamos voces apagadas.
Al oeste, más explosiones, y el detonar distante de los cañones. Supuse que estábamos en el extremo norte del lago, al oeste de la Ciudadela. Apenas podía distinguir la forma negra de los edificios. Se encendió una luz en una ventana. Una voz protestó y la luz se apagó rápidamente.
—Soldados de Brion —susurró Broch, de pie junto a mí.
—Podrían ser civiles evacuados —dije—. Aún no lo sabemos.
No creía que nadie pudiera vernos si cruzábamos hacia la derecha, donde la silva se presentaba nuevamente como una muralla maciza. Con pocas palabras y gestos indiqué nuestra ruta, y atravesamos un campo llano y desierto que nunca había sido cultivado.
—Dame el arma —dije.
—¿Porqué, ser?
—¿Quieres tener que matar a alguien?
Me entregó el arma. Era un rifle pesado de cañón corto y diseño sencillo.
Seguimos lentamente por el borde de la espesura, tratando de mantener el equilibrio en aquel terreno desigual. Había una forma en el suelo, a pocos metros, un borrón negro en la oscuridad iluminada por las estrellas. Por un instante creí que era un cuerpo humano, pero despedía un fuerte olor a amoníaco. Me agaché y vi una maraña de extremidades, un largo cuerpo cilíndrico con pinchos afilados de cavador. Se me erizó el vello de la nuca. Un vástago muerto. Nadie había ido a recogerlo y llevárselo. Así era el olor de la muerte en Lamarckia. El olor del túnel también era olor a muerte.