—Dile al capitán que echaré de menos su compañía. Admiro su fervor. Mi esposo habría disfrutado de vuestra visita. —Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Parecéis tan interesados en los palacios, tan ávidos de comprenderlos. Vaya, tal vez lleve años estudiarlos.
—Nos vamos contra mi voluntad. Como he dicho, existen presiones.
—Cuando os vayáis, ¿vendrán los brionistas? —preguntó Nimzhian, con los ojos abiertos de par en par.
Alzó la mano y Salap la cogió entre las suyas en un gesto de caballero. Randall permanecía en la puerta, sumido en sus cavilaciones.
—Dudo que se detengan aquí si ven que la isla es estéril —dijo Salap.
—Pero si llegan científicos, científicos brionistas, ¿os molestará si soy franca con ellos?
—En absoluto. Es tu deber. Espero que la verdad nos haga entrar a todos en razón. No hay tiempo para guerras ni divisiones.
El tercer bote había regresado. En él iban Shirla, Meissner, Ry Diem y Thornwheel. La partida de reemplazo había caminado desde la playa hasta la arboleda huérfana y nos salió al paso junto a la laguna cuando salimos de la casa.
Shirla y yo tuvimos un momento para charlar mientras Salap impartía órdenes a Thornwheel.
—Nos cruzamos con el bote del capitán —dijo Shirla—. Dijo que nos marcharemos, pero que viniéramos a la isla a hacerle compañía a Nimzhian. Parece muy serio. ¿Puedes decirnos algo, ahora que eres nuestro superior?
Ensayé una sonrisa conciliatoria, pero ella me respondió con un bufido de irritación.
—Parecía que Shatro quería matar a alguien, y que Shimchisko quería morirse. ¿Están todos locos?
Negué con la cabeza.
—Presión desde ultramar. Ése es el motivo principal.
—¿Los brionistas?
Asentí.
—¿Adonde iremos, pues?
—A Jakarta. Después, a Athenai.
—No habrá silvas exuberantes para nosotros, ¿eh, Olmy? Digo...señor.
Evidentemente estaba de mal humor, y yo no estaba precisamente de humor para aguantar insolencias. Le palmeé el brazo y seguí a Salap, que se iba del valle. La boquiabierta Nimzhian nos siguió con la mirada, meneando la cabeza. Luego se puso a hablar con Shirla y Ry Diem.
Trasladamos los especímenes de la cueva al segundo bote y remamos hacia el barco en medio de aguas encrespadas. Una vez allí, los llevamos, cubiertos con mantas, a los aposentos del capitán, donde los almacenaron en un armario, detrás de las cajas de especímenes que ya estaban a bordo.
Cerraron el armario con candado y cerrojo, y Randall entregó la llave a Salap.
—Esta noche sacrificaremos un espécimen para realizar un estudio anatómico general —dijo Salap—. Olmy, tú asistirás.
Fui a cubierta y observé cómo la guardia de estribor llevaba a cabo las labores vespertinas, trepando a los árboles para preparar las velas para la próxima etapa de la travesía. Sentía la necesidad de unirme a ellos. Pero yo había ascendido, y no había modo de regresar a las comodidades de la vida de aprendiz.
Pronto anochecería, y los tripulantes podrían descansar.
Recordé las palabras del abrepuertas en la Vía: Busco cosas de interés para los humanos, ser Olmy, y las encuentro.
Si el capitán iba a conseguir una audiencia con Lenk, tal vez yo pudiera participar. Tendría más posibilidades de encontrar la clavícula.
Al amanecer, una última partida de doce fue a la isla para entregar a Nimzhian las provisiones prometidas. Yo los acompañé en el bote. Esa mañana Shatro parecía resignado a los cambios jerárquicos. Remaba con aparente buen humor. Shimchisko, Kissbegh, Cham y French el navegante también iban en el bote. French quería verificar unas cuantas altitudes más.
Nimzhian estaba en el porche; apenas nos miró mientras descargábamos las cajas de comida y provisiones.
Kissbegh y Cham empezaron a almacenarlas en un cobertizo que había detrás de la casa. French le habló a la anciana, pero ella apenas respondió con un cabeceo. Luego él entró en la casa y pasó allí unas horas, con Shatro.
Nimzhian se levantó cuando ellos se marcharon y nos llamó a Shirla y a mí.
—He estado pensando mucho —dijo—. ¿Podéis comunicar mis ideas a Salap? No son muy complicadas, y desde luego no están completas.
—Lo intentaré —dije.
—Tú eres el investigador más joven, ¿verdad? —preguntó Nimzhian.
—Sí.
Shirla me sonrió brevemente.
—Yo era la investigadora más joven del Hanno, también. Casarme con Yeshova fue socialmente conveniente para mí. Tú y yo no hemos hablado mucho, pero me siento cómoda contigo. Transmite mis ideas a Randall y al capitán. El capitán tal vez no entienda claramente lo que está sucediendo aquí. En cuanto a ti, querida Shirla, ha sido maravilloso hablar con las mujeres...
Los ojos de Nimzhian se humedecieron.
—Debo quedarme aquí. Echaré de menos vuestra compañía, pero mi vida está aquí. El espíritu de Yeshova sigue aquí.
Shirla le acarició la mano. Nimzhian reclinó la cabeza y cerró los ojos. Parecía haber envejecido diez años desde nuestra llegada. El deber la había mantenido en marcha todo este tiempo. Me pregunté si revelaría un último secreto y luego se dispondría a morir.
—¿Comprendéis lo simple y primitiva que es la vida en Lamarckia? ¿Lo delicado que es su equilibrio? Cuanto más explorábamos y aprendíamos, Yeshova y yo, más nos asombraba la exquisitez y la tosquedad de Martha. Es como un sueño. Y luego despertamos.
—¿Por qué como un sueño? —preguntó Shirla.
—No hay competencia ni sinergia entre plantas y animales para impulsar el cambio. Todos los cambios se originan desde el interior, desde los observadores, trátese de reinas, fábricas o palacios. Y hay muy poca competencia entre los ecoi. Casi toda la vida en este planeta lucha día a día simplemente para obtener la energía necesaria y no perecer. Algo falta, una estrategia o truco vital. Lamarckia tal vez florezca un día. ¿Pero los diseñadores ocultos son suficientemente creativos para proporcionar lo que falta?
—Tal vez nosotros seamos lo que falta —dijo Shirla. Ella no sabía nada sobre los esqueletos a medio formar—. Pero ahora estamos aquí. Las reinas, los observadores, deben aprender a utilizarnos.
—Admirablemente antropocéntrico —murmuró Nimzhian, mirando soñadoramente a lo lejos—. Eso forma parte de nuestra fuerza, colocarnos siempre en el centro. Pero a pesar de todas las pruebas recientes... —Me miró intensamente, dolida por el secretismo que imponía el capitán—. A pesar de eso no creo que seamos el elemento fallante. Creo que es una técnica, un truco que ningún ecos ha descubierto aún. La pobre Martha confiaba excesivamente en esos míseros microelementos. Martha no tuvo fuerzas para sobrevivir cuando cambiaron las cosas.
Se inclinó hacia delante, aferró con fuerza las manos de Shirla.
—¿Qué falta en isla de Martha, y en todas las otras partes que hemos visitado en Lamarckia?
—¿Qué? —pregunté.
—Verdor. Un brillante y encantador verdor. Shirla, tú naciste aquí, y piensas poco en la Tierra. Pero la Tierra era un mundo verde.
Cuando zarpamos de la isla de Martha, el océano permaneció durante dos días plano como un espejo; el aire caliente, quieto y húmedo, olía a rancio. Frentes de tormenta se amontonaban al oeste. Todas las noches, una vez terminada nuestra labor —calafatear cubiertas, tensar aparejos para contar con un margen de varios centímetros (producto, a mi juicio, de la imaginación de Soterio), tender redes para capturar muestras (aquí el océano era estéril y las redes salían vacías)—, los tripulantes que no montaban guardia comían maso) a y frutos secos y bebían cerveza de fibra en el comedor; luego se tendían en cubierta al igual que el día anterior, y que al día siguiente y durante mil días. Cada cual tomaba un trozo de cubierta como territorio propio. Acostados, miraban a los pocos infortunados que todavía trajinaban en los aparejos o tiraban de escotines, brazas y drizas, y murmuraban entre sí.
Yo estaba en el puppis, esperando que el sofocante laboratorio se enfriara. Los investigadores se reunían en el laboratorio contiguo al camarote del capitán todos los días, varias horas después del poniente, y trabajaban durante la parte más fresca de la noche, a veces hasta la mañana, diseccionando y midiendo los componentes de un esqueleto humanoide. Sin embargo, aquella noche el aire de cubierta no era mucho mejor que el aire de abajo. Todos aguardábamos una brisa refrescante, pero no llegaba.
Randall no esperaba que el descubrimiento permaneciera en secreto mucho tiempo, y así fue. Cundía el desaliento. Randall lo percibía, el capitán estaba demasiado preocupado para interesarse por ello. Shimchisko cargaba de mala gana con el peso de lo que sabía. Aunque no le contaba la verdad ni siquiera a Ibert, su mejor amigo, daba a entender que habían hallado algo muy malo en la isla de Martha, algo importante para todos. Los tripulantes acudían a Ry Diem y el velero Meissner —madre y padre sustitutos— para sonsacarles información sobre el capitán y los investigadores.
Yo me sentía culpable de no difundir la información, pero mis lealtades habían cambiado, alejándome de la tripulación. Ry Diem y Meissner hicieron una petición a Randall, y Randall habló en privado con el capitán. Luego convocó una reunión de toda la tripulación y expuso detalladamente lo que se había descubierto en la isla de Martha, en los palacios de las presuntas reinas.
Todos digerían aún la noticia. Cambió el concepto que todos tenían de Lamarckia.
Para Keyser-Bach, pensé, el viaje había concluido. Lo sacrificaría en aras de una expedición más grande e importante. El capitán tenía siempre una expresión calculadora, pues ya sumaba los equipos cuya fabricación ordenaría al artesano de Lenk, o que confiscaría en Elizabeth y Tasman. Sólo debíamos seguir viaje hasta Jakarta y comunicar nuestros hallazgos a los funcionarios de Lenk. La causa del capitán —la causa de la ciencia y la exploración de Lamarckia— recibía un inesperado impulso.
A medianoche Salap subió al puppis, cansado y abrumado por el calor, desnudo hasta la cintura, la tez morena brillando a la luz del fanal.
—Será mejor que empecemos. No refrescará.
Shatro, Cassir, Thornwheel y yo lo seguimos abajo para reanudar nuestro estudio de los homúnculos.
Al realizar incisiones en las extremidades, encontramos polisacáridos fibrosos, no auténticos huesos ricos en calcio. La «cabeza» estaba compuesta por tres secciones, y en vez de cerebro contenía una masa húmeda de tejido aceitoso apoyada en una esterilla de fibras delgadas y traslúcidas. Cassir, que había estudiado medicina en Jakarta, comentó:
—No sé cuánto aprendió Martha con sus muestras humanas, pero no aprendió a hacer un cerebro.
El capitán realizaba su trabajo con adusta resolución. No le agradaban aquellas pobres imitaciones. Eran su gran esperanza, pero las encaraba con más revulsión que desapasionamiento científico.
Shatro, Thornwheel y Cassir organizaban las disecciones de modo tal que yo realizara las tareas más sencillas y serviles. Tracé bocetos de las piezas del seudoesqueleto, les puse encima delgadas hojas de papel cuadriculado, y comparé sus dimensiones con las de los huesos humanos. Llevé agua para todos, y mezclé soluciones para preservar los especímenes.
Al cabo de varias horas de trabajo, Salap despidió a los investigadores. Salí a cubierta y encontré a los tripulantes tal como los había dejado, despatarrados bajo las brillantes estrellas del alba, mientras despuntaba el doble arco y una luna solitaria arrojaba una luz tenue al oeste. Estaban inquietos, la mayoría despiertos y conversando.
Oí la voz áspera de Kissbegh y me acerqué para escuchar.
—Si todos seremos reemplazados por vástagos, ¿entonces para qué nos trajo aquí Lenk?
—Él no lo sabía —repuso Ry Diem con fatigado desdén.
—Pero quiero decir que nos han inculcado un gran respeto por Lenk, pues nos apartó de las «distorsiones y jactancias de Thistledown». Así lo llamaban mis maestros.
Tenían razón —dijo Shimchisko—. Thistledown habría sido peor.
—Pero aquí todos moriremos —dijo Kissbegh—. ¿Cómo podría ser mejor, y por qué Lenk ni siquiera intuyó en qué metía a su gente? ¿No se supone que los grandes hombres son afortunados?
—No sabemos si vamos a morir —dijo Shirla con voz somnolienta.
—Si las zonas se alzan contra nosotros... —insistió Kissbegh.
—Tampoco lo sabemos. No sabemos qué se proponían las reinas de Martha —dijo Shirla. Su voz sonaba clara y sensata en la noche. Yo quería acercarme para sentarme junto a ella. Hacía varios días que no hablábamos.
Me sentía más a mis anchas entre los tripulantes que con nadie desde que era adulto, pero ya no era uno de ellos. Su charla me parecía ingenua y perfecta a la vez, la charla de humanos que vivían de un modo simple y sencillo, sin las complicaciones que yo me había buscado.
—Ojalá tuviera una mujer que me amase, allá en casa —dijo Kissbegh—. Siempre he sido demasiado payaso para trabar amistades o atraer a mujeres serias.
—Yo soy tu amigo —dijo Ridjel.
—Tú no eres mujer —observó Shankara.
—Gracias a nuestros hados —murmuró Ry Diem.
—Sí, eres mi amigo —dijo Kissbegh—, pero estás aquí, y si muero, es probable que tú también. Quiero que alguien esté vivo para recordarme.
—Mi esposa es una buena mujer —dijo Shankara—. Pero es la perfecta mujer del marinero. Ahora eso me entristece.
—¿Por qué? —preguntó Shirla.
—Si no regreso, me echará de menos durante una temporada, pero se las apañará. Mi desaparición no le desgarrará el corazón.
—Así son las cosas —dijo Ry Diem, tratando de tranquilizarlo.
—Me gustaría que alguien me echara de menos siempre, que pensase siempre en mí —continuó Shankara—. Mi esposa encontrará a otro marido y él colmará su corazón tanto como yo. No porque sea desapegada...
—Si yo tuviera una buena mujer en tierra —dijo Ridjel— la amaría con tal intensidad que ella nunca me olvidaría. Su corazón se rompería si yo no regresase a casa.
—La memoria es como este océano —dijo Ry Diem.
Siguió un breve silencio mientras todos reflexionaban sobre esto, y luego decidieron ignorarlo, pues no era fácil de desentrañar.
—¿Lamarckia nos recordará? —preguntó Shimchisko.
Se pusieron a hablar de lo que Lamarckia sabía sobre nosotros, y sobre cuánto de nosotros guardaría la reina (o reinas) de Tierra de Elizabeth y Petain en una especie de memoria biológica si no regresábamos a Calcuta o Jakarta, o en caso de que llegaran a reemplazarnos. Shimchisko se embarcó en especulaciones fantásticas. Se preguntó si crearían duplicados de nosotros tan perfectos que viviríamos de nuevo, aunque muriésemos.