Otros vástagos móviles, creía Jiddermeyer, actuaban como exploradores, ojos y oídos de las hipotéticas «reinas» o «madres seminales». Otros —como los reconocedores— seguían las actividades de los vástagos, permanecían atentos a las intrusiones de otras zonas o cruzaban los límites de la zona para actuar como espías. Jiddermeyer fue el primero en encontrar y describir ejemplos de intrusos disfrazados, vástagos que cruzaban límites. Procesadores y jardineros limpiaban los cadáveres de los impostores fallidos, y en varias ocasiones los impostores que tenían éxito eran descubiertos por accidente.
Cada zona había logrado, sin competencia directa, sin obedecer las leyes de la supervivencia del más apto, llenar los nichos disponibles, aprovechar por completo el sol, el aire, el agua y los minerales, las características y los recursos ambientales de Lamarckia.
Las zonas recibían su número por orden de descubrimiento, no de identificación como organismos individuales. Los exploradores que se dirigían río arriba desde Calcuta habían descubierto las zonas dos y tres, seguidas por la zona cuatro en la costa oeste. La expedición de Petam había partido poco después.
Lo que había asombrado a los primeros exploradores —que buscaban desesperadamente tierras de labranza y recursos— era la falta de variedad en las diversas zonas. La mayoría de las zonas contenían menos de mil tipos de vástagos, incluidas las variedades microscópicas. Aún más asombrosa era la aparente falta de competencia entre los vástagos. Excepto en los límites zonales, donde se desarrollaba una especie de «guerra fría».
La noche previa a nuestra llegada a la estación, a medio día de viaje si el viento mantenía su dirección y velocidad, vimos el borde de una enorme tormenta. El sol bruñía el frente de tormenta, transformándolo en un distante y nuboso templo rojo y dorado. El capitán fruncía el ceño en cubierta, observando la tormenta con los prismáticos.
Fiel a su palabra, Randall me invitó al estudio y laboratorio del capitán para una charla con Shatro y Keyser-Bach. Me di cuenta de que mi posición era delicada, pues todavía no tenía asignado un papel, y escuché con atención.
El capitán estaba agitado. Iba de aquí para allá frente a las cajas de frascos vacíos y los estantes de libros, balanceando los brazos.
—Esperábamos tener tiempo y posibilidad de concentración —dijo—. Tal vez no tengamos ninguna de ambas cosas. Es posible que Athenai reclame todos los barcos... a menos que comiencen pronto las charlas con Naderville. El Buen Lenk no puede permitirse perder barcos, ya sea en tormentas o a manos de piratas.
Keyser-Bach dejó de pasearse para atisbar por la pequeña ventana de babor.
La tormenta lo preocupaba.
—Ser Salap quiere que pasemos dos semanas en Wallace, así podrá concluir su trabajo aquí. Le importan poco las revueltas brionistas. Ojalá yo pudiera ser tan indiferente, pero no podemos pasar más de dos días en la estación.
—Entonces nuestro siguiente paso está claro —dijo Shatro, mirando a los demás, buscando su consenso—. Tenemos que recoger a Salap, Thornwheel y Cassir... y continuar nuestro viaje.
El capitán se encogió de hombros y miró nuevamente la muralla gris que cubría el horizonte.
—En esta atmósfera, ninguna tormenta puede durar décadas. —Tamborileó sobre el antepecho con los dedos—. Podríamos estar fuera del radio de escucha en cuestión de semanas. La captación de señales de radio siempre ha sido difícil por debajo de estas latitudes.
—No tanto —dijo Randall.
—¿Algún problema, Erwin?
—Me disgusta ignorar o eludir órdenes.
—También a mí —se apresuró a añadir Shatro. Luego, sin saber a quién disgustaría más, continuó a trompicones—: Pero la recepción es nula a veces. Más al sur...
—No se trata de desobedecer órdenes —declaró el capitán—. Se trata de adelantarse a la tormenta. Soy un Ahab con dos ballenas blancas, pero no las busco, sino que huyo de ellas. —Sonrió ante su propia agudeza—. Una es la política, que me ha arrancado una pierna, y de la cual huyo siempre que puedo...
—A menos que aprovisione tu nave —intervino Randall, tratando de desbaratar la torpe metáfora.
—Y la otra es esa tormenta. —El capitán señaló por la ventana—. Por poco me alcanza cuando dejé a Salap en la estación hace dos años. ¿Cuál de mis ballenas blancas es peor?
Shatro sacudió la cabeza, sin acabar de entenderlo.
—Señor, el ascenso de ser Olmy no me convence.
—Sin duda —replicó Keyser-Bach en tono ácido—. Me parece que este joven es brillante, y andamos cortos de investigadores. Salap me ha dicho por radio que en Wallace podrán cedernos a lo sumo dos. —Extendió la mano como invitando a Randall a participar—. ¿Pero cuan útil nos será ser Olmy?
—Que lo juzgue Salap —dijo Randall—. Me gustaría tener la mayor cantidad posible de mentes capaces trabajando en esta expedición, y a disposición del jefe de investigadores.
—¿En qué ayuda una mente más? —preguntó Shatro de mal humor.
—Esta expedición no debería afrontar el mismo problema que afrontamos todos en este planeta —dijo Randall—. Vinimos aquí sabiendo que seríamos un grupo pequeño y aislado. No comprendimos cuánto nos costaría intelectual y culturalmente.
—¿Qué tiene que ver la cultura con esto? —preguntó Shatro.
—Entiendo lo que dice Erwin —comentó el capitán—. Nos enfrentamos con un rompecabezas enorme, que desconcertaría a nuestras mentes más brillantes aunque tuvieran acceso a todos los recursos de Thistledown. Pero no tenemos acceso a esos recursos. Y este barco, con todo mi respeto por los que viajan a bordo, no rebosa de genios creativos. ¿Verdad, Erwin?
—Aunque tampoco es un barco de locos —dijo Randall, moviendo la mano.
—De ninguna manera —dijo el capitán, entornando los ojos.
Shatro se encogió de hombros.
—Me di cuenta de que Olmy era brillante el día en que subió a bordo —continuó el capitán—. Pero siento poca simpatía por los presuntos exploradores que se internan en la silva sin educación ni preparación. He visto a muchos regresar convertidos en místicos delirantes, si regresaban. ¿La enormidad de la silva no te abrumó, ser Olmy?
—Me sentí perdido en ella. Abrumado, sí. Pero regresé en mi sano juicio, si a eso te refieres.
—De acuerdo —dijo el capitán—. Aprobaré este ascenso, con el consentimiento de Salap, siempre que no tengamos que navegar con un tripulante menos.
—Disfrutaré mi trabajo en cualquier caso, señor —respondí, tratando de ser humilde.
Shatro frunció el ceño, luego recobró su máscara de aparente neutralidad.
—Me gustaría atracar en la estación mañana por la mañana —dijo el capitán.
La noche había oscurecido el océano y la costa cuando subí a cubierta, pero al mirar al norte vi relámpagos brillantes, anaranjados y rosados, a gran distancia: la tormenta inmortal del capitán.
Por la mañana, la tormenta se había perdido de vista y la tensión disminuyó en el Vigilante. El viento se mantuvo, y navegamos sin tropiezos sobre aguas azules y profundas, bajo un cielo lleno de nubes algodonosas y cirros que parecían vellocinos.
La tierra del extremo sureste de la costa de Cheng Ho consistía en una hilera de peñascos bajos con cúpulas de granito contra los cuales el mar se estrellaba en finas líneas de rompientes. Tierra adentro, llamaban la atención unas torres rechonchas, semejantes a inmensos y gruesos arbustos espinosos podados por jardineros gigantescos. Al aproximarnos a la costa, las torres resultaron ser troncos entrelazados que cubrían varias hectáreas, elevándose a alturas de más de ciento cincuenta metros, y coronados por hojas rojas, brillantes y circulares de hasta diez metros de diámetro.
El capitán ordenó que bajaran el bote. Randall y Shatro supervisaron la carga de las cajas de provisiones y el paquete de correspondencia.
Habían pasado tres meses desde la última vez que un barco había visitado la caleta.
Shimchisko, Shirla, Ry Diem, Shankara y yo tripulamos el bote. Remábamos todos menos Randall y el capitán. Ry Diem y yo saltamos a las espumosas olas, empujamos el bote por una gruesa franja de «corteza de mar» —espuma seca con la consistencia del merengue horneado—, lo arrastramos a la playa y sujetamos la cuerda a un grueso tallo de bejuco de mar bien arraigado en la arena. Avanzamos por la playa por orden de rango.
Shirla no decía nada, y apretaba los labios.
Me pregunté hasta qué punto ese coqueteo era un cortejo, y qué reglas había violado yo.
Cinco hombres y cuatro mujeres nos salieron al encuentro. El jefe de investigadores, Mansur Salap, abrazó a Keyser-Bach con una cálida sonrisa.
Salap era el mayor de los nueve habitantes de la estación; tenía cincuenta y siete años, y mechones grises en el cabello negro y la perilla. Vestía pantalones negros holgados y camisa negra, con una chaqueta también negra y larga, e iba calzado con sandalias de fibra; era más menudo que el capitán, y un poco más delgado, aunque su delgadez parecía más proporcionada. Era un sujeto elegante que no desperdiciaba un solo movimiento, y hacía gestos precisos con sus dedos largos y sus manos femeninas cuando hablaba con una agradable voz de tenor, explicando en qué había consistido su labor de las últimas semanas. El capitán caminaba a su lado, barbilla en mano, asintiendo y frunciendo concentrado el entrecejo.
Thornwheel y Cassir, dos ayudantes de Salap en la estación, eran más jóvenes que yo, aunque aparentábamos la misma edad. La juventud pasaba más pronto en Lamarckia que en Thistledown. El capitán nos precedió en nuestra marcha hacia el laboratorio principal. Las paredes estaban hechas de bastidores delgados cubiertos con láminas correosas. El techo era de bejuco de mar trenzado.
El capitán se sentó y Salap encabezó una visita guiada del laboratorio, contando el resultado de algunos de sus experimentos más recientes.
—La pradera no es sólo un vástago continuo, como pensábamos hace un año. Consiste por lo menos en cinco tipos diferentes de ellos, adaptados a partir de una sola forma a lo largo de los siglos o los milenios; una clase de criatura que desconocíamos hasta ahora. En vez de convocar y remodelar los vástagos en un punto alejado de su hábitat, el ecos les presenta plantillas modificadas y ellos se cambian a sí mismos.
El capitán escuchó atentamente, sintiéndose cómodo con Salap, y fascinado por sus descubrimientos, pero reacio a dar su opinión.
—Con el equipo del Vigilante, podríamos comprender fácilmente las relaciones de la pradera con los bejucos de mar y otros vástagos pelágicos. Hay una acción recíproca, por supuesto, como pensaba Jiddermeyer. Es una constante en todos los ecoi. Pero la naturaleza de la relación entre los habitantes de tierra y los vástagos marinos o ribereños no está claramente definida. Aquí hemos estudiado la distribución de alimentos desde el mar, hemos medido y estimado la tasa de intercambio y lo que regresa al mar... Comenzamos a entender el metabolismo, por así llamarlo, de todo Petain.
—Muy bien —dijo el capitán.
Salap se cruzó de brazos.
—¿Deseas decir algo, capitán?
—No podemos quedarnos mucho tiempo. Dos días a lo sumo.
—Por los problemas.
—Randall está de acuerdo conmigo —dijo el capitán, como si se tratara de un debate y él desease terminarlo cuanto antes.
El primer oficial estaba sentado en un taburete. Enarcó las cejas y sonrió turbado.
—¿Crees que habrá una guerra? —preguntó Salap.
—Será una pesadilla burocrática, pase lo que pase —dijo Randall—. Y ya hemos soportado bastantes.
—Necesitaremos la mayor cantidad de investigadores que puedas prestarnos —dijo el capitán—. Erwin ya ha reclutado algunos entre nuestros tripulantes.
Me miró.
Salap se adelantó para examinarme críticamente, como si yo fuera un animal extraño, tal vez un vástago.
—¿Y él es...?
—Ser Olmy Ap Datchetong —dijo Randall—. Un estudiante de Elizabeth. Más competente que la mayoría.
—Me alegro de conocerte, ser Olmy. El primer oficial siempre ha tenido un corazón blando —dijo Salap—. Afortunadamente, también es bueno para juzgar a la gente.
—Me gustaría zarpar cuanto antes —dijo el capitán.
Salap sacudió la cabeza, disgustado por la presión.
—Dame dos días. Embalaremos el equipo que necesito a bordo, trasladaremos el que dejarás en la estación y concluiremos nuestra medición de las transferencias nocturnas ejecutadas por la tormenta.
—¿La tormenta? —preguntó el sorprendido capitán.
Salap nos miró con sonrisa satisfecha.
—Mi sorpresa especial. Hemos aprendido mucho sobre esa tormenta que ahora acecha allá, y que nos persiguió a ambos en el Mar de Darwin pero nunca nos alcanzó.
—¿Qué has aprendido? —preguntó Keyser-Bach.
—Que está viva —dijo Salap.
Al caer la tarde se había entregado la última carga y el capitán y Salap estaban en la playa mirando el mar. La tormenta se había acercado nuevamente a la costa, a treinta o cuarenta millas, cubriendo el horizonte noreste con columnas de nubes arremolinadas y amontonadas. Tan de cerca, las nubes parecían titilar como si estuvieran llenas de copos de mica.
Shatro, Thornwheel y Cassir aguardaban junto al bote para regresar al barco. Yo estaba junto a Randall, a pocos metros del capitán y Salap.
—Aún no se ha explicado —murmuró Randall con ansiedad—. Deberíamos zarpar de inmediato o seremos arrastrados hacia la playa o los arrecifes. Detesto enfrentarme a esa hija de perra, pero en todo caso prefiero hacerlo en el mar.
El capitán nos indicó a todos que nos reuniéramos con él y Salap.
—Hemos estado hablando —dijo—. Ambos convenimos en que podemos terminar el trabajo mañana por la tarde, o mañana por la mañana si nos empeñamos. Tendremos que ayudar a preparar y probar el equipo que hemos traído y luego... —Se interrumpió, mirando la tormenta como sumido en un sueño.
—Nunca viene a la costa —dijo Salap—. Envía emisarios.
—Mansur, cuentas con mi infinita admiración pero, hablando claro, me gustaría saber qué esperar —dijo bruscamente el capitán.
Salap parecía disfrutar de la incomodidad del capitán.
—Los emisarios son pequeños frentes nubosos, ricos en agua y materiales recogidos dentro de la tormenta misma. Difíciles de describir.
—¿Qué fuerza tienen? —preguntó Randall.
—El viento sopla con una fuerza de pocos nudos, suficientes para acercar los frentes despacio, pero no para dañar la nave ni desgarrar el paño de la pradera. —«Paño» era la palabra que Salap y sus investigadores usaban para denominar el brillante tejido marrón que cubría la planicie y ocultaba las operaciones de cinco tipos de vástagos—. En realidad, la tormenta cumple varios propósitos. Agita el mar, genera nutrientes como un biorreactor gigantesco, y controla el tiempo. A lo largo de cientos de millas no hay más tormentas que esa gran tormenta.