Shirla sabía estar en sintonía con la tripulación. Parecía tener ganas de hablar, aunque estaba un poco ansiosa y un poco triste.
—Pero nadie está a mi popa —dijo, fijando los ojos en el horizonte—. Nunca he sido atractiva a primera vista.
—Pero tus cualidades se manifiestan con un estudio detenido —dije, con la esperanza de animarla.
—Tú nunca lo sabrás —bromeó—. Eres un solitario. No quieres que nadie sepa nada sobre ti. ¿Qué puede darte una simple mujer?
Me eché a reír.
Arrugó la nariz y se tocó una oreja.
—Ayer oí que Salap discutía con el primer oficial.
—¿De veras?
—Discutían sobre ti. En la cabina de investigación.
—¿Y cómo lo oíste?
—Estaba pintando el lizbú con aceite aislante. Soterio dice que tengo una mano de terciopelo con el pincel. No oí mucho, pero Saíap dijo que escogería a sus propios investigadores.
Enarqué las cejas.
—Vaya.
—No sabía que te apreciaran tanto.
—Randall me tiene simpatía.
—Tal vez deberías estar a su popa —sugirió, en un tono mucho más serio.
—Es un hombre casado con cuatro hijos.
Shirla se mordió el labio.
—Yo podría juntarte con otra mujer. Las marineras de nuestro cuarto hablan de ti. Atraes a algunas. Mujeres con ojos rápidos como tú.
—No, gracias. Además me gustas tú.
Shirla me miró como si se sintiera ofendida, pero apartó la vista.
—No soy tonta. Yo también sé conversar.
—Nunca he pensado lo contrario.
—No te burles de mí.
—No es mi intención...
—Salap dijo que te observaría —interrumpió Shirla—. El capitán escuchaba la radio. Está muy pendiente de la radio.
—¿Qué oye? —pregunté.
Me lanzó una mirada de advertencia.
—Oye lo que decide contarnos. Eso es todo cuanto oye.
—Oh.
Hizo una pausa, aún en cuclillas, y dijo como si nada, como si no acabara de hacerme una advertencia.
—Es posible que Jakarta permanezca cerrada durante meses. No podremos entrar. Salap dijo que estaba enfadado con Randall, pero Randall logró que admitiera que necesitarán a más investigadores. Así que supongo que estás adentro.
—Gracias por estar al tanto.
Ella sacudió la cabeza, frunció los labios, se puso de pie.
—El maquinista es elegante. Uno de los primeros colonos. Vino con Lenk. Tal vez pruebe suerte con él.
Khovansk el maquinista rondaba los setenta, era el hombre más viejo del barco. Pasaba casi todo el tiempo bajo cubierta, forjando nuevas piezas con metales de otras rotas. También mantenía el endeble y primitivo sistema eléctrico del barco.
—Tal vez nos capturen los brionistas y no tengas que preocuparte por nada —concluyó Shirla. Se levantó y se fue a proa, dejándome totalmente confundido.
A dos días de Wallace, el segundo oficial avistó un vástago pelágico que flotaba a estribor. Estaba lejos de Petain u otros territorios oceánicos de las zonas y parecía perdido, con el lomo agrisado y ampollado por el sol. Viramos, bajamos el bote e investigamos la criatura. Salap conducía a los tripulantes del bote, y pronto ataron el vástago y lo arrastraron lentamente hacia la nave.
Una vez que la criatura estuvo junto al Vigilante, flotando a la sombra del barco, pudimos verla mejor. Los tripulantes que estaban libres —ocho, entre ellos yo, pues Shimchisko me había despertado— miraban desde la borda mientras Salap supervisaba la preparación de una plataforma de xyla.
—Todavía está vivo —dijo Ibert, chasqueando la lengua.
—Buscando a su mamá —dijo Shimchisko con cierta sorna.
El vástago era un píscido que parecía un torpedo anaranjado y negro, con tres hileras de aletas rígidas moradas equidistantes en el lomo y los flancos.
El capitán miraba desde el puppis, tamborileando con los dedos en la borda y murmurándole algo a Randall.
—Está muy lejos de sus hermanos —observó Shirla desde los aparejos.
—¡Basta de remolones! —gruñó el segundo oficial.
Los curiosos que poblaban las cubiertas o estaban subidos a los obenques, trabajando en las velas, regresaron a sus tareas, pero sólo unos minutos. Pronto hasta el segundo oficial se puso a mirar mientras Salap y los investigadores izaban el píscido a la plataforma, lo medían y tomaban fotos.
—Que los hombres buenos nos protejan —dijo el velero Meissner, asomándose. Tiritó—. Espero que no haga subir a su reina desde las profundidades.
Ibert resopló.
Meissner sacudió sombríamente la cabeza y siguió su camino.
—Supersticiones de marinos —dijo Ibert, pero apretó los labios mientras Salap palpaba el píscido. La criatura se ondulaba despacio en la plataforma, alzando su hocico rosado y sin ojos. Abría y cerraba una mandíbula de cuatro partes, con un diente huesudo y dentado en cada una.
—Es sólo un pez —dijo Soterio, mirándonos con una mezcla de desafío y culpa, como si pudieran acusarlo de aquel sacrilegio—. Un carroñero, sin duda. De esos que envían a engullir los vástagos perdidos de otros ecoi o a reciclar vástagos muertos.
—¿Qué es esto? —preguntó Randall, acercándose al grupo como si temiera un incidente.
—Señor, el velero Meissner ha comentado que deberíamos dejar en paz a esa criatura —dijo Soterio.
—Nunca hemos tenido problemas al capturar vástagos en tierra o en los ríos —observó Randall.
—Rara vez los hemos capturado en alta mar, señor —continuó Soterio.
—¿Y? La mayoría ni siquiera son comestibles.
—Las reinas oceánicas... —murmuró Soterio.
—Ah, he oído decir eso... que las reinas viven en el océano —dijo Randall—. Que un día se levantarán para castigarnos. Buena teoría. Se la comunicaré al capitán.
—No es mi teoría, señor —se apresuró a añadir Soteno.
—Claro que no.
—Ya no está vivo —dijo Salap desde la plataforma. Se inclinó con el agua hasta los talones, alzando y soltando el hocico de la criatura—. Muy lejos de sus aguas. Se perdió en la corriente.
—Usémoslo —dijo el capitán desde el puppis.
Salap lo miró, sin entender muy bien qué le decía.
—Nuestro primer espécimen —añadió el capitán—. Subámoslo a bordo para estudiarlo.
—Cree que las reinas no lo sabrán —nos dijo Shimchisko a Ibert y a mí.
—¿Por qué tanto temor de repente? —le preguntó Ibert a su amigo—. Tú no respetas nada.
—No es temor —dijo altivamente Shimchisko—. El Hombre Bueno nos enseñó a no apartar las criaturas de su hábitat.
—Este pobre pez está fuera de su hábitat.
Shimchisko, que había palidecido, caminó hacia estribor, alejándose del vástago muerto.
—Vaya, vaya —murmuró Ibert, siguiendo a Shimchisko.
Esa noche Salap diseccionó el píscido sobre una mesa, en la cubierta principal, y las lámparas eléctricas añadían luz al crepúsculo que bañaba el Mar de Darwin. Las aguas estaban calmas, soplaba un viento constante. Una tripulación mínima se ocupaba del barco mientras la mayoría observábamos el trabajo de Salap, reunidos en torno a la mesa como el público de un espectáculo deportivo.
Salap parecía disfrutar de esa atención. El capitán estaba junto a la cola del píscido mientras su investigador principal cortaba la gruesa piel que había entre las hileras de aletas. Esto llevó varios minutos de esfuerzos que arrancaron gruñidos al impávido Salap, pero al fin quedó al descubierto el interior del píscido: una masa nudosa rodeada de fluido anaranjado y entrecruzada por racimos anaranjados y rojos. El cadáver despedía un familiar olor a jengibre y ajo, lo que provocó murmullos y gestos. Olía como un vástago de Liz, pero se suponía que Liz no se aventuraba en el mar.
—No debemos apresurarnos a sacar conclusiones —recomendó Salap al oír los murmullos—. No tenemos registrada esta clase de vástago, aunque guarda cierta semejanza con una ballena de río. Su anatomía interior no es desconocida en un píscido: estos tejidos sarmentosos son análogos musculares, pero no poseen estructura celular propiamente dicha. Los llamamos «tejidos» sólo por su similitud con ellos. Se parecen más a manojos de fibras de actina o miosina rodeados por redes de macrotúbulos que transportan componentes de citoplasma, como los microtúbulos de la estructura celular que conocemos.
Alzó los racimos.
—Las organelas son creadas y controladas por esto, que Shulago llamó «masas estafiloformes», que también proveen y dirigen el flujo de elementos químicos y nutrientes. Los vástagos se autorreparan, y tienen suficiente material genético para saber cómo cumplir esa función, pero ningún vástago puede autorreproducirse. Esto es cosa de los centros reproductivos del ecos, que desde luego son enigmáticos.
Salap practicó una incisión entre las cuerdas, que se separaron como bandas de goma estiradas, escupiendo líquido anaranjado sobre el delantal y el rostro del capitán. El capitán sacudió la cabeza y pidió una toalla. Salap comprobó si el líquido había tocado los ojos del capitán, pero no era así.
—Los vástagos pelágicos contienen muchas sustancias que pueden causar graves reacciones químicas o alérgicas —advirtió a la tripulación—. No sólo ácido acético en concentraciones diversas, sino también etanol, metanol y componentes orgánicos... aminos, esteroides, enzimas y otras proteínas, y muchos tipos de polisacáridos. En algunas naves mercantes varadas, sin combustible, la hambrienta tripulación intentó comer píscidos de aguas profundas, y algunos murieron.
Esto no era noticia para los tripulantes. Todos cabecearon. Meissner, que estaba a dos metros de mí, sacudió la cabeza enfáticamente y dijo:
—Las reinas protegen a los suyos.
Más tripulantes se acercaron al caer la noche. El pisado parecía fascinar aun a quienes no se interesaban en la misión científica del barco.
—¿Dónde está el cerebro? —preguntó un marinero alto y nervioso llamado Wernhard.
Salap se acercó a la «cabeza» del píscido y empuñó una sierra curva de hoja fina. Seccionó la cabeza, entre el hocico y las aletas, y apartó la piel.
—No es un cerebro como el nuestro —explicó—. Hay redes de túbulos que llevan aminoácidos libres, principalmente hsma y algunos fluidos medianamente ácidos, que pueden actuar como primitivos centros de proceso. ¿Piensan? No como nosotros. ¿Ven? Este no tiene ojos. Tal vez saborea con toda la piel.
»No posee cerebro ni sistema digestivo. Su única fuente de energía, cuando está suelto en el océano, es un pigmento fotorreceptivo, una forma avanzada de rodopsina, que tiene en las membranas traslúcidas que se hallan bajo la piel del lomo y las aletas. No tan concentrado como en las membranas similares de fítidos y arbóridos... Su función principal puede consistir en recoger vástagos hermanos muertos o jirones de otros ecoi, y entregarlos a un "analizador" o "digeridor" central, que luego recompensa al píscido reaprovisionando sus reservas de energía, o los absorbe y fabrica otros. Pero quizá se trate de un ladrón o espía... una especie de reconocedor ampliado, como algunos píscidos fluviales. En ciertos sentidos, es más simple que un gusano planario.
Salap frunció los labios como para besar a alguien, la mirada ligeramente desenfocada, con expresión de estar sumido en sus especulaciones.
—Tal vez éste sea un espécimen único, tomado de un viejo catálogo de diseños, enviado para cumplir una misión específica. Ahora está gastado, perdido e inutilizado.
Me pregunté si esa descripción encajaba conmigo.
Salap cortó una membrana gris y dejó al descubierto un sorprendente arco iris de componentes dentro de la cavidad central del píscido. El capitán decidió participar.
—Como Salap nos explica —dijo, poniéndose guantes y examinando las organelas antes de guardarlas en jarras de agua que contenían sales de potasio—, los vástagos se parecen más a simples células que a organismos pluricelulares. Han evolucionado, si se me permite usar esa palabra a pesar de sus connotaciones terrícolas, hasta alcanzar un estado que denominamos megacítico.
El capitán rodeó la mesa y hundió las manos en la cavidad, palpó el interior y extrajo un bulto del tamaño de una canica. Apartando el tejido conjuntivo nacarado, lo sostuvo a la luz del farol.
—Los vástagos llevan su material genético en nódulos pétreos. Ser Salap es famoso por ser el primero en analizar este material, y en descubrir su relación química y estructural con nuestro ARN y ADN. Sin embargo, la cantidad de material genético, aproximadamente un décimo del uno por ciento del ADN de nuestras células, y la estructura genética, aun en las formas serviles de soporte, difieren de las nuestras.
»Cada ecos procura ocultar y proteger su material genético, quizá con claves o trampas, pero creo que en general los ecoi pueden reconocer y analizar vástagos con bastante eficacia. Hemos visto vástagos nuevos pronto imitados por otros ecoi, y eso nos indujo a creer que los ecoi se espían entre sí, y que son maestros en ingeniería genética.
Salap extrajo un tubo largo y traslúcido lleno de un fluido gelatinoso.
—Vejiga natatoria, sustancia aceitosa admirable —comentó, pasándole el tubo al capitán, que lo alzó, lo pesó en una balanza y lo metió en un recipiente para examinarlo después.
—¿Alguien puede decirnos por qué los ecoi querrían ocultar o cifrar su información genética? —preguntó el capitán, tratando a sus tripulantes como si fueran alumnos.
Los marineros y aprendices se encogieron de hombros, se miraron, sonrieron tímidamente. Al fin la marinera Talya Ry Diem se aventuró a dar su opinión con voz áspera.
—No quieren que otros les roben el diseño.
—Precisamente. —El capitán le sonrió, y ella se puso contenta como una niña—. Un diseño eficiente requiere mucho esfuerzo, mucho ensayo y error. El robo es más fácil. Baker presenció secuestros de vástagos en Thonessa, una pequeña zona de Tasman, cerca de Kandinsky. Nunca vio un análisis real, nadie lo ha visto, pero encontró los cadáveres abandonados en Kandinsky. Poco después, Kandinsky producía copias adaptadas de esos mismos vástagos de Thonessa.
Salap alzó las manos manchadas.
—Propongo que bauticemos esta forma como
Elizabetbae Macropisces Vigilans
, aunque su relación con la Zona de Elizabeth no está demostrada. —Cubrió el píscido con una manta—. Tenemos que responder muchas preguntas. ¿Cómo afronta un ecos la muerte? ¿Cuál es la naturaleza de su ciclo energético, su alimentación y respiración? ¿Por qué los ecoi han creado una atmósfera oxigenada, pero dependen básicamente de un ciclo fotosintético no respiratorio? ¿Los ecoi se reproducen en largos períodos de tiempo, o simplemente sexean y fluyen, se fusionan con subzonas valiosas, o entre sí? Si se reproducen, ya que prácticamente toda la tierra y la mayor parte del océano están poblados por ecoi, ¿dónde crecen y maduran los ecoi jóvenes? ¿Es posible que los jóvenes estén dentro del ecos y que no los reconozcamos? —Se enjuagó las manos en un recipiente de agua de mar, se quitó los guantes—. Son muchos misterios, y por mi parte ansío resolverlos.