Legado (23 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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Randall se me acercó y se apoyó en la baranda, con ánimo de hablar.

—Hace una semana que estamos navegando —dijo—. El segundo oficial y yo te hemos vigilado.

Asentí, sin saber qué decir.

—Me dijiste que aprenderías pronto, y así es. Juraría que has navegado antes.

—Soñé toda la vida con navegar.

—Eres el mejor aprendiz de a bordo, incluso mejor que Shimchisko, aunque es un tío decente, a pesar de su lengua viperina. Pronto podrías ascender a marinero si quisieras. También he notado que asistes a las charlas del capitán aunque estés muy cansado.

—Son fascinantes.

—Sí, es un buen capitán, pero tal vez sea el mejor científico de Lamarckia. Al menos tanto como Mansur Salap. Hace diez años que recorremos juntos Tasman, Elizabeth y las islas Kupe, por mar y por tierra. —Dejó que el silencio se prolongara unos minutos, escuchando el viento—. Lo que me interesa es tu rostro, ser Olmy. Los aprendices y marineros tienen rostros que me resultan familiares. Conozco sus caracteres. Tengo que juzgar a la gente, y creo que soy bueno para eso, pero a ti no puedo juzgarte por el rostro, por el Hálito ni por el Hado. —Me miró directamente, acodado sobre la borda, las manos entrelazadas—. Juraría que eres mayor de lo que aparentas y que sabes más de lo que dices.

Enarqué las cejas al oír estas inquietantes observaciones. Primero Larisa, luego Thomas, ahora Randall. Parecía transparente para ellos.

—¿Cómo te llevas con la tripulación? —preguntó.

—¿En qué sentido?

—No riñes, no discutes y desde luego no aspiras a ocupar la litera de un marinero. Eres tranquilo y modesto, ser Olmy.

—Gracias, señor. He trabado amistades y he seguido consejos. Supongo que soy popular porque sé escuchar.

Randall rió.

—Pero ocultas algo.

—¿Porqué?

—Supongo que la proscripción de tu familia afecta tu espíritu. Dos años en el corazón de Liz. Testigo de una atrocidad. —Sacudió la cabeza, chasqueó la lengua comprensivamente—. No es fácil regresar al seno de la sociedad. Quiero decir, ser Olmy, que cuando lleguemos a Jakarta y a la Estación Wallace, y recojamos a Mansur Salap y a nuestros investigadores, habrá mucho trabajo que requerirá algo más que aptitudes de marinero. Escasean los ayudantes despabilados y de mente despierta. Desde el momento en que rescatamos a esos niños en Calcuta, me has impresionado. Te observaré estos días, pero no te pongas nervioso. En cuanto pasemos Jakarta, creo que te propondré como ayudante de investigación. Me parece que nos entendemos. —Cabeceó como si saludara la costa—. Me encanta este lugar, tan diferente de la silva que rodea Calcuta.

Al terminar la guardia de estribor, Shirla y Talya Ry Diem reunieron un corro de aprendices y marineros. Shirla me cogió del codo y me arrastró hacia allí, y Meissner trajo dos largos instrumentos con dos franjas paralelas de cuatro cuerdas tensadas sobre dos cajas de resonancia adyacentes hechas de fruta fítida seca. Eran kimbores, creados por los inmigrantes durante los primeros años que siguieron al Cruce. Meissner le entregó uno a Ry Diem y se puso a afinarlo. Ry Diem tarareó y cantó varias notas de una escala pentatónica, y otros integrantes del círculo se sumaron, adaptándose a los instrumentos y a Ry Diem. Sus voces hendían el viento.

Shirla se puso un zapato de xyla en un pie descalzo, tomó el kimbor de Ry Diem, marcó un ritmo en cubierta con la punta del zapato y tocó el tronco más bajo con los dedos. De inmediato la tripulación del círculo se puso a cantar. Meissner acompañaba con notas graves y vibrantes. Shimchisko se puso de pie, extendió las manos y cantó con voz de falsete. Se me erizó el vello de la nuca. Nunca había oído nada semejante. Era primitivo, pero muy complejo. Yo ignoraba que los inmigrantes de Lamarckia hubiesen desarrollado un estilo musical tan diferente.

Shimchisko cantó una lista de nombres, empezando por la gente del círculo, y la enumeración se volvió cada vez mas exótica y descabellada. Otros lo acompañaron con palabras que les agradaban, y pronto doce voces se entrelazaron creando una compleja trama. La canción terminó en carcajadas, y Shirla tamborileó cinco veces en cubierta con el zapato.

Siguió una tranquila balada cantada por Shirla y Meissner, en claras palabras que describían los amores de un joven y la personificada reina de la Zona de Elizabeth. Al parecer era una canción tradicional, y afectó profundamente a Shimchisko y a otros. Los ojos de Meissner se llenaron de lágrimas mientras Shirla describía el inevitable fin del amor de la reina y el suicidio del joven, que saltaba desde un peñasco al corazón de una silva desconocida.

El recital se prolongó dos horas, acompañado por sorbos de cerveza de fibra.

Randall se unió hacia el final con una canción que su madre le había enseñado; trataba de niños que nombraban los vástagos que encontraban en una silva recién colonizada. Tenía una voz grave pero bien modulada. Todos cantaban bien.

La velada concluyó cuando Leo Frey sirvió unas tortas dulces. Keyser-Bach bajó del puppis, y Gusmao —la carpintera solitaria— también nos acompañó, lo cual indujo a Soterio a brindar por los artesanos. Los marineros brindaron por el capitán y el primer oficial, y Randall brindó por los aprendices, «que se iniciaban en las artes de los mares lamarckianos». A su vez Kissbegh brindó por Talya Ry Diem, «que me partió la cabeza al principio, e insufla su espíritu en este barco».

Ry Diem se sonrojó.

Las estrellas despuntaron detrás de nubes delgadas. Me fui a acostar con la cabeza llena de música.

La nave rodeó un promontorio árido y ventoso llamado cabo Tristeza. Cinco buques habían naufragado allí, según me contó Shimchisko. El capitán escrutó el cabo con un telescopio, examinando la actividad de los vástagos. Los vientos y el mar eran favorables, y rodeamos el cabo sin contratiempos.

Cincuenta millas al sur del cabo Tristeza, a sólo cien millas de Jakarta, el capitán salió a cubierta, maldiciendo y agitando la pizarra.

—¡Nos piden que nos alejemos! —exclamó, hablando con Randall y el segundo oficial—. Acabo de hablar con el disciplinario y la junta portuaria. Dicen que han localizado intrusos frente a la costa de Magallanes. Dicen que esos grupos esperan entrar de noche e incendiar la ciudad, y que capturarán cualquier nave que encuentren en el mar. Negarán la entrada a todos los buques durante los próximos días, por si sitian la ciudad. ¡Al cuerno con todos! ¡No es justo!

Escuché desde el árbol de mesana. El trío conferenció, junto con el velero Meissner, y los marineros más veteranos. Me distrajo una chispa plateada a estribor: ptéridos, vástagos relucientes con forma de bumerán que arrastraban largos flecos, aleteaban sobre las olas espumosas y azules, hundiendo las alas y los flecos en el agua, levantando milagrosamente el vuelo, saltando a la próxima ola.

—Podemos continuar hacia la Estación Wallace —dijo Randall.

Pero el capitán no estaba dispuesto a aceptarlo.

—Aquí nos esperan provisiones y dos investigadores más —dijo—. Que me cuelguen si permitiré que un hatajo de torpes burócratas nos impida entrar en el puerto. —Batió palmas, rojo de furia. Luego, como si hubiera pasado una tormenta, su rostro se despejó. Se llevó las manos a los costados y dijo—: Aun así, no quisiera toparme con una nave de Beys en esta etapa... ni en ninguna otra. —Se puso a caminar enérgicamente—. Sí, sí —dijo con una sonrisa. Los hombres murmuraron, juntando las cabezas, y se dirigieron al puppis y a los aposentos del capitán. El segundo oficial, Soterio, subió a cubierta para reemplazar al primer oficial y miró a los aprendices y marineros jóvenes con cara de pocos amigos.

Tres aprendices y yo descendimos a cubierta a la espera de otras órdenes.

—Sabéis lo que eso significa, ¿verdad? —rezongó Ibert, arrojando una cuerda contra la cubierta.

Shirla le dio un golpe en el brazo y le dijo que bajara la voz.

—Nos enrolamos para pasar años en alta mar. No te quejes por un par de días en tierra.

—No es eso —gruñó Ibert, llevándose al hombro un rollo de soga.

—¿Entonces qué?

—El mejor teatro de Lamarckia —dijo Ibert, alejándose—. Y nunca podré verlo.

Shimchisko apoyó la pierna en una verga libre.

—Ibert ama el teatro. El teatro en vivo. Y Jakarta es célebre por eso.

—Lo sé —dijo Shirla con exasperación—. Qué infantiles sois.

El primer oficial salió y deliberó con el segundo oficial.

—Manos a la obra —gritó Soterio—. Anclaremos en las aguas rojas de Sloveny Caldera.

—El capitán piensa esperar —dijo Shimchisko con cierta satisfacción—. Por mi parte, no entiendo por qué hay tanto miedo en la ciudad.

—No has estado en una ciudad saqueada —dijo Kissbegh.

—¿Y tú? —preguntó Shimchisko, corriendo hacia las drizas en respuesta a otro bramido del segundo oficial.

—No. Pero entiendo que ser Olmy...

Me reuní con los aprendices arriba.

—Agua roja —gimió Shimchisko, colgando de las perneras de las arraigadas—. Huele a sentina.

El buque navegaba con viento de babor. Rodeamos rápidamente una montaña que sobresalía del mar cubierta con franjas rojas, como si le hubieran pintado las cotas de un antiguo mapa topológico. La montaña, visible a cincuenta millas, tenía en el flanco suroeste un cráter inmenso que parecía lleno de cabello espeso y ondeante. Brotaban nubes del escabroso borde del cráter. Yo no tenía tiempo para examinarla en detalle. El capitán estaba de nuevo en cubierta, con French el navegante, guiando la nave por estrechos corredores, entre arrecifes de bejucos. El mar se arremolinaba peligrosamente a pocos metros. Los bejucos se elevaban sobre las olas y extendían anchos abanicos y brillantes pétalos rojos de veinte o treinta metros de anchura, corno enormes lirios de agua. La tripulación los llamaba «flores-castillo».

—Si naufragamos, nadad hacia las flores-castillo. Hay agua dulce en su interior —advirtió Shankara mientras nos apoyábamos en las drizas.

—Esta nave no naufragará —gruñó Soterio, aunque miraba nerviosamente por la borda.

Dejamos atrás los arrecifes. El vigía de babor corría por cubierta siguiendo las estridentes órdenes del segundo oficial. El viento al fin se disolvió en ráfagas apacibles, dejando aguas calmas. Un olor agrio impregnaba el aire; ni siquiera la brisa podía despejarlo. Las aguas parecían más tranquilas, menos efervescentes. Nos deslizamos hacia la sombra vespertina de la montaña. Aprovechando un descanso, aspiré grandes bocanadas de aquel aire perfumado.

—Aspíralo mientras puedas —me aconsejó el primer oficial desde el puppis—. Luego apestará como un cuenco de pasta agria.

Pronto fue evidente que la montaña era apenas una hermana menor, un parásito en el flanco de la descomunal Sloveny Caldera. La caldera estaba un kilómetro más abajo que la montaña pero medía ocho kilómetros de diámetro. El flanco oriental se había desmoronado siglos atrás y el océano lo había inundado.

Pasamos bajo las nubes que brotaban de la hermana menor y más alta, el monte Pascal, y el mar cobró un tinte purpúreo a la sombra. Cuanto más nos internábamos en el cuenco, más roja se volvía el agua, y más fuerte era el olor a sulfuro de hidrógeno, hasta que localicé algo que parecía una llamarada y llenaba la curva occidental de aquel puerto natural. El aire apestaba, en efecto, y escamas rojas cabeceaban en las aguas como pintura descascarillada. A menos de cien metros de la curva pared occidental de la caldera, el Vigilante echó anclas. Había una profundidad de trescientos metros.

Ayudé a los demás a recoger las velas, y luego todos descendimos a cubierta a una orden del segundo oficial y formamos filas en la cubierta principal. El capitán y Randall fueron a popa y se plantaron ante la tripulación. Shatro se reunió con ellos. Randall se adelantó.

—Necesitaré a doce hombres para una incursión en la isla. El capitán propone ir a tierra a realizar algunas observaciones, consagrar nuestro tiempo a algo útil hasta que podamos entrar en Jakarta. Dudo que otras naves nos sigan hasta aquí. No es fácil entrar ni salir, y huele mal. El capitán ya ha estado aquí, al igual que yo. Los peligros son mínimos, mientras seamos cautos. Ser Shatro y yo iremos, por supuesto. ¿Voluntarios?

Alcé la mano. Ibert me miró de reojo.

—Es una región muy desagradable —susurró Shimchisko desde el otro lado.

Shirla también se ofreció, y Shankara. Haciendo una mueca sin que lo vieran el primer oficial ni el capitán, Shimchisko se adelantó, y pronto lo siguió Ibert. En pocos segundos el capitán tuvo a sus hombres. Kissbegh y Ridjel parecían aliviados.

Los dos botes avanzaron por las rojizas y malolientes aguas. Todos, salvo el capitán, Randall y Shatro, se turnaban en los remos. Mientras remaba, vi que las escamas rojas eran algo más que manchas de pigmento. Flotaban sobre las olas con la displicencia de anémonas, pero aquellos vástagos de color sangre eran achatados, y poseían diminutos zarcillos que los separaban de sus compañeros.

El capitán nos condujo hacia un desfiladero abierto en la pared occidental miles de años atrás; un hilillo de agua bajaba dejando una marca blanca y amarilla en la roca negra y parda. Amarramos los botes a rocas que sobresalían cerca de una playa escabrosa, pequeña y pedregosa, y todos bajamos a la costa salvo los dos que se quedaron a montar guardia, Shimchisko e Ibert.

El agua marina era áspera entre mis dedos y me acariciaba la cintura con un cosquilleo desagradable. Una vez en la orilla, Randall nos ofreció a todos un bulbo lleno de polvo blanco para cubrirnos la ropa y la piel.

—Bicarbonato sódico —explicó—. Aquí el agua es un poco ácida, y es mejor neutralizarla mientras estéis húmedos.

Lo hicimos en pocos minutos. La ropa aún siseaba cuando en fila, encabezados por el capitán y el primer oficial, escalamos la hendidura.

Flores de azufre cubrían la roca por doquier. No había vida a la vista, el aire apestaba y era desagradable respirar.

—Ánimo, amigos —dijo el capitán—. Será sólo por unas cuantas horas.

Su entusiasmo no era contagioso. Me ardían los ojos y los pulmones.

A mi espalda, Shirla me dedicó una sonrisa de aliento.

—No es peor que las letrinas del barco —comentó.

El desfiladero conducía a la cima del macizo cuerpo principal del viejo volcán. Una ancha y negra llanura de fragmentos de lava se mezclaba con lisos ríos de lo que antaño había sido roca fundida. Fosos abiertos escupían vapor y vaharadas amarillas. El viento alejaba esas nubes del desfiladero, pero yo temía que el viento cambiara y nos asfixiáramos.

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