Legado (31 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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—Puedes marcharte de aquí con nosotros —dijo el capitán.

Ella sacudió la cabeza.

—No, gracias. Regresaré a mi isla por la mañana. Queda mucho por hacer. Espero que os llevéis los resultados que hemos obtenido para presentarlos en Athenai o Jakarta.

—Sería un honor.

Nimzhian superó los recuerdos tristes. Ahora estaba llena de alegría, gozando de la compañía humana.

Tres botes zarparon a la mañana siguiente bajo un cielo encapotado y gris. Ráfagas de viento fresco y chaparrones de lluvia ligera nos saludaron cuando llegamos a la costa, al mismo lugar donde el bote había recalado el día anterior. Con ser Nimzhian a la cabeza, caminando por la arena negra con mucho aplomo, nuestro grupo de treinta —el capitán, Salap, los ayudantes de investigación, yo y ocho tripulantes que habían echado suertes— recorrimos el sendero de Shulago. El grupo formaba una larga hilera por la cuesta que bajaba hasta el valle. Algunos tripulantes cantaban al principio, pero la desolación, el ventoso silencio y el día gris pronto abatieron los ánimos.

Los investigadores contaron los círculos de piedra de la vieja silva y realizaron una estimación de su extensión y del número anterior de arbóridos. Nimzhian explicó que la silva se había retirado desde la costa hacia el interior; sus vástagos desaparecían noche tras noche, y los limpiadores del ecos absorbían sus restos. Después de los arbóridos habían muerto los pobladores de las rocas, y luego las formas más pequeñas, mes tras mes y año tras año. Tierra adentro, los vástagos más grandes habían muerto primero, y luego los más pequeños.

—Los arbóridos y los fítidos nutrían el resto —explicó Nimzhian—. Creemos que murieron por la decadencia de vástagos microscópicos.

La causa de la decadencia era desconocida. Al principio, ambos esposos habían pensado que los microbios portados por los humanos contagiaban los vástagos, pero no hallaron pruebas que respaldaran esta hipótesis.

—Siempre nos culpamos a nosotros mismos —dijo Nimzhian aproximándose a la loma desde donde se veía el último bosquecillo de arbóridos—. Nos sentimos culpables de todo, aunque no somos más que humanos. Pero pronto comprendimos que los humanos eran poco importantes.

Podía caminar y hablar con soltura sin perder el aliento. Nos costaba seguirle el paso.

—Martha nos toleraba, e incluso nos dejaba tornar algunos fítidos y arbóridos y otros vástagos para alimentarnos y como materias primas. Cuando Martha vivía, cada primavera echábamos a andar tierra adentro, nos internábamos en las montañas para estudiar la roja florescencia, el agostamiento y crecimiento de nuevos brotes entre los arbóridos flox, los enormes y raros hemohamátidos y los halímidos costeros. Cinco años después de nuestra llegada, Martha envió más reconocedores, como si fuéramos nuevos en la isla, vástagos de tres patas del tamaño de ratones brincaban de las alsofileidas y nos mordían los brazos a fines del verano, cuando aún se sentían los últimos calores de la corriente de Jiddermeyer. Esto era inusitado en ella. Nunca descubrimos por qué Martha necesitaba reconocernos con tanta frecuencia y regularidad.

Hizo una pausa, se inclinó para ajustarse las perneras y los calcetines.

—Al cabo de ocho años, por su cuenta, Martha comenzó a desmantelarse. De noche oíamos lo que mi esposo llamaba «camiones de residuos», del tamaño de elefantes, rodando por las colinas desnudas hacia el mar. Allí estallaban como enormes globos, esparciendo restos medio disueltos en las olas y corrientes. El ecos se desintegraba hectárea a hectárea, ordenadamente. Creo que sabía que estaba agonizando y quería dejar la isla limpia cuando se hubiera ido. Comprendo que esta perspectiva es muy antropomórfica... —Nos miró, entristecida por los recuerdos—. Extrañábamos su curiosidad. Nos agradaban esos reconocimientos estacionales.

«Incluso llegamos a creer que el ecos velaba por nosotros, que nos aceptaba como partes independientes... Pero esa idea era principalmente de mi esposo.

»Hace cinco años, Yeshova sufrió una embolia o algo parecido. Algo le falló en la cabeza. No teníamos médicos ni indicios. El ecos no lo salvó. Murió después de doce días de parálisis. Lo sepulté, pero los carroñeros lo exhumaron, lo pusieron con los demás restos y se lo llevaron al mar. Martha siempre se ha mantenido limpia, muy limpia.

Entramos en el bosquecillo mientras caían goterones de lluvia que tamborileaban sobre las hojas de los arbóridos y nos mojaban la ropa.

—Éstos son decadentes —dijo Nimzhian, tocando las hojas con una mano nudosa—. Son estériles, por supuesto, como viejas abejas muriendo en una roca seca.

Siguió adelante, ignorando la lluvia, y el capitán la siguió, usando su bastón para apartar unos trepadores pardos que se interponían en el camino. Salap examinó las hojas con una lupa, observando cómo reaccionaban ante la lluvia.

—Ser Nimzhian —dijo mientras llegábamos a la casa—, creo que esta pequeña silva recibe toda su agua del manantial. ¿Estoy en lo cierto?

—Así es —respondió ella.

Salap cabeceó satisfecho y se secó la humedad de la frente.

Nimzhian subió al porche y nos habló en aquel estrecho espacio. Ya estábamos empapados, pero la lluvia amainaba, aunque grises cortinas cubrían todavía las cuestas del monte Jiddermeyer.

—Tengo algo para mostraros —dijo—. No podéis entrar todos al mismo tiempo, pero todos podéis pasar.

Fuimos pasando en grupos de seis. Subíamos la escalera y le estrechábamos la mano; luego nos enseñaba sus tesoros: armarios llenos de cientos de acuarelas pintadas por ella y su esposo. Salap estaba atónito; se quedó dentro con Keyser-Bach mientras iban pasando los grupos, mirando una y otra vez las pinturas que les mostraba Nimzhian. Ella estaba radiante de orgullo.

—Cuando la silva estaba sana —dijo— cubría casi todo el centro de la isla; formaba dos grupos similares, dos silvas, como vieron Jiddermeyer, Baker y Shulago, y como vimos nosotros al llegar. Las montañas estaban más activas. Incluso había unos cuantos terremotos al año, y la playa donde desembarcasteis estaba llena de fumarolas que despedían azufre.

Las acuarelas mostraban con brillantez un modo de vida delicado; decían tanto sobre sus creadores como sobre la isla de Martha, primorosamente retratada con plumas muy finas hechas con el tallo central de hojas de arbóridos y con tinturas sacadas de vérmidos y de árboles flox en lo alto de las montañas.

—Registramos todo lo que pudimos en la pizarra que nos dejó Shulago, pero pronto dejó de aceptar datos. Aprendimos a fabricar una especie de papel, y aprendimos a pintar. Martha fue muy generosa. Nos suministraba todo lo que necesitábamos: pigmentos, tallos para los mangos de los pinceles, incluso cerda para los pinceles.

»Nos comíamos sus vástagos, y para nosotros pintarla era como una ofrenda.

Unas cuantas pinturas representaban las florescencias vernales de los altos valles de montaña, cuando los arbóridos y fítidos dejaban caer sus viejos brotes y producían brillantes y nuevas hojas rojas y anaranjadas, azuladas y moradas. El ecos parecía seguir un plan muy artístico, con sus colinas cubiertas de franjas moradas con un fondo rojo y azul.

—El aire olía como el más dulce vino de primavera —dijo Nimzhian, acariciando las pinturas, sacándolas de las carpetas y guardándolas con reverencia.

Algunas pinturas representaban especímenes de los arbóridos más grandes, llamados «yggdrasils»: nidos huecos de trepadoras rígidas que crecían en gordos cilindros de hasta cien metros de altura y cuyas hojas oscuras absorbían el sol. Yeshova había trepado al tronco hueco de un yggdrasil y lo había pintado desde dentro: una intrincada urdimbre que se estrechaba hasta un círculo de cielo abierto.

—Usamos el escaso equipo de laboratorio una y otra vez, hasta que se rompió o se estropeó y sólo nos quedó mirar y saborear... A veces lo que saboreábamos nos causaba malestar, y anotábamos los síntomas. Nuestros cuerpos se convirtieron en nuestro laboratorio. Y luego...

Miró unos bocetos de lava árida, yggdrasils enmarañados, de estilo más simple, más tosco: el trabajo que había hecho después de la muerte de Yeshova.

Al capitán se le llenaron los ojos de lágrimas, que se secó con los nudillos mirando a su alrededor con embarazo. Cuando todos hubimos visto los bocetos, Nimzhian se detuvo junto a la ventana, mirando el bosquecillo que rodeaba el manantial, la voz cascada de fatiga.

—Necesito descansar antes de la próxima parte de la excursión.

—Por supuesto —dijo el capitán, y ordenó que sacaran comida de las mochilas. Organizamos el almuerzo junto a la casa, y ser Nimzhian lo presidió como una auténtica matriarca, descansando en su silla de tallos de yggdrasil. Usaba un ancho y maltrecho sombrero de fibra para cubrirse los ojos del resplandor del sol que asomaba alguna que otra vez entre las nubes.

—Capitán —dijo—, te cedo todo nuestro trabajo. Yo lo tengo todo en la cabeza, y sólo puede ser útil si alguien se lo lleva de esta isla. No viviré mucho más, y la intemperie podría destruirlo todo.

El capitán agitó la mano como restando importancia a esa confesión de mortalidad, pero ella continuó:

—Hace cuatro años perdí cincuenta y nueve bocetos por culpa de unas goteras en el techo. Meses de trabajo. Lamarckia es indiferente. También lo era Martha, sospecho, pero aun así la amábamos. Nos hacíamos ilusiones reconfortantes, creábamos fantasmas de bondad y cariño cuando estábamos tan solos.

Descansábamos bajo un cielo donde el sol alternaba con la sombra de las nubes, rodeados por las hojas velludas y susurrantes del bosquecillo. Salap, el capitán y Randall estaban sentados en el porche con Nimzhian, que había cerrado los ojos y dormitaba en su silla.

Shirla y Shimchisko estaban tendidos a ambos lados de mí, Shirla de espaldas, siguiendo las nubes con los ojos, Shimchisko dormitando.

—Me gustaría irme a explorar —dijo Shirla—. He pasado demasiado tiempo en ese barco, con el segundo oficial vigilándome a cada paso. ¿Quieres fugarte a las colinas?

Sonreí.

—Nada de remolonear —dije.

Shirla me examinó críticamente, los ojos entornados, y se recostó.

—Es un ofrecimiento audaz —dijo Shimchisko, despertando de su siesta—. ¿Qué ves en él?

—No puedo evitarlo —bromeó Shirla—. Es su misterio. ¿De dónde has venido? Lo sé... de Jakarta, antes de perderte en Liz. Pero no hablas como un jakartano, y no actúas como nadie que yo conozca. Hay cierta frialdad en ti.

—Si el misterio me salva de limpiar la letrina, seré misterioso.

—Bien dicho —comentó Shirla—. Extraña defensa. Ven conmigo a las colinas —conspiró, suspirándome al oído. Irguió el pecho y hundió la barbilla—. Y te mostraré mis pechos.

Casi me ahogo de la risa, y ella se rió conmigo, pero no me quitaba los ojos de encima.

—La anciana quiere llevarnos a alguna parte. Me gustaría escapar a espaldas de todos y regresar a hurtadillas. Si no quieres ver mis pechos, de acuerdo, pero hazme compañía.

El sofocón que sentí casi pudo con mi sentido del deber, si de eso se trataba.

El deber se había convertido en una ardiente curiosidad y un torrente de emociones conflictivas: fascinación, angustia, incluso cierta preocupación patriarcal.

—Me encantaría —dije.

—Soterio nos castigará. Tal vez te degraden nuevamente a aprendiz. ¿Valgo la pena?

Shirla nunca había ido tan lejos con sus insinuaciones.

—Sin duda eres la criatura más adorable del barco —dije.

—Dime más.

—Mucho más encantadora que Shimchisko. —Shimchisko abrió un ojo, lo cerró—. Y eres demasiado lista para estropear una buena carrera marítima.

Me sacó la lengua como una gata lánguida y desvió los ojos, mirando de nuevo hacia las nubes.

—Un día —dijo— veré tu secreta desnudez, y la disfrutaré.

—Puedes ver mi desnudez en cualquier momento, previa cita.

En Thistledown había tenido éxito con las mujeres. Demasiado. Había llegado a considerarlas mercancías deliciosas y valiosas, dignas de todo esfuerzo, pero esencialmente diferentes a mí. Ahora, en medio de aquella onírica experiencia, notaba que mi actitud estaba viciada por la juventud y la necedad. Shirla se parecía mucho a mí, a diferencia de Shimchisko, el capitán o Salap.

El sol asomaba entre las nubes, y en ocasiones las iluminaba con una blancura resplandeciente.

—Soy demasiado estúpido —dije.

—¿Ves? Desnudez. Muéstrame más.

Le toqué la pantorrilla con la punta de la bota.

—No me provoques —gruñí.

Nimzhian se había levantado de la silla.

—He descansado —anunció. El capitán, Salap y Randall se levantaron como criados respetuosos—. Acompañadme —dijo ella, bajando la escalera.

—Has perdido la oportunidad —dijo Shirla, poniéndose de pie.

—El tonto de Olmy —dijo Shimchisko con una sonrisa.

Las ondulantes nubes habían huido hacia el sureste. Marchamos tierra adentro subiendo la cuesta norte del valle de Nimzhian, última reserva de los vástagos huérfanos de Martha. El bosquecillo terminaba en el borde del valle, y en las laderas del monte Jiddermeyer, de las colinas y las montañas, encontramos los caminos del desmantelarmento. Nimzhian señaló vanos rasgos mientras caminábamos por el sendero que ella y Yeshova habían seguido por la silva en sus primeros años en la isla de Martha. Aquí, el lugar que ocupaba el yggdrasil que estaba más cerca del valle y la casa, ahora una depresión cónica de diez metros de diámetro, llena de estériles trozos de lava con un fondo de sedimentos fangosos cuarteándose al sol; allí, el comienzo del sendero que conducía a la cima del monte Jiddermeyer, donde habían hallado fítidos y vérmidos aptos para fabricar tinturas para acuarelas. Un kilómetro más adelante, vimos un refugio que habían construido por si los sorprendía una tormenta, ahora en ruinas. A mayor altura, entre el monte Jiddermeyer y el monte Tauregh, al cabo de una hora de marcha, nos detuvimos un instante en lo que había sido la silva más tupida de la isla.

—Millones de yggdrasils y robles trípodes —dijo Nimzhian, protegiéndose los ojos del resplandor.

En pocas horas el lugar estaría en sombras, pero ahora era una desolación gris y brillante, kilómetro tras kilómetro de depresiones cónicas llenas de arena.

Shimchisko se frotó las rodillas cuando nos detuvimos y nos miró a Shirla y a mí.

—Suicidio —dijo oscuramente—. La reina optó por la muerte de su ecos. Por vergüenza.

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