—¿Vas a someterme a un interrogatorio? Renuncié a la autocrítica después de la muerte de Caitla.
—Sólo quiero compartir este mal recuerdo.
Brion pestañeó.
—Si te hace falta, adelante —dijo.
Le hablé de los cuerpos amontonados dentro de los edificios de Claro de Luna, de los implacables soldados de las chalanas del Terra Nova, de la emboscada en Calcuta y los niños caídos en el río. Le describí la expresión de aquel soldado que disparaba metódica y fríamente desde la proa de la chalana.
—Les disparaba a todos. Incluso a los niños caídos.
—Estaba muerto de miedo.
—Él era tu mano. Tu mano asesina.
Mi furia había crecido tan de repente que me silbaban los oídos y el corazón me palpitaba; me mordí el labio hasta que logré dominarme.
—No entiendo a qué te refieres —dijo Brion con un hilo de voz—. Él era un soldado.
—Tú lo hiciste —murmuré.
Salap se acercó, temiendo que mi actitud nos pusiera en peligro. Tal vez me estuviese extralimitando.
Pero Brion estaba de buen humor.
—Dime por qué crees que soy responsable de todos en Lamarckia —dijo—. Es una idea extraña.
—¿Qué bien haces a tu gente cuando dejas sueltos monstruos y locos que matan sin necesidad, que destruyen lo que no pueden aprovechar?
—Esperaba algo mejor del Hexamon. ¿Estás seguro de que no eres un farsante?
Brion rió entre dientes, sacudió la cabeza.
Tenía razón, desde luego. Yo no me expresaba con coherencia.
—El general Beys no hizo nada para ayudar a Naderville, ni para ayudarte a ti —dije—. Has hecho matar gente sin motivo. Has abierto las compuertas de una historia antigua y maligna. No podrás cerrarlas cuando Lenk se haya ido.
Brion se inclinó hacia delante con mirada vivaz, estirando los labios en una sonrisa primitiva.
—He pensado mucho sobre estas cosas, ser Olmy. Lo que tú llamas «una historia antigua y maligna» es el crecimiento y la maduración de pequeños grupos humanos. Si Lamarckia estuviera poblada tan densamente como Thistledown, nos comportaríamos de otra manera, Lenk abrió las compuertas de la historia cuando nos trajo aquí, cuatro mil personas solas en un mundo enorme. Si quieres hallar al padre de ese pobre bastardo de la chalana, no me mires a mí... mira a Lenk.
Agitó la mano, y Frick nos llevó a los bancos del centro de la lancha, bajo el dosel, contando una historia inocua sobre las celebraciones que se habían realizado cuando comenzó a llegar comida en las barcazas.
Al anochecer cayó una pequeña llovizna. Brion se quedó bajo la lluvia, mirando la ribera norte del canal, enjugándose el agua de la cara con gesto mesurado y preciso.
El camarero, un hombre que se caracterizaba por su eficiencia y su reserva, cuya presencia pasaba inadvertida y se olvidaba, sirvió una cerveza oscura y dulzona y tortas frías con un jarabe picante. Encendió las luces. Navegábamos por el centro del canal a siete u ocho nudos, y la lancha era una pequeña mancha de luz en una oscuridad fija e incesante.
Brion regresó al dosel calado hasta los huesos, el cabello desgreñado y lustroso, y aceptó la toalla que le daba el camarero.
—No soy un monstruo —dijo.
Se sentó, alzando la copa de cerveza dulce.
—No soy un monstruo —repitió—. No vine aquí para imponer una filosofía estrecha sobre la extrañeza y el asombro. No convencí a cuatro mil personas de que cada una de mis palabras era cierta y de que el mundo donde habían crecido, que había modelado su pensamiento, era un lugar maligno plagado de intrigas, de donde debían escapar.
—Culpas a Lenk de todo esto —dije—. Incluso de lo que haces u ordenas hacer.
Frick se quedó en un rincón, sombrío. Salap murmuró que aquella discusión no llevaba a ninguna parte.
Pero Brion se exasperó.
—¿Sabes cómo empezó todo esto, ser Olmy? ¿Alguien ha descubierto mi pequeña historia personal en el dominio privado de Lenk? Caitla y yo nos amábamos desde muy jóvenes. Fuimos a Athenai como maestros de las escuelas Lenk, y tuvimos el privilegio de conocer a Lenk en persona, el Buen Lenk, el Hábil Lenk. Lenk se enamoró de Caitla y su hermana...
—Ser Brion... —quiso interrumpirlo Frick. Parecía dispuesto a saltar por la borda una vez más.
—Ésta es mi historia, maldición —dijo Brion, apartando la mano de Frick—. Si ser Olmy es del Hexamon, desempeña el papel de juez, pues no puede ser de otra manera, ante la gente que más me gustaría emular. Yo era muy pequeño cuando mis padres me trajeron aquí. Siete años. No tenía opción. Caitla tampoco.
Se apoyó en el cojín del banco y me miró con cara de pocos amigos. Maldijo entre dientes y se inclinó hacia delante, uniendo las manos como en una plegaria, tocándose la nariz con los pulgares.
—Lenk se enamoró de Caitla. La cortejó. El ya estaba casado, claro, y ella lo rechazó. El no aceptó ese rechazo. Era un anciano respetable, para nosotros. Hyssha sabía que estábamos enamorados y fue a verle. El la aceptó... pero eso no le bastó. Quería a Caitla. Al fin Caída y yo no tuvimos más remedio que irnos de Athenai. No podíamos ir a ninguna parte de los dominios de Lenk sin que nos encontraran y nos llevasen de vuelta. No pensaba matarnos, claro. No era esa clase de monstruo. Pero consideraba que tenía ciertos privilegios, que ciertas cosas eran su recompensa por ser quien era, por lo que representaba para su pueblo. Aceptaba unos cuantos bocados selectos, de vez en cuando, para compensar la desdicha de ser un líder, un profeta, casi un dios. Así que robamos una embarcación y nos fuimos a Hsia, a Godwin. Así fue como empezó, ser Olmy. Hace diez años.
Frick cerró los ojos y se sentó frente a Brion, temblando como si el pesar fuera suyo.
—Nos criamos en Lamarckia. Cuando yo era joven, me parecía un mundo rico y maravilloso que no nos combatía, pero que tampoco nos aceptaba. Pronto aprendí que no formamos parte de la carne de este mundo viviente. Hemos padecido y muerto porque vacilábamos entre dos filosofías: adueñarnos de este lugar, someterlo a nuestras reglas o dejar que se desarrollara como si no existiéramos. Lenk no era capaz de decidirse.
Clavó los ojos en mí.
—¿Y qué has decidido tú? —pregunté.
—Estoy a favor de Lamarckia. Pero he combatido contra ella, ordené que rasgaran sus tejidos y expusiesen su suelo para sembrarlo, para producir alimentos humanos... y cuando los cultivos fracasaron, traté de domar el ecos, de acostumbrar a mi gente a lo que teníamos a mano. Aun así sufrimos hambre. Por amor a mi pueblo profané este continente, como otros antes que yo. Hasta que encontré otra solución.
»No me sometí a Lenk, ni le entregué a mi esposa, así que él dejó morir a mi pueblo sin mover un dedo.
—Él alega que no pediste ayuda —dijo Salap.
Brion montó en cólera. Se volvió hacia él, el rostro contraído, las mejillas rojas, una vena palpitando en la frente.
—¡Por el Hado y el Hálito, yo le puse al corriente de lo que sucedía! Yo tenía responsabilidades. Le pedí ayuda a pesar de mi odio. Las penurias de mi pueblo no eran un secreto.
Salap permaneció frío como el hielo. Su bigote delgado y negro apenas se movió.
—Aunque ser Olmy esté aquí para juzgarnos, yo no juzgo, y he estado apartado tanto tiempo de la política que obviamente estoy fuera de onda.
Brion permaneció entre nosotros con una expresión salvaje de angustia durante unos segundos dolorosos. Luego recobró la calma con una celeridad que sólo una gran destreza, o la presencia de un profundo abismo en sus emociones, de una especie de grieta en su ser, podía explicar. Yo había conocido a otros líderes con esa habilidad; tenían la capacidad de asumir máscaras con tanta frecuencia y convicción que desconocían sus propios sentimientos. Ser sinceros consigo mismos es un lujo que los líderes rara vez pueden costearse o tolerar. Pero en Brion aquel talento se había convertido en algo más, era incluso enfermizo.
Ahora comprendía a Brion. No era un gran hombre, ni siquiera en el sentido de impulsar o guiar grandes acontecimientos. Era un hombre de talentos limitados y específicos. Y había sufrido mucho. Yo no podía saber si nos decía la verdad, pero su dolor era real.
—Lamarckia está a punto de florecer —murmuró—. Caitla y yo hicimos eso, al menos. Y cuando florezca, ¿qué lugar nos dará a nosotros, qué lugar podremos ocupar?
El campo cubierto de matorrales, cuyos brotes negros o purpúreos se elevaban en las márgenes del canal como setos ornamentales, se terminó cuando llegó la mañana. Había tenido el mismo sueño desagradable de la puerta la otra vez: en una sartén se freían tortas; percibía un olor penetrante y vegetal, como de alquitrán caliente mezclado con té negro, melaza con rosas, resma de abeto con aroma de hierba recién cortada. Era un perfume que jamás he podido volver a oler ni recordar: el olor de los palacios vivientes de las grandes madres seminales de Hsia.
Habíamos llegado a un mar o lago interior de agua dulce. La costa meridional y la oriental se perdían detrás del horizonte, la septentrional estaba a unos dos kilómetros. Olas cristalinas y azules lamían la lancha, y desde la costa —una costa verde y brillante, baja y llana, cubierta de inmensos y ahusados tallos verdes semejantes a brotes de plantas jóvenes, pero sin hojas— llegaba un sonido ventoso, más extraño que todo lo que había oído en Lamarckia.
«La Tierra era un mundo verde», había dicho Nimzhian en la isla de Martha. En ninguna parte de Lamarckia había existido jamás tanto verdor.
Brion estaba de pie en la proa, a medio vestir, fascinado por lo que veía. Salap se lavaba la cara en las aguas del lago. Me miró mientras yo me ponía la camisa y aceptaba una taza de brebaje espeso.
—¡Mirad lo que ella ha hecho! —exclamó Brion—. ¡En sólo tres meses ha cambiado miles de hectáreas!
Salap se me acercó y miró la costa con los ojos entornados. El camarero trajo una bandeja de tortas y nos las ofreció. Frick se apoyó en el dosel. Una brisa ligera le agitaba el cabello, y llevaba la camisa blanca abierta debajo del chaleco rosado. Sonreía como si estuviera ebrio.
—¿Cómo dices que has logrado esto? —le preguntó Salap a Brion.
—No me limito a decirlo. Sé la verdad, porque cuando ella creó seres a nuestra imagen y semejanza, y le mostramos en qué se había equivocado... luego ella preparó alimentos que podíamos comer y filtró del suelo los minerales y los dejó donde podíamos recogerlos, y yo le pagué. La he estudiado durante años, y conocía su debilidad, su deficiencia.
Miró a Salap, pestañeando.
—¿Qué le diste? —preguntó Salap.
—¿Qué es ella} —pregunté simultáneamente.
Brion sacudió la cabeza, pasmado y asustado por lo que veía en la costa. Se dirigió hacia popa, cogió una torta de la bandeja de Frick, y la engulló como un niño hambriento.
—Más de lo que yo podía imaginar —dijo—. Olvidémonos del intento de reemplazar a nuestros niños muertos. Olvidémonos del intento de enseñar a sus vástagos a hablar. Nada de eso le interesaba. Ella no lo entendía. Podía imitarlo, pero no entenderlo. El contenido de nuestro frasco, en cambio, la apasionó.
—Nosotros no lo entendemos —dijo Salap con paciencia.
—Yo lo destilé y lo purifiqué a partir de hierbas, en un estanque, frente a nuestro dormitorio. Hierbas decorativas que Lenk trajo de Thistledown, sencillas y encantadoras. Era fácil aislar lo que ella necesitaba y entregárselo en un frasco, concentrado, inconfundible.
—Clorofila —dijo Salap.
Brion sonrió.
—La debilidad de Lamarckia —dijo, con migajas en la boca—. No sólo la clorofila, sino los cloroplastos, las complicadas estructuras fotosintéticas de nuestras plantas, por separado y en conjunto. Almidones, azúcares, todo el ciclo en un frasco. Y lo comprendió. Nos dio los experimentos que visteis en Naderville, el jardín de Caitla. Los fítidos aéreos purificadores, más comida. Pude haber ordenado a Beys que regresara a casa, porque entonces supe que habíamos vencido. Podríamos alimentar a nuestra gente, fabricar máquinas, fundar nuestro propio enclave. No necesitábamos a nadie.
—Pero no le ordenaste que regresase —dije.
—No, Caitla dijo que teníamos que cumplir nuestra promesa. Teníamos que buscarte a ti, ser Olmy, el agente o los agentes del Hexamon, y teníamos que humillar a Lenk, para dejar bien claro que los humanos no podían sobrevivir aquí. Y entonces abandonaríamos Lamarckia dejándole nuestro obsequio.
—Sigues refiriéndote a ella. ¿Quién o qué es ella? —insistí—. ¿La madre seminal, la reina?
Brion señaló hacia el este. Sobre una bruma azul vimos siete enormes troncos o torres negras que se elevaban tierra adentro; medían cuatrocientos o quinientos metros de altura, y entre setenta y cien metros de diámetro en la base.
—No sé qué es ella, con exactitud. Es decir, qué parte es, con una forma nueva... O si es algo totalmente nuevo. Tal vez aún no esté creada. Pero la reconoceremos en cuanto la veamos.
Brion se volvió hacia Salap y hacia mí.
Vaciló, pero al fin clavó sus ojos en mí con determinación y desesperación.
—El Hexamon debe venir para llevarnos de vuelta. Ella tiene lo que necesita. Ahora ningún ecos puede vencerla.
El piloto nos condujo a una caleta estrecha que se curvaba al este y luego al norte de la costa del lago. Avanzamos en silencio entre densas paredes de brotes verdes y azulados, anchas hojas de helecho en cuyos miles de puntas relucía el agua, delgados tallos helicoidales que sobresalían de los matorrales y se elevaban docenas de metros sobre aquella masa móvil y trémula; los inmensos tallos verdes que habíamos visto desde lejos eran brotes del tamaño de secuoyas gigantes. Salap tenía una expresión que yo no le había visto ni siquiera cuando descubrimos los homúnculos en la isla de Martha: asombro y desconcierto.
—Es una nueva silva —dijo—. Todo es diferente.
La luz de la mañana que se reflejaba en esa exuberancia verde nos hacía parecer criaturas nadando en un bajío. El cutis pálido de Brion cobró un tinte verdoso. Se agazapó a proa, los codos sobre las rodillas, flexionando los dedos como patas de araña, relamiéndose los labios.
—Ojalá hallemos el fondeadero —dijo—. Ya no está lejos... Espero que no lo haya arrasado en su entusiasmo.
Los vástagos del vivero imitaban variedades concretas de vida vegetal terrícola. Aquí la imitación era superficial o paralela. Aquello que controlaba los nuevos brotes creaba nuevos planes y proyectos con prodigiosa celeridad a partir de principios sencillos.